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Ilustración: Arturo Cervantes

Luis Vinier

—Tu cabeza rozará el techo, decía papá— entrarás y lo primero que harás será encorvarte, es inevitable, pero no tengas miedo —Eso decía— Estás cerca de los quince, a tu edad, tu abuelo me encargó lo mismo, limpiar la cisterna, es un trabajo importante, hijo.

Lo dijo el verano entero. Había hecho un calor espantoso, por lo que solíamos salir al patio y comer helado, mamá no nos acompañaba porque la temperatura le despertaba el dolor de cabeza, parece ser poca cosa, pero no lo es,

Continuaba — ¿Has pensado en los bichos que viven allí abajo? Hay que deshacerse de ellos —No despegaba la mirada del frente, como si esperara algo de más allá del zaguán. Estiraba las piernas velludas, y yo hacía lo mismo, y qué diferentes me parecían entonces, piernas de niño, pensaba secretamente, infantiles, torpes.

—Esta es la mejor época para lavar la cisterna, se está bien allí abajo con este calor —Lo haría yo mismo, pero ya tienes casi quince años — lo decía lento, pausado, como si no quisiera olvidarse de nada. Algunas veces me mandaba a la cocina por una cerveza y yo me ponía en pie, nervioso.

No quería lavar la cisterna, no, señor, pero no se lo dije, hay muchas cosas que nunca le dije al viejo, así que entraba a la casa, descalzo, porque el suelo estaba fresco y se sentía bien. Todavía hoy, no me gusta la cerveza, era una cosa de papá; era lo suyo, salir al patio, desabrocharse la camisa y beberse una cerveza mientras miraba el zaguán, las piernas estiradas, en silencio, como si estuviera solo. A excepción de ese año, creo que nunca habíamos hablado tanto. Parecía no cansarse. Hablaba y hablaba de la cisterna, después de todo, sé que intentaba hacer de mí un buen hombre —Asegúrate de llevar la escoba, el cloro y una cubeta— decía. —ni se te ocurra enderezarte porque te darás uno bueno. Primero barres toda el agua que se haya quedado encharcada, y no te vayas a espantar con los gusanos ni con las babosas. ¡Ah, y no se te vaya a olvidar la sal! Les echas tantita y solitas se queman. Entonces cepillas las paredes.

Era un hombre alto, papá, mucho más que yo, solía levantar la cabeza para mirarle el semblante serio y saludarlo. Le gustaba que lo saludara cada que llegaba a la casa, era el mejor padre, se le notaba orgulloso, volvía su mirada y clavaba en mí los ojos y sonreía, sonreía con esa mueca que le desfiguraba el rostro —Luego echas el cloro— decía, bebiendo la cerveza —debes echarle el litro entero para que quede bien limpio, apesta, pero durará sólo un segundo, así me enseñó tu abuelo, yo estaré afuera, esperándote. Sólo debes estirar la mano y allí estaré, hijo.

Nos distanciamos con los años, papá y yo, solía llamar, pero él respondía siempre con gruñidos, después dejé de hacerlo y volví a casa cuando mamá murió. Él murió también unos meses después.

—Así es la vida,— me dijo. Fue un día antes de limpiar la cisterna, había hecho tanto sol que la casa entera se calentó y nos quedamos hasta bien entrada la noche fuera, mirando las estrellas. Eran muy pocas, creo. Él no fumaba enfrente de mí, pero ese día sacó un cigarrillo, lo encendió y le dio una calada profunda, eterna —uno cree que no vale la pena vivir,— susurró después de un rato, —pero lo vale, hijo. Lo vale, te miro y me reconozco en ti, estaba igual de flaco que tú, —dijo, y se golpeó la barriga con una risa seca. Reí también. La verdad es que tenía las manos empapadas en sudor y sentía que rompería a llorar en cualquier momento, yo creo que por el humo del tabaco. No quería irme a dormir, no quería que la noche acabara nunca. Papá fumó un cigarro tras otro mientras decía, una y otra vez:—ya eres un hombre —Lo decía como si él también estuviera a punto de llorar. —Es una responsabilidad muy grande, lavar la cisterna, pero confío en ti, eres mi hijo, un día ya no estaré aquí y tiene que haber alguien que cuide a tu mamá, ¿sabes? confío en ti porque eres de mi sangre.

En momentos, se quedaba un largo rato callado, mirando el zaguán. Los perros ladraban en la calle, pero él parecía no oírlos, era una estatua, inamovible, gigantesco. —Papá,— le dije—¿Sí, hijo? —debí decírselo, debí hacerlo porque de todas formas lo supo, pero sentí que nunca habíamos hablado tanto y no quería decepcionarlo, así que le pregunté qué se sentía fumar. Él me guiñó un ojo y dijo, susurrando,— un día lo sabrás— luego nos fuimos a dormir.

Vivo en un departamento, en el centro, tomo el subterráneo para llegar al trabajo y ceno lo que encuentro en el refrigerador. En el edificio, hay un hombre que limpia la cisterna, extrañamente, se parece a papá, cuando lo veo, agacho la cabeza y finjo que llevo prisa.

Era un hombre madrugador, papá, lo aprendió del abuelo. Algunas mañanas, abro los ojos antes de que suene la alarma, entonces me levanto y me miro en el espejo del baño, es él, quiero decir, soy yo, pero ahora uso anteojos como él, me creció un poco la papada, cada mes me digo que haré una dieta y saldré a correr, aunque lo olvido después.

Debían haber sido las cinco de la mañana, papá abrió la puerta de mi cuarto y me dijo que me alistara, así que corrí al baño y ahogué las ganas de volver el estómago al lavarme los dientes. Mamá estaba enferma, lo recuerdo, por lo que no salió con nosotros, papá llevaba camiseta y shorts ¡Qué calor hizo esa mañana! aunque yo no podía dejar de temblar, al fin, ahí estaba, el agujero, el orgullo de papá, mirándome ciego, oscuro, como si estuviera ansioso por tragarme —Voy por la extensión— dijo papá,— para que conectes el foco. Apenas asentí, no podía dejar de verlo, cuadrado, húmedo, el ojo. Apestaba a algo sucio, podrido. —Es cosa de entrar nada más, —me dije, intentando convencerme —entrar y mover las manos y pensar que estoy barriendo la azotea, imaginar sobre mí el cielo, tienes quince años, —susurré —sé un adulto. ¿Qué te puede pasar? Es una cisterna.

Papá volvió con la extensión y el foco. —La conectaré, —dijo y yo me acerqué al borde y traté de distinguir las formas adentro. —¿Emocionado?— preguntó. No respondí, y creo que fue ahí cuando lo supo, debió haberlo imaginado por cómo se me doblaban los hombros, por los puños tiesos y el rostro muerto, debió saberlo pero no lo mencionó —No tardarán en abrir el agua,— dijo,— tranquilo. Será mejor que nos demos prisa.

Me senté en la orilla y sentí náuseas. Tenía las piernas heladas. Colgaban, como ramas secas, dentro de la cisterna. —Échate un brinco,— dijo papá. —apoya las manos y déjate caer, déjate caer,— eso dijo.

Escuché los tenis contra el charco, abrí los ojos y vi un tubo viejo, oxidado, frente a mí, era lo único, desde arriba me llegaba una luz, pero no me animaba a mover la cabeza, algo respiró tras de mí, lo sé. algo respiró profundo, como si recién despertara, quise gritar.— Ahí va el foco, —dijo papá— y la luz bajó hasta quemarme la frente, —toma la escoba, también —estiré una mano, sin moverme apenas, —barre, hijo, —di un paso atrás y sentí el agua, fría, escurriéndose hacia la otra esquina. Algo la jaloneaba. Me sentí perdido en el mar. La cisterna apestaba a sal, a viejo, era como si un anciano me hablara al oído, intenté barrer, pero mis pies me estorbaban —barre en todas partes, —dijo papá, desde arriba, y supe que estaba enojado.

En las paredes húmedas se escurrían babosas y caracoles. Diez, quizá veinte, minúsculos en sus conchas, me miraban, apreté con fuerza la escoba y fui moviéndome, en círculos, el agua seguía tras de mí, escurriéndose, escondiéndose, cepillé con fuerza la pared y sentí la baba embarrarse por todos lados. No podía respirar, atrás de mí, siempre atrás de mí —Me olvidé de la sal, —dijo papá —voy por ella.

—No, —susurré, tieso. —no hay gusanos. –

—¿Seguro?— preguntó.

—No hay, —volví a decir.

—Apúrate, —dijo entonces, seco.

Eran sombras o moho, no lo sé, no quise averiguarlo, porque sabía que si las miraba fijamente, se moverían, así que les di duro con la escoba, manchas de antaño, de olvido, pero no se iban.

—¿Ya terminaste?— preguntó él, desde arriba, encorvado, no podía verlo. —no has barrido nada— dijo. El agua se había pintado de negro y el aire se había enviciado, abrí la boca y sentí una baba en mi garganta, tosí y escupí y él gritó, gritó como si no me conociera, gritó:—¿Qué estás haciendo?

—No puedo –dije, o eso creí.

— ¿Quieres la cubeta?— preguntó, escuché cómo se estrellaba contra el suelo.

Pienso que dejé de ser su hijo ese día. Me pudo haber ido peor, pero lo extraño. A veces lo extraño, a papá.

Él prendió la bomba y el tubo gorgoteó y sonó como si alguien se estuviera ahogando, no pude más, solté la escoba y grité, grité pero parecía que era otra persona: el eco se escurría por la pared, se hundía en los charcos. —¡Papá! –grité, la respiración pareció detenerse, pero yo sudaba frío, estaba en el centro de la cisterna, empapado, miré el foco y junto a él un rostro que se asomaba desde el ojo cuadrado. No era papá, era él, pero no era, hizo un ademán de ponerse en pie y me sentí aliviado, allí estaría su mano, esperando por mí. Subiría y le diría que lo sentía, que no había querido decepcionarlo. Subiría y nos sentaríamos en el patio, él sacaría otro cigarro de la caja y diría que no había pasado nada, el siguiente año volvería a intentarlo. —Cuando te sientas listo— diría él, pero la mano arrojó la botella de cloro a la cisterna y volvió a desaparecer, el foco se apagó, y el ojo se cerró, despacio, como si muriera de cansancio.

Autor

Luis Vinier

Luis Vinier

Ilustrador

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustrador

Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.

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