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Foto: Caro Poe

Luis Enrique Sánchez Amaya

Con un montón de folders manila bajo el brazo izquierdo y una humeante taza de café en la otra mano, llegó apurado a su oficina a intentar terminar de revisar los expedientes antes de que terminara de amanecer. Tendría aproximadamente 2 horas, así que se apresuró a prender la computadora de su escritorio, sentarse y teclear su acceso al sistema.

Bebió el primer sorbo que le arrebataría la pesadez de haberse despertado antes de lo que dictaba su rutina y abrió el primer folder, leyendo el resumen del comunicado en la primera página. Quizás sería peor de lo que mentalmente se había preparado.

–Qué bueno que ya estás aquí –le interrumpió la voz de una somnolienta mujer joven, oculta por la oscuridad. Probablemente hubiera sido buena idea encender las luces antes de comenzar a trabajar.

–¿Qué…? –intentó replicar, pero lo inusual de la situación le impidió formular una pregunta entera

Ella salió de las sombras y se sentó en la silla diametralmente opuesta a la de él, subiendo los pies al escritorio en actitud desenfadada

–Demonios… –ella bostezó. –¿Qué hora es…?

–Las cinco de la mañana –le contestó él sin retirar los ojos del expediente.

–Tengo sueño…

–Entonces duérmete, pero que no sea en mi escritorio. Tengo mucho qué hacer.

–¡No!– le contestó. –Necesito hablar contigo. ¿Puedo tomarle a tu café?

–Mira, tú… tú…

–Raquél.

–Mira, Raquél… Estoy muy ocupado. Necesito por lo menos leer todo esto en una hora, antes de algunas reuniones que me llevarán el resto del día. ¿Qué necesitas…? –el hombre le respondió con desesperación.

–Bueno, no es complicado –ella se levantó de la silla y acomodó otras dos para improvisar una cama donde se recostó. –Creo que nos podemos ayudar mutuamente.

–¿Tú crees…? ¿En qué puedes ayudarme…? Es ilegal que contrate preadolescentes y menos como asistentes personales… la prensa me comería…

–Tengo 23.

–¡Vaya!… Bien por ti, eres traga años.

–La cosa es que tengo un súper poder –contestó y se estiró ante la incomodidad de los intersticios entre las sillas que se encajaban en su espalda, subiendo los pies al escritorio otra vez.

–Ese escritorio es muy antiguo, sabes…– le replicó él.

–Sí, ya sé qué es lo que estás pensando: que soy sólo una chica loca de la calle. Pero realmente tengo un súper poder. O algo. No sabría cómo llamarlo.

–En serio, este mueble tiene más de cien años en este lugar. Baja los pies, por favor.

–Me di cuenta cuando era chica…– continuó con la narración, sin bajar los pies de la antiquísima madera.

Él gruñó y alzó la vista del montón de papeles que tenía entre manos.

–Mis padres eran alcohólicos. Ambos. No me golpeaban ni nada, pero eran alcohólicos. Gente no muy grata. De cualquier modo, algunas veces acompañaba a mi padre al bar donde a todo el mundo le caía bien. Yo era como la mascota del lugar. Nadie se quejaba.

Él me llevaba incluso cuando mi mamá murió. Quizás pensaba que era mejor para una chiquilla de 10 años el estar en un bar a estar sola en casa sin supervisión. Estaba bien. Nunca me molestó y nadie se metió conmigo.

Sin embargo, una vez hubo una redada y los policías entraron al lugar porque llegó el rumor de que vendían licor a menores y los dejaban pasar sin pedir identificaciones, incluso cuando venían uniformados de algún colegio cercano. Técnicamente los policías debieron llevarme con todos los preadolescentes que estaban ahí aquella vez. Esa debió ser una pista, pero era muy joven para darme cuenta.

–¿Darte de cuenta de qué?

– Ya te darás cuenta… –lo interrumpió.

Él puso los ojos en blanco, entre la incredulidad y la impaciencia.

–Cuando tenía 12, mi padre me envió al Oxxo de la esquina a comprar una botella de alcohol barato, de esos que pueden dejarte ciego. Sabía que no me lo venderían si iba sola, pero me dijo que podía quedarme con el cambio, así que: ¿por qué quejarse?

Cuando llegué ahí, el lugar estaba siendo asaltado. Ese barrio nunca fue muy seguro; la escena no era poco común. 2 tipos enmascarados tenían a ambos dependientes en el suelo (el que te cobra y el que te dice “en la otra caja, joven”), apuntándoles con escopetas en la espalda, mientras un tercero intentaba llevarse la caja registradora.

Yo les pregunté si podía llevarme algunas botellas y uno de los que estaba en el suelo me contestó que tomara las que yo gustara. Así que tomé dos botellas y atiborré mi mochila con cuanta comida chatarra pude, puse el billete de a cien sobre el mostrador, les di las gracias y me fui. Nadie me detuvo ni preguntó nada, ni me siguieron. Continuaron con el asalto como si le quitaran la pausa a una película.

