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Ilustración: Arturo Cervantes

Fernando Vérkell

Llamaremos Jakob al héroe de nuestra historia, es un hombre taciturno, de ojos cansados y respiración brumosa, que vive sobre la calle Altamirano, frente a los cines de Reforma. Como buen hombre de ciudad, Jakob no tiene amigos, hace dos meses terminó una relación malsana y tambaleante con una estudiante de medicina forense, y aún teme un relapso, trata de conjurar la soledad manteniéndose sobrio y en casa.

Su trabajo es sencillo y aburrido, pero lo ayuda a pagar el alquiler, algunas facturas atrasadas y los cigarrillos.

Jakob no se considera un hombre feliz, pero tampoco es desdichado. No podría darse el lujo de consagrarse profesionalmente a la taxidermia, su pasión de infancia, pero reconoce que la ciudad es parca en oportunidades y pródiga en asaltos e injusticias, es afortunado de tener un empleo. Algunas personas viven debajo del puente de la Recolección y tienen suerte si comen una vez al día. Jakob, por su parte, duerme en una cama estrecha, pero cómoda, y aunque frecuentemente se enzarza en cíclicas batallas contra mosquitos y ratones, descansa bajo techo.

El edificio no permite mascotas con sentimientos: nada de perros o gatos. Tampoco es posible vivir con animales exóticos ni aves cantoras, Jakob leyó las cláusulas del contrato de alquiler, y no encontró ninguna prohibición sobre peces. Ahora vive con dos carpas, amables y pacientes, que no protestan si él olvida alimentarlas.

Hace unos días, muy temprano, Jakob salió de casa, como de costumbre, después de tomar un baño exprés, beber café instantáneo y fumarse un cigarrillo y se dirigió a la estación de tren, caminó varias cuadras entre vistosas señales de tránsito, jóvenes árboles enjaulados y publicidad colorida. Se ha mostrado incapaz de recordar detalles citadinos, pero antes de dormir, para conciliar el sueño—porque de lo contrario tendría que medicarse y no puede costearlo—Jakob rehace mentalmente su recorrido matutino y se duerme sin mucha demora.

Jakob cierra los ojos y recuerda que cruzó la última calle antes de llegar a la estación del tren y consultó el reloj. El deporte de los fumadores es la espera, sacó el paquete de cigarrillos y fumó. A Jakob siempre le ha molestado que los transeúntes se cubran la nariz al pasar frente a él—lo interpreta como un insulto—y quisiera hallar un lugar idóneo para destruir sus pulmones, pero la ciudad no resguarda a sus fumadores ilustres.

Libre de humos y prejuicios, Jakob entró en la estación, una larga fila de gente miscelánea y sin rostro se codeaba, vociferante y rapaz, para comprar un boleto, Jakob mostró su pase y un guardia que intentó una sonrisa abrió la reja. Jakob caminó hacia la fila de espera. El piso de la estación es opaco y las luces estridentes parece un matadero, a veces lo es. Jakob recordó al arquitecto que se arrojó a las vías del tren, hace unos meses, mientras él regresaba a casa. El suicidio del viajante ocasionó un retraso infernal en los itinerarios, y mucha gente lamentó que los desesperados fueran indolentes a los planes ajenos. Hay que matarse sin joder a los demás, dijeron.

Se abrió la puerta del tren. Los encargados del orden, por disposición municipal, no permiten vagones sobrecargados. Jakob se abrió paso y se atrincheró en la esquina del vagón. Justo al fondo había un sillón desocupado.

Jakob es un hombre de campo. Creció en una comarca encapsulada en la época de las cruzadas. Su padre, un hombre soez y sempiterno capataz, le prohibía verlo a los ojos y lo golpeaba sin razón. Antes de morir le confesó que nunca lo había amado, Jakob no se sorprendió; se apuró a crecer, aprendió un oficio, se mudó a la ciudad y trató de olvidar su infancia.

