contacto@katabasisrevista.com

Ilustración: Arturo Cervantes

J. R. Espinoza

La noche que descubrí que mi abuelo no era un ser humano hacía mucho frío, había perdido un calcetín a mitad de la noche y el resfriado no se hizo esperar, limpie mis mocos transparentes con la manga de la blusa. Aun no perdía movilidad en los pies y resultaba bastante molesto arrastrarme hasta la silla de ruedas y salir del calor de mi cama en busca de papel higiénico. Me senté en la silla, teniendo especial cuidado de no despertar a mi hermano. Él era muy amable conmigo, pero no se me hacía correcto hablarle a media noche para que me trajera papel, había cosas que podía hacer yo sola.

Me senté en la silla y la impulsé hasta la puerta, estaba entreabierta. Me disponía a salir cuando lo vi. Era como si se estuviese quitando una máscara, su nuca no tenía un solo pelo y estaba cubierta de escamas verdes, junto a él yacía la cara de anciano, el rostro que nos había mostrado siempre, desinflado, como esas máscaras que venden para Halloween. Presentí que voltearía y me alejé, como pude llegué a la cama y me eché la cobija encima.

Me olvidé de los mocos. Escuché abrirse la puerta de la habitación, yo fingí dormir lo mejor que pude, con los ojos bien cerrados y el cuerpo quietecito, escuché sus pisadas cada vez más próximas hasta que se detuvo. No podía ver, pero sentía su presencia muy cerca, después oí como se alejaba y el sonido de la puerta al cerrarse. Esa noche no pude dormir.

Adán despertó a las siete de la mañana, se limpió la baba de la cara, incorporándose mientras frotaba sus ojos.

—Buenos días —me saludó en un bostezo.

Lo abracé y lo jalé hacia mí, recostándolo nuevamente.

—¿Nos podemos dormir otro rato más? —Él asintió y se tapó a mi lado.

Nos despertó la abuela con el almuerzo en la cama. Huevos estrellados y bebida de chocolate.

—Vaya que si han dormido, flojitos.

—Estamos en crecimiento —me apresure a decir.

La abuela asintió y nos colocó una mesita cerca de la cama. Después de almorzar Adán fue a lavar nuestros platos; yo fingí leer, pero en realidad ensayaba la mejor manera de confesarle a mi hermano lo que vi anoche.

—Tienes que estar bromeando.

—Es verdad.

—Pruébalo.

—Ésta noche.

Fingimos dormir. Cuando el reloj marcó las doce, nos acercamos sin hacer ruido a la puerta y lo vimos. Le tapé la boca a mi hermano para evitar que gritara, me miró con los ojos bien abiertos, como buscando señal de que fuese una broma, pero yo no reí, sino que le devolví la mirada de preocupación. Seguimos mirando, la abuela entró a la sala con una bandeja de galletas y la soltó del susto.

Creí que aquel reptil que se decía nuestro abuelo intentaría atacarla, pero en su lugar se acercó a ayudarle a recoger las galletas del suelo.

—¡Herbert! ¿Qué haces sin la prótesis?

—Es un fastidio tenerla todo el tiempo.

—Pero los niños…

—Están dormidos.

La abuela caminó hasta una mesita, depositó la bandeja, se colocó las manos detrás de la nuca y lentamente se retiró la máscara. Tenía dos agujeros en vez de nariz y los ojos como los de un cocodrilo.

Tal vez Adán hizo algún ruido o fui yo, que respiraba muy fuerte, el caso es que la abuela nos vio. Mi hermano se apresuró a cerrar la puerta, atrancándola de inmediato.

—¿Qué hacemos?

—La ventana —le apuré.

—¡Abran la maldita puerta! —Escuché gritar a la abuela— Herbert, las llaves.

Adán abrió la ventana y me cargó, sentándome en el marco de esta, luego salió él.

Escuché un estruendo. Quién se decía nuestro abuelo estaba pateando la puerta. Para cuando la echó abajo, mi hermano ya me llevaba cargada, con mi abdomen sobre su hombro, pude ver la ira en los ojos amarillos de aquellos seres y escuchar un rugido antes de doblar la esquina.