–Bueno, tuviste suerte de que no te dispararan o te tomaran como rehén. De cualquier forma sigo sin ver un súper poder.

–Shh… –se incorporó y se sentó en la orilla del escritorio, poniéndole el dedo índice entre los labios momentáneamente antes de continuar–. Cuando tenía 14, me juntaba con las más bonitas de la secundaria. Siempre salía con los más guapos. Me la pasaba muy bien. Me pasaban la tarea y siempre me anotaron en los trabajos de equipo, aunque nunca hiciera nada. ¡Hasta los profesores me ponían calificaciones que claramente no merecía!. ¿Sabes cómo le hacía? ¡Me sentaba en sus pupitres! ¡Así como le estoy haciendo contigo!

Solamente pedía algo y me lo daban. Nadie nunca me negó nada. Permisos, excusas, justificantes… ¡Hacía lo que yo quería!. Naturalmente todos se querían juntar conmigo y yo los trataba como me venía en gana…

–Así que… tu poder es ser manipuladora… –otra vez la interrumpió al ver el reloj de su computadora de reojo. Le quedaban menos de 40 minutos.

–No seas idiota, déjame terminar… –lo interrumpió ella, y con bastante soberbia se bebió el resto de café de su taza tricolor. –De cualquier modo, llegué a la preparatoria. Ya no era virgen, pero podía hacer muchos milagros… Tenía 16 cuando comencé a divertirme con mis compañeritos. Nada muy loco, pero sí muchos novios en esos 5 largos años.

Una vez, poco antes de cumplir los 18, estaba con mi novio en su casa, cuando su mamá regresó sin avisar (supuestamente regresaría de sus clases de zumba, pero ese día no había ido el instructor o algo así). Debo mencionar que era una familia ultra conservadora, de la vela perpetua y ella pensaba que su hijo era un jovencito inocente, casto y puro. Como podrás imaginar, estábamos muy “ocupados” para escuchar la puerta de la entrada abrirse y tampoco escuchamos cómo subía las escaleras. Sólo nos dio tiempo de cubrirnos con una sábana cuando abrió la puerta de su cuarto (porque tenía cama matrimonial y era muy incómodo hacerlo en una individual).

Sólo nos quedamos mirándola y ella a nosotros. ¿Sabes qué hizo? ¡Nos dijo que iba a ordenar comida china y bajó las escaleras, como si nada! Es lo más raro que me había pasado hasta ese entonces…

–Bueno, tal vez no supo cómo reaccionar –él especuló, genuinamente intrigado. –Supongo que les dio un severo castigo después…

–Nada de eso. Nunca se molestó conmigo. Siempre me dio la bienvenida a su casa, incluso cuando llegaba a deshoras y sin avisar. Me podía quedar a dormir con él y hasta nos cedía su habitación y ella dormía en la sala. Así fue hasta que lo dejé. Era un perdedor sin carácter, créeme… siempre hacía lo que yo le decía y al instante…

En fin… me costó mucho trabajo terminar la preparatoria. No pensaba que pudiera quedar en ninguna universidad (mucho menos la UNAM) y mi papá no podía pagar colegiaturas muy elevadas, así que supuse que ya era tiempo de dejar de ser una carga para él, así que dejé de estudiar y conseguí un trabajo como mesera. Luego lo perdí porque a veces me daba demasiada flojera ir a trabajar…

Sin embargo, no me fue mal. Tuve muchos trabajos a corto plazo (de esos que siempre anuncian en los periódicos amarillistas). Vivía en un cuarto de azotea en una vecindad tan vieja que empezaba a caerse a pedazos, pero pagaba la mísera cantidad de 200 pesos al mes con todo y agua, luz y gas. Pero un día estaba cayendo una tormenta épica, con granizos y toda la cosa, cuando la mitad del cuarto se desmoronó y me quedé viviendo casi al aire libre, con una lona de un anuncio político como único techo.

Con la temporada de lluvias a un mes de terminar, decidí que era tiempo de guardar mis tiliches y meterme en la primera casa que viera y echarme a quien sea que estuviera dentro. Al menos los policías me llevarían a la cárcel, donde no me faltarían techo y comida.

Así que eso mismo hice. Sin nada de silencio ni sutilidad. Rompí el cristal de una casa que quedaba muy cerca del centro histórico con un ladrillo, quité cuidadosamente los restos de cristal del borde de la ventana y me metí, en plena noche.

Me colé en la oscuridad a una bonita sala de piel y me senté en el sillón a esperar. Como 10 segundos después encendieron las luces. Un hombre petrificado me veía desde el último escalón, con el torso desnudo y la panza de fuera. Con un palo de escoba en la mano y una mujer mirando, justo detrás de él.

