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Ilustración: Lizeth Proaño

María Alejandra Luna

Creo que estoy diciendo algo cliché, ¿no? Es una miniserie que ya cumple más de veinte años, es difícil escaparle al cliché desde una recomendación. Pero creo que tampoco podría recomendarla de otra manera. «Okupas» es el título de la serie. Es una miniserie argentina del año 2000. El caretaje es un concepto bien argentino y se refiere a cómo pueden ser las relaciones interpersonales o incluso las actitudes ante el otro, teniendo como base la mentira, el postureo, la falsa empatía. También se vincula con la intromisión de alguien que no «curte ese palo» en el mundo de las drogas y de ganarse el mango en una sociedad que les niega oportunidades a les habitantes de ciertos barrios.

Teorizar sobre la otredad en una reseña de «Okupas» sería muy careta de mi parte. Yo puedo hablar del entramado social sentada en el comedor de mi departamento. Las circunstancias no me obligaron a defenderme del frío o de un hambre que no iba a saber cuándo cesaría. Crecí en un barrio, claro, y no gocé de lujos, pero siempre me resguardaron casi todos mis derechos. Arquetipos como yo en producciones audiovisuales hay miles. La gracia de esta miniserie es que no solamente retrata la «marginalidad», sino que, como espectadore, te exige que la mires a la cara. ¿Por qué? Porque las locaciones son reales. Las cámaras salieron a callejear por los barrios. Algunos personajes también son reales. Sus intérpretes actuaban, sí, pero actuaban una vida que los esperaba cuando se terminaba el horario de rodaje. Entonces, los conflictos son reales.

Los noventa en Argentina fueron devastadores. Por supuesto, ya había clases sociales diferenciadas. Pero se profundizaron mucho más las distancias entre la miseria, el pasar con tranquilidad y el buen pasar. Es decir, a principios del nuevo milenio se notaban los hilos. Al menos, en el Área Metropolitana de Buenos Aires. Y los hilos eran tremendos: una suerte de determinismo produciendo un relato nefasto y fuertemente acompañado por políticas que no dejaban muchas opciones a los sectores periféricos. «Okupas» elige como protagonista a un pibe de clase media que vive con la abuela porque dejó la facultad y la madre lo echó de su casa. Esos problemas prácticamente de «primer mundo» contrastan monstruosamente con las escenas precedentes que inauguran la historia: el desalojo de un montón de familias que, desamparadas, habían ocupado un caserón para sobrevivir.

Y la narración da un paso más. Ricardo, el protagonista, es llamado por su prima Clara para ocupar ese caserón y que nadie se meta. Mejor dicho, que «esos negros» no se metan. La premisa está muy bien planteada. La realidad de Ricardo convoca a las familias de «clase media» y las va sumergiendo en lo que pasa cuadras más adentro, entre sus vecines, entre sus familiares lejanes. Es un gancho hermoso que les pide que urgentemente miren lo que no quieren mirar. Es un gancho hermoso porque representa esas vivencias de cuadras más adentro, las muestra, declara que existen. No tener pan ni trabajo ni posibilidades deja de ser algo que les sucede a les otres porque ahora vemos que les pasa a los amigos de Ricardo, porque ahora vemos que le llega a pasar a Ricardo.

Yo no sé nada de cinematografía, pero las decisiones técnicas son notables. La serie arranca con una especie de «Último momento» en cualquier noticiero. Está la policía a punto de desalojar a las familias que viven en el caserón. Quien dirige el operativo les da tres minutos para irse voluntariamente. Esos tres minutos pasan y con violencia los oficiales echan a padres, madres, abuelos, abuelas y niñes. Destrozan sus pertenencias. Esas noticias eran comunes, pero parecían ajenas. Ajenas hasta que «uno como nosotres», un pibe bien, un «chabón re sano» cruza el umbral, lo abrigan unas paredes llenas de vestigios, pisa un suelo tapado de objetos y mugre de la gente a la cual le interrumpieron la vida. Sabemos, de inmediato que Clara, la dueña del lugar, no necesita una vivienda extra. Es una propiedad que le sobra y que a todas esas personas les está faltando.