Adán era más alto y más fuerte que yo, pero no duraría mucho corriendo conmigo arriba. Cada paso lo daba más lento, y lo peor era que seguíamos por la banqueta, no tardarían en alcanzarnos. Intentó cruzar la calle, pero los vehículos pasaban muy aprisa y yo lo hacía lento.

—¡Detén un taxi! —le grité.

—No traemos dinero.

—Algo se nos ocurrirá.

Sabía que debíamos alejarnos lo antes posible.

Un taxi se detuvo apenas lo pedimos, escuchamos desbloquearse el seguro de la puerta y subimos, primero yo, con ayuda de Adán, y luego él.

—¿A dónde? —preguntó la conductora.

—Al…centro comercial.

—¿Traen con que pagar? —la mujer parecía leernos la mente, lo peor era que no arrancaba aún.

—No, nuestra madre nos espera allá, ella pagará.

La explicación pareció dejarla satisfecha, su brazo movió la palanca de cambios y comenzamos a movernos, respire aliviada.

Adán recargó su cabeza en mi hombro, estaba tan asustado como yo, pero decidí ser la fuerte, y le acaricié la frente y el cabello.

—Todo va a estar bien.

—¿Y son de la ciudad? —preguntó la taxista.

La miré por el retrovisor, era una mujer rolliza, de cabello chino pintado de rojo, tenía un tatuaje en uno de sus brazos, una serpiente, en su cuello había unos pliegues, era como si trajera una…

Le di un codazo a Adán, pareció entender enseguida. Le dio un golpe en el cuello que ocasionó que perdiera el control del volante, yo le jalé de los cabellos con fuerza hasta traerme su rostro, de su hocico sacó una lengua viperina que siseó en el aire. Abrió la guantera y tomó una pistola de ella, arma que no llegó a usar. Sentí un golpe que me hizo desplazarme hacia la derecha, y a mi hermano, golpearse el brazo con la puerta. Nos habían chocado. Ella estaba inconsciente, o por lo menos eso parecía, no quisimos averiguar y salimos del automóvil, después llegaron ustedes y nos trajeron acá. Les agradezco mucho que hayan atendido a mi hermano.

Adán trae el brazo entablillado, producto del choque. Tiene la mirada perdida, quizá, sospecha como yo, de la posibilidad de que el oficial llame a quiénes dicen ser nuestros abuelos, de cualquier manera le conté todo para ganar tiempo en lo que lo atendían.

—Vaya, ha sido una gran historia.

El oficial de policía se retuerce el bigote, como debatiéndose entre creernos o no.

—No, yo les creo —dice, mientras se pone de pie—, supongo que deberemos reiniciar el experimento.

Abre la puerta y a la habitación entran dos de esas criaturas usando batas blancas.

—Disfruté mucho la historia Eva, creo que aprenderemos a hacerlo bien.

Saco la pistola que hasta ese momento guardaba en mi suéter y disparo al policía, acierto en su estómago, de la herida emana un líquido viscoso de color negro.

—¡Adán!, ¡corre! —en su condición no podrá llevarme consigo, pero le dará una oportunidad de escapar. Espero que regrese por mí después.

Camina, colocándose frente a la pistola.

—¿Qué estás haciendo?

—Es todo el mundo —sujeta el arma y la retira de mis manos—, al menos nos dan de comer.

Autor

J. R. Espinoza

J. R. Espinoza

J.R Spinoza. H. Matamoros, Tamaulipas, México (1990). Escritor y profesor mexicano. Becario del PECDA (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Asiste al Taller de Apreciación y Creación Literaria del Instituto Regional de Bellas Artes de Matamoros. Libros Publicados: El regreso de los dioses, la batalla de Folkvangr (Caligrama, 2019). Pacto Maldito (Pathbooks, 2019).

Ilustrador

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustrador

Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.

Total Page Visits: 1454 - Today Page Visits: 1
Share This