Entonces el hombre suspiró aliviado y apagó la luz. Murmuraron algo y se subieron como si no hubiera pasado absolutamente nada.

–Espera… ¿Qué? –le preguntó él, totalmente asombrado. Al demonio, la junta. Esta historia era algo que no hubiera podido imaginar si no se lo contaban.

–Sí… Así mismo.

–Eso no tiene sentido…

–Lo sé, yo tampoco lo entendí… –movió la cabeza de arriba a abajo, sin dejar de verlo a los ojos.

–¿Nunca antes los habías visto, o algo?

–No… Te digo que fue una casa cualquiera, pudo ser cualquier casa. ¿Puedo continuar?

–Sí, claro…

–Bueno, como sea… me quedé en su casa desde entonces y nunca se han quejado directamente. Platican conmigo y podría decirse que me tratan como de la familia. Nunca me han pedido que me vaya, aunque a veces escucho cuchicheos que me hacen pensar que los incomodo.

Es entonces cuando me empecé a dar cuenta de algo. Nunca me han corrido de ningún lugar. En la vida.

Decidí poner esta habilidad a prueba. Algo pequeño para empezar. Fui a un banco y me colé en la fila, aunque había tanta gente que el último cliente estaba casi a la salida de la sucursal. Me pasé en frente de todos. Nadie se quejó cuando me puse adelante del cliente que estaba a punto de ser atendido (ni él mismo). Así que decidí seguir calando la situación.

Tenían una puerta de seguridad, de esas con teclados numéricos, que se sellan por dentro. Me salí de la fila y esperé a que una de las empleadas pasara. Me colé justo detrás de ella y nadie dijo nada. Incluso la saludé y me presenté. Ella me devolvió el saludo y también se presentó. La seguí a su lugar y me puse detrás de ella. En cuanto tuvo una transacción, tomé un fajo de billetes de la máquina que los reparte y los guardé en mi bolsa de mano. Entonces sí me reclamó. Le pedí disculpas y puse el dinero de vuelta en la bandeja de la máquina. “Soy nueva”, le dije y todo el mundo siguió como si nada.

–¿En serio? –le preguntó él, rascándose la incrédula cabeza.

–Sí, en serio…

–Deja de inventar cosas, eso no pasó… debieron llamar a seguridad en cuanto alguien que no fuera personal autorizado cruzara la puerta…

–Continué con las pruebas los días siguientes –ella procedió con su historia sin prestarle atención. –Hasta donde yo entiendo, es como si las personas creyeran que tengo que estar ahí.

–Sí, definitivamente estás inventando… Ya, deja de quitarme el tiempo… –volvió a fijar la vista en el documento que había dejado a un lado.

–No, no, no… –le arrebató las hojas hábilmente, forzando el contacto visual, dejándolas de su lado del escritorio. –Te aseguro que todo esto es verdad, pero tiene limitaciones. Las personas deben pensar que yo tengo una razón para estar en ese lugar, y sólo puedo actuar como ellos esperan que actúe. Una vez robé medicamentos de una farmacia, para ver qué pasaba. Sólo salté el mostrador, abrí un paquete de Valium y lo guardé en un frasco vacío que llevaba y me lo guardé en el bolsillo cuando me dio la espalda. El hombre que atendía la farmacia ni siquiera me volteó a ver; sólo de reojo. Las personas que trabajan en una farmacia deben manipular medicamentos, a diferencia de lo que hice en el banco: no se supone que quienes trabajan ahí se guarden el dinero en la bolsa. ¿Ves?

–Lo que veo es que me sigues quitando el tiempo… Bonita historia, quizás deberías escribir cuentos para niños, pero no veo cómo eso me puede ayudar en algo…

–Creo que puedo trabajar para ti. Necesito un trabajo estable y un buen salario. Puedo espiar para ti.

–¿A quiénes?…– le preguntó, sobresaltado por la última frase.

–¡A quien quieras! Estoy segura de que hay miles de grupos en los que quisieras meter las narices. Podría meterme en sus reuniones y quedarme ahí calladita, tomando notas si dicen algo de ti… Literalmente, lo que quieras…

–Ahhh… –suspiró. –Si todos tus cuentos fueran verdad, entonces sí, podrías servirme de mucho… No a muchas personas les parezco muy agradable y lo sabes. Pero… ¿Cómo esperas que le crea a alguien que me acaba de contar la historia más fantasiosa que jamás había escuchado?

Ella se incorporó para inclinarse y verlo muy de cerca, pero desde arriba.

–No lo sé, señor presidente… Usted dirá…

Luis Enrique Sánchez Amaya

Luis Enrique Sánchez Amaya

Desarrollador Web

Es un ingeniero en computación, desarrollador de software y escritor amateur. Apasionado de los cactus y de arrancarle inspiración a la nostalgia, ahora hace sus pininos en Katabasis. Descendamos a la literatura, pues.

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