A Ricardo tampoco le falta, pero él decide que sí. Prueba un contexto hostil que había sido ajeno a él mientras estuvo en casa de sus padres. Cuando rompe con ellos, rompe consigo mismo, con todas esas expectativas a las cuales les estaba dando cuerpo. En los primeros capítulos se nota mucho el choque. Ricardo no comprende el sociolecto que usan el Pollo, Walter y el Chiqui; queda en total desventaja cuando habla con el Negro Pablo y sus secuaces. Como le señala Sofía, está teniendo unas vacaciones raras en una casa tomada, en un país lejano que en verdad es la Argentina que había estado oculta, disfrazada, que había pasado desapercibida para un pibe bien. Nos enteramos por el Pollo que el nexo entre esas dos facetas de la realidad argentina del momento había sido la escuela primaria. Podemos inferir que era una escuela de gestión pública o una de gestión privada con cuota baja o con posibilidad de becar a quienes no puedan pagar mensualmente.

Clara y el Pollo

«El amor sobre toda diferencia social» dice un tema de Rodrigo el Potro. Y nos revela el otro gran nexo entre dos clases sociales que viven y cuentan el cuento de forma tan diversa: la atracción sexual. Cuando Clara y el Pollo se miran son solamente sus carnes deseantes, sus bocas jadeantes, sus ojos sugerentes. Todas las carencias y las abundancias quedan fuera de los dedos con que el varón satisface a la mujer, de la oficina donde lo invita a consumar el acto, del telo donde repiten el fogoso encuentro ya en la comodidad de una cama. En estas afortunadas ocasiones, el deseo carnal desconoce esa frontera social que en otros aspectos es impermeable. Estos dos personajes no narran una historia de amor, narran una historia alosexual donde el sexo es parecido a la muerte porque nos iguala. Duele un poco acompañar después al Pollo y ver con él cómo Clara besa a su novio, un tipo con una billetera similar a la de ella. ¿Es terrible? Sí, por supuesto. Pero es realista. Excedería al tono de «Okupas» que nos regalara una secuencia donde ella abandona su vida acomodada para revolcarse con él, sin rumbo, sin seguridades.

Conclusión

«Okupas» no romantiza, como bien señala Coffe_TV (YouTube). Pone sobre la mesa. Trae la conversación incómoda a la reunión de Navidad. El último capítulo, el capítulo once, nos lo espeta sinceramente. Perdón por el spoiler, pero hay personajes que no sobreviven porque se la buscaron. No hay héroes y villanos. Los pibes del Docke tienen sus códigos. Los pibes de la casona también tienen sus códigos. Se mueven por fuera de las normas, de las representaciones. Y sus acciones tienen consecuencias tremendas. No se idolizan las opciones que eligen. Posponer el viaje, ese viaje que simboliza empezar desde cero, por una venganza -desde luego necesaria- acarrea el asesinato del Chiqui y la insinuada separación de los caminos. No voy a mentir: la miniserie nos deja una sensación amarga en los ojos que terminan de mirarla. ¿Por qué? Precisamente porque no nos miente, no nos relata la fuerza salvífica de la justicia social. Hace un recorte en una época donde la justicia social se había vuelto un mito de campaña y, por ende, nos da fragmentos del margen hasta entonces invisible.

María Alejandra Luna

María Alejandra Luna

Subdirectora General / Directora de Redes Sociales

Buenos Aires le dio el soplido de vida a mi existencia. De origen hebreo, mi primer nombre. La Antigua Grecia me dio el segundo. La Luna alumbró mi apellido. Escritora de afición, lectora de profesión, promotora de poesía y de los márgenes de la cultura. Dicen que soy quisquillosa con las palabras, que genero discursos precisos y que sobreanalizo los discursos ajenos. Y todo esto se corresponde conmigo. Pueden ser tan expresivos los textos que escribo como los gestos que emito al hablar. Y esos rasgos trato de plasmarlos en los ámbitos donde me desarrollo, como las Redes Sociales.

Lizeth Proaño

Lizeth Proaño

Ilustradora

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