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Ilustrado por: Caro Poe

Osvaldo Miranda

 

La madrugada del 24 de febrero de 2022 Rusia inició una invasión a gran escala en Ucrania. Escribo esto cincuenta días después. Hasta ahora, algunas estimaciones cifran la cantidad de víctimas (entre heridos y muertos) en decenas de miles de personas. Para cuando este artículo se encuentre publicado, habrán transcurrido algunas semanas más. Habrá más muertos. Miles de vidas dejarán de existir mientras dure el proceso editorial de este texto. Todos los días más personas serán violadas, torturadas o asesinadas; justo como ocurre en este momento en algún sótano oscuro o a la luz del día en alguna calle ucraniana; mientras escribo esto, mientras lo lees.

Evil begins when you begin to treat people as things.

Terry Pratchett

Se ha escrito mucho acerca de la guerra en Ucrania. Como suele ocurrir con cualquier evento de gran magnitud, incontables voces de todos tamaños y posiciones expresan sus pensamientos en un fenómeno que en el ciberespacio se ha dado llamar opinología: todo mundo opina y de la noche a la mañana todo mundo es experto en cierto tema. De esta manera el conflicto abre un nuevo frente: la guerra de la información.

De entre la marea de comentarios, opiniones y diatribas, hubo una corriente que me llamó especialmente la atención. Un poco de contexto previo: algunas de las medidas adoptadas por ciertas figuras —mayormente relacionadas con el mundo artístico y cultural— para demostrar su rechazo a la guerra en Ucrania incluyen demostraciones de «censura cultural»[1] en contra de rusia: cancelación de conciertos, destrucción de monumentos alusivos al pasado soviético, ferias del libro que rechazan trabajar con editores de rusia o suspensión de estrenos cinematográficos.

Contra esas expresiones de protesta —de las que, por otra parte, no encontré suficiente documentación en línea[2]— pronto surgió otra postura: opiniones que disienten de tomar esas medidas y que advierten de los peligros de arremeter contra una cultura tan cimentada y vasta como la rusa. Cómo es posible, exclaman, que se le esté haciendo algo así a la cultura e historia de un pueblo únicamente por las malas decisiones de sus gobernantes.

Si las medidas de «censura cultural» son efectivas o no en el sentido de que ayuden a acortar la duración de la guerra, eso es algo que es materia de otra conversación. En cuanto a la posición anticensura[3]: me parece que no están entendiendo el punto y están equivocando con las prioridades, por no decir que tienen muy torcida la empatía.

«¿Ucranianos? Que mueran, siempre que tengamos tumbas hermosas»

Es sumamente sencillo ser un opinólogo de teclado y decir cualquier cosa sin la necesidad de elaborar partiendo de una postura arrogante y escandalizada. La posición anticensura no ha comprendido que al hablar de la guerra entre rusia y Ucrania estamos hablando de la pérdida de vidas humanas. Es simple: no geopolítica, no economía, no cultura; vidas humanas. Pienso en las personas incomodadas por las medidas de censura y recuerdo una escena de la versión extendida de El retorno del rey, tercera parte de la trilogía El señor de los anillos, cuando Gandalf explica a Pippin cómo fue que el reino de Gondor perdió su grandeza:

Los reyes construyeron tumbas más espléndidas que las casas para los vivos, y atesoraban los antiguos nombres de su ascendencia más que los de sus propios hijos. Señores sin heredero habitaban añejos palacetes obnubilados por su heráldica o en altas torres frías entregados a la astrología. Por eso el pueblo de Gondor conoció la ruina.

Gandalf

Con la posición anticensura ocurre algo similar. En el afán de defender la idea de mantener viva la cultura olvidan que los muertos son reales. ¿Qué es más importante: los espléndidos y fríos mausoleos o las casas para los vivos?

En general dudo que los latinoamericanos anticensura sostengan esa opinión de mala fe. Creo que es más bien un asunto de insensibilidad. A veces los seres humanos necesitan la experiencia de primera mano para despertar la empatía.

He seguido de cerca el desarrollo de esta guerra porque, de hecho, tengo una amiga ucraniana. Cuando estalló la guerra, tras ver los videos de bombardeos y explosiones en Kyiv, no sin temor traté de ponerme en contacto con ella. Afortunadamente me respondió. Esta guerra, aun cuando transcurre a miles de kilómetros de distancia, en un territorio que jamás he pisado y que involucra dos idiomas que no comprendo y cuyo alfabeto no sé escribir, es profundamente personal para mí.

Pienso en los mensajes de audio que recibo donde se escuchan las sirenas aéreas —terrible grito de banshee donde los haya— o en aquella ocasión en que mi amiga tuvo que abandonar su casa en Kyiv y trasladarse hasta Lviv en un viaje terrible, largo y peligroso, dejando atrás amigos, familia e historia. Pienso en las imágenes de la masacre de Bucha, el asedio de Mariupol y la terrible situación en Azovstal, los bombardeos de hospitales llenos de heridos y —atención aquí, quienes defienden la anticensura— las casas de cultura destruidas hasta los cimientos.

Pienso en todo eso ¿y acaso me importa que no le hayan permitido a un editor ruso participar en una feria del libro en quién sabe dónde? Por supuesto que no, me tiene sin cuidado. Más aún: si lo que se necesita para que las personas volteen a ver el sufrimiento de millones de personas en la catástrofe humanitaria que es esta guerra sin sentido es aislar culturalmente a rusia, entonces que así sea.

Los libros se reimprimen, la música se vuelve a tocar, los edificios se reconstruyen. Las vidas humanas, no

También yo he disfrutado enormemente de la herencia cultural rusa: me fascina la música de Shostakovich, mi adolescencia no habría sido lo mismo sin la lectura de Crimen y castigo y gran parte de mi infancia temprana —y, por ende, quien soy ahora— fue grandemente influida por Pedro y el lobo de Prokofiev. Encuentro imposible acabar con una cultura tan influyente y enorme por unas cuantas medidas de aislamiento cultural.

Acabar con las vidas humanas, en cambio, es trivial. A veces olvidamos el hecho evidente de nuestra fragilidad y que basta un pequeño desajuste en nuestro organismo para perecer. Ese pequeño desajuste está llegando a Ucrania en forma de misiles, hambruna (otra vez) y balas rusas: ese mismo pueblo cuya herencia cultural dicen defender los que plañen «¡censura!» cuando se encuentran con una publicación de dudosa veracidad en la Internet. Frente a esa actitud, reacciono:

Expresiones culturales rusas, ¡vayan a tomar por culo!

Slava Ukrayini.

[1] El término no es mío. He visto su uso en varias publicaciones.

[2] Algo que tiene la Internet es que funciona muy bien como medio de cultivo de ideas en torno a hechos no comprobados o comprobables. De esa manera pueden surgir corrientes de opinión y pensamiento muy elaboradas con un centro hueco.

[3] Voy a llamarla así. Si eso es censura o no, también es materia de otro debate.

 

Osvaldo Miranda

Osvaldo Miranda

Redactor

Nacido en la Ciudad de México, en 1994. Escribo por placer. Con rabia, tristeza y dolor. Escribo para tener algo que hacer mientras llega la muerte. Escribo cuando estoy solo y cuando estoy acompañado pienso en qué escribiré después. Escribo historias para contarlas a los demonios que comparten piso conmigo: les gusta leer sobre ellos. Escribir es la cera en los oídos que me aleja de las sirenas de la locura. Estoy convencido de que escribir es una necesidad fisiológica.
Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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