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Ilustración: Arturo Cervantes

Catalina Fernández

5

Victoria se encontraba, entonces, en esa sala de espera rodeada de personas con vendajes, marcas, defectos de nacimiento, operadas o que simplemente deseaban modificar algunas partes de su cuerpo, esperando a ser llamada por el doctor Sallow.

–Victoria Schell –llamó el médico sacándola de su estado de sopor–. Ya puede pasar –y ella lo siguió.

El doctor debía de tener unos cincuenta años. Su pelo estaba notablemente teñido y su piel estaba tan bronceada que se veía naranja. Sus dientes eran muy blancos, por lo que resaltaban. Sus ojos eran de un hermoso color celeste (pocas veces visto) y sus labios eran voluptuosos.

–Muy bien señorita, ¿qué la trae por aquí?

–¡Ah, cierto! Bueno, doctor, estoy aquí por un “arreglo” o como quiera decirle.

–Veo que ya ha tenido varias cirugías. ¿Se refiere a arreglar una mal hecha?

–No exactamente –estaba muy nerviosa y no sabía expresarse correctamente–. Más bien hacer un tipo de arreglo más… profundo, por así decirlo.

–Creo que no la estoy entendiendo.

–Vi su anuncio anoche. Sé que no es literal eso de “cambiar de cuerpo”, aunque si usted es capaz de hacerme eso mediante una cirugía (realmente no me importan las horas), le pagaría con todo lo que…

–Señora –le interrumpió–, sólo dígame dónde quiere opere y lo haré –el doctor parecía dispuesto a todo, no iba a poner peros en ayudarla.

Victoria se tomó un momento antes de responder. Esto era una cosa seria. Junto a ella había un espejo en el cual se observó: odiaba parecerse a un muñeco con piel flácida, esa no era su yo de verdad. Pero tampoco quería volver a como estaba hace veinte años atrás. Así que tomó una decisión y se la comunicó al médico:

–Doctor –se giró hacia él, que la escuchaba atentamente –. Cambie todo.

Le tendió un papel donde había el contorno de una figura humana.

–Solo anote todo lo que usted siempre (o ahora, llegado al caso) desearía tener, déjeselo a mi secretaria y venga esta noche. Cuanto más rápido mejor. ¿Verdad?

6

Para Victoria era raro ir a un centro de estética tan tarde y encontrarse con que ella era la única presente. Le preguntó la razón al doctor Sallow, a lo cual él respondió:

–Nos parece mejor hacer las cirugías de noche porque no tenemos pacientes atrás haciendo fila. Además, podemos operar a nuestro único paciente con mucha calma, o sea, usted –ella se encontraba en la camilla a punto de ser operada, rodeada de un grupo de doctores en el cual destacaba como figura principal el cirujano–. Antes de entrar debe saber que le proporcionaremos la anestesia, como es usual, y que el tiempo de la operación es indeterminado, pero será bastante largo. ¿Tiene algún problema con ello?

–Ninguno. Solo haga lo que usted considere mejor.

El quirófano se encontraba incólume. Los bisturíes y los demás artefactos estaban preparados. Colocaron la camilla en el centro de la sala. Victoria se percató de que a su lado había una cortina azul y que detrás de ella había personas trabajando, mientras a su alrededor caía sangre.

–Doctor, usted dijo que nos encontrábamos solos. Supuestamente yo era la única paciente –de repente sintió un fuerte pinchazo que vino acompañado de un intenso dolor.

–Usted no debe preocuparse por eso, señora –la imagen del doctor se iba apagando cada vez más–. Déjemelo todo a mí.

Y se apagaron las luces.

7

Victoria abrió los ojos y vio que se encontraba en el patio del colegio. Se encontraba corriendo lo más rápido que podía. Sus piernas rechonchas no le permitían ir a la velocidad que ella quería. Miró hacia atrás: un grupo de chicas la perseguían arrojándole galletitas mientras entonaban todas juntas:

–Cerdo glotón, cerdo glotón, te roba las galletas y se las come de a montón –sus voces voluptuosas parecían ocultar el hecho de que allí había maldad.

Ella tenía quince años.

La escena cambió: Victoria se encontraba escondida en un baño, con lágrimas cayendo de sus ojos. Unas chicas intentaban abrir la puerta. Nada bueno podía salir de todo esto. Ella sólo rezaba que no ocurriera nada.

Tenía once años.

Ahora se hