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Imagen: Caro Poe

Gabi Alfred

Su diminuta transparencia engaña, su apacible sonrisa hace pensar que el destino del Axólotl oscila en un mar que esconde al mundo, al mundo de los hombres que es el único consciente de sus desgracias.

Esa clara mirada que refleja contradicciones que nadie se atreve a nombrar; la misma que sometió y encarceló alguna vez al gran cronopio; la misma que nada sabe pero oculta todos los misterios del mundo. ¿Son inocentes esos ojos o somos nosotros quienes ya no podemos creer en la inocencia?

Mientras más lo pienso, más creo que la esencia del Axólotl es una inocencia que no podemos comprender, en tanto no es una inocencia que nace de la virtud de la sana ignorancia; es una inocencia que nace, a la manera de los inmortales, de dos factores: el tiempo, cuando se lo tiene en cantidades infinitas y la terrible regeneración.

Si la vida es, en verdad, un proceso dialéctico, tendremos que ver el devenir del Axólotl, a grandes rasgos, en tres etapas que narraremos a continuación.

El que teme

Cuenta el mito, que Xólotl era un Dios cobarde porque no quiso morir con los otros dioses para dar vida al Sol y la Luna. Xólotl se niega a morir, reivindicando nuevamente su esencia de Dios. Los dioses no pueden ni deben morir, los dioses desafían a la muerte, su inmortalidad es lo que los constituye dioses, es su virtud y su maldición.

Xólotl teme, sí, teme el aceptar un destino que no le corresponde, teme la muerte vacía de un dios que en realidad no muere, sino que resucita, eternamente resucita, malditamente resucita. Xólotl no quiere ser un resucitado, la muerte no es su miedo, él teme un final sin fin. Xólotl no teme admitir que teme, por eso escapa, por eso transmuta, por eso se esconde.

Se podría decir que el último refugio de Xólotl, el pequeño anfibio que lo cobijó antes de la verdadera tragedia, fue accidental. Pero para un Dios nada es simplemente fortuito, y no hablo de Xólotl, sino de Ehécatl, el dios del viento que persiguió a Xólotl en sus tres transmutaciones; como una planta de maíz; como una penca y, finalmente como un anfibio, consumando su venganza al aprisionar por siempre a Xólotl en el cuerpo del que ahora conocemos como ajolote.

¡Cuánto no sería el desasosiego que sintió Xólotl al verse envuelto en la trampa de la que trató de escapar con tanto ímpetu! Su inocencia, su ignorancia, nacida de la más pura desesperación, lo habían llevado a la condena de un destino absurdo. Ojalá hubiese quedado como una simple planta de maíz que se pudre en el suelo roída por los cuervos y los pájaros; ojalá hubiese quedado como una penca de maguey y servir de lienzo para que los enamorados lo acuchillasen con frases trilladas y románticas. Cualquier cosa antes que esto, pensaba Xólotl en el primer momento de su nueva vida. Sí, el ajolote era un ser triste, más supo abrir su carne para recibir al Dios Xólotl y enseñarle los secretos de la regeneración.

El que regenera

Al principio todo fue vacío y confuso. Dolor tras dolor, carne mutilada, quemada y masticada, condenado a servir las mesas de todos los príncipes aztecas, su castigo estaba en ser todos los Axólotl, y uno por uno también. A menudo, quien ahora era el dios Axólotl, pensaba en que, para ser una criatura tan inmaterial, el ajolote presentaba serios signos de sensibilidad. Largos y duros años tuvieron que pasar para que Xólotl descubriera, ciego como estaba por su repentina desgracia, que los ajolotes poseían cualidades especiales, casi mágicas, pensaba el dios.

Acostumbrado a reencarnar en un nuevo ajolote cada vez que era devorado, el dios Xólotl no se dio cuenta hasta mucho después que el humilde espécimen que habitaba iba creando mecanismos de supervivencia cada vez más sofisticados y que, en un esfuerzo mental increíble en un anfibio de esas características, creaba huesos, nervios y músculos que reemplazaban sus extremidades dañadas o amputadas. Con el tiempo, Xólotl descubrió que la presencia del dios que las habitaba, él mismo, había otorgado a las pequeñas criaturas posibilidades sobrenaturales y, con la felicidad de quien se siente parte de un gran descubrimiento y de un gran proceso evolutivo, empezó a colaborar activamente con lo que llamó “la regeneración divina que vencerá la reencarnación absurda”.

De esta manera, pudieron los Ajolotes lograr algo que ningún otro ser vivo había logrado: reparar su médula espinal y sus tejidos. Las pequeñas criaturas unieron sus bases adenéicas a las del dios, superando al ser humano diez veces su número, fundiéndose y aceptando finalmente su destino de criaturas-dios o dios-criatura.

Xólotl no superó la muerte en su individualidad, sino en tanto aprendió a regenerarse con los Axólotl, volviendo en cada mirada asombrada de un humano que se posa en el pequeño anfibio de mirada profunda, de sonrisa misteriosa, en cada poeta que creyó ver asomar la sombra de un dios en los ojos del humilde Axólotl, en cada científico que cree que los secretos del Axólotl pueden entenderse y por lo tanto replicarse, sin saber que el Axólotl no develará su secreto ni aunque lo partan en mil pedazos, porque en ese pequeña criatura, Xólotl por fin encontró su esencia divina, el motor que regeneró el espíritu del ajolote por cientos y miles de años hasta el día de hoy.

El inmortal

¿Qué queda después de la eterna regeneración? ¿Qué se consigue al morir una y otra vez en la particularidad, sólo para lograr la verdadera inmortalidad en la generalidad? ¿Saben los dioses qué es realmente la inmortalidad, o sólo la viven? Las preguntas que al principio se hacía Xólotl fueron desapareciendo de su consciencia conforme más y más se perfeccionaba su esencia axólotlica. Las dudas que le carcomían la mente de dios imperfecto, fueron borradas poco a poco por el largo tiempo que imponen los mares y el oleaje. La desesperación dio paso a la duda, la duda a la racionalización, la racionalización a la aceptación de lo imposible, el aceptar lo imposible a la serenidad, la serenidad a la contemplación, y la contemplación al paso del tiempo, donde millones de años se miden en segundos, y los segundos en millones de años. Donde el olvido da paso a la comprensión, y donde la comprensión realmente ya no importa. Donde podemos volver a nuestra naturaleza primigenia, a nuestra inocencia primaria, pero ya no de la misma manera, ya no los mismos. Nunca los mismos. Axólotl ahora sabe que no sabe. Sabe que sabía pero que ha olvidado. Sabe que ha olvidado porque así lo quiso. Sabe que el olvido fue su única purificación.

Ahora cuando Axólotl nos mira, desde los pequeños acuarios donde creemos que podemos encarcelar para estudiarlo, para observarlo, para romantizarlo, quiere mostrarnos eso, pretende que veamos el voluntario olvido en sus ojos, porque finalmente es un dios, y le importamos nosotros, los humanos. Quisiera ahorrarnos el miedo, aunque bien sabe que es imposible… por ahora, porque para quien es inmortal lo imposible solo puede ser temporal. Algún día, en la inmensa eternidad, quizás Axólotl logre hacernos comprender, logre transmitirnos esa pura inocencia de gran sapiente, pero eso solo será cuando aprendamos a leer su mirada, y para eso primero debemos aprender a leer la mirada de los otros mortales. Axólotl, entonces, espera por nosotros, siempre muriendo, siempre inmortal.

Autora

Gabriela Alfred

Gabriela Alfred

Directora de Redacción

Soy de Bolivia, nací rodeada de montañas y agua dulce. Me licencié en Filosofía y Letras por purito placer y hasta el día de hoy sigo buscando profesionalizarme en saberes inútiles. Escribo porque me hace feliz, leo porque no puedo vivir siempre en mi propia mente. Me gusta tejer, las historias ñoñas de amor, la fiesta y las conversaciones en la madrugada.

Ilustradora

Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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