El aprendizaje y la memoria no son sinónimos, sin embargo, nunca pudo deshacerse de esa estúpida y sumisa costumbre de bajar la mirada, sus jefes solían pedirle que mejorara esa parte de su carácter, porque, según ellos, demostraba un claro caso de sentimiento de inferioridad y era dañino para el negocio. Azorado, él solía asentir, prometía mejorar, y volvía a su estación. Minutos después, volvía a bajar la mirada cuando la secretaria le pedía un informe o las estadísticas de la semana anterior.

A veces recordaba los latigazos de su padre y no podía dormir.

Esa debilidad visual le causó problemas con mujeres, empleos, asaltos, embustes y donaciones. La gente a menudo interpretaba esa debilidad como mentira o engaño. Una declaración de amor, por muy emotiva que pueda volverse, carece de efectividad si el amante ve el suelo. Él odiaba su incapacidad de contemplar miradas, ni siquiera podía verse al espejo mientras se cepillaba y nunca se tomaba fotos, pero algunas costumbres en ocasiones son útiles, Jakob lo aprendió con rapidez.

Se levanta para visitar el retrete y, de nuevo, como si de un actor desempleado se tratase, y como si pudiera leer este relato, Jakob evita verse al espejo, regresa a la cama, afuera, la ciudad se enrosca y guarda las garras, mañana será otro día.

Y otra vez, cree sentir de nuevo la sorpresa y el amor que sintió al reconocer sus pies, sus dedos finos de mujer hermosa, y su perfil, después, casi de inmediato, oyó su risa, otra voz, desconocida, pero de hombre privilegiado, de hombre enamorado quizá, nuevos amores, tal vez, hizo armonía con la risa que Jakob había escuchado tantas veces, escondida entre sábanas blancas, limpias, de habitación de mujer. Jakob descubrió asombrado que su corazón latía sin piedad, como una bandada de caballos salvajes.

Nuestro héroe levantó la cabeza—no podía hundirse ahí mismo—pero no la mirada. Ella mencionaba algo que él no quiso entender. Escuchó que el hombre dijo sí, ah, y qué estupendo.

Calculó, por el timbre de las voces, que se conocían desde hace mucho. Las líneas del suelo del vagón eran irregulares, no habría podido recordar el eslogan de la publicidad que tenía enfrente, aunque le hubieran apuntado con un arma, trató de ocupar su mente, pero ella lo ocupaba todo. Afortunadamente ya tendría un punto de partida para el inicio del olvido. Esperaba que su orgullo se impusiera, había logrado pasar varios días sin llamarla, ella no habría respondido. Ya no lo hacía.

Ellos seguían vivos, moviéndose como pescados atrapados en la red.

Ella echó un vistazo rápido y lo vio. Es imposible saber qué pensó. El hombre, feliz y afortunado, seguía hablando, gesticulaba, movía las manos, pero su voz era ruido de canciones marchitas.

Jakob recordó que sudaba a pesar del frío matinal y de una leve llovizna que transpiraba a lo largo y ancho de la carretera. Seguía aferrado al suelo del vagón, era muy tarde para fingir sueño o abrir el periódico, ahora era cuestión de aguantar.

Después se hizo el silencio. Los vagones tropezaban con las vías del tren, la lluvia se acrecentó y la ciudad preparó su paraguas.

Ella quiso, por un instante, cruzar miradas con él, por un segundo nada más, para leerlo, pero sabía lo suficiente y no insistió. Estaba acostumbrada a lidiar con cuerpos autómatas de miradas perdidas. Jakob, antes de perderse en otra pesadilla, recordó que era uno de ellos.

Fernando Vérkell

Fernando Vérkell

Nació en Ciudad de Guatemala, en 1989. Profesor. Dirige la revista digital El camaleón y escribe para el medio centroamericano Casi literal. Ha publicado relatos, reseñas literarias en revistas y antologías hispanoamericanas, y los libros de relatos Nebulosa (Mandrágora, 2014), El sendero del árbol enjaulado (Tujaal Ediciones, 2019) y la novela Káplan (Loqueleo, 2020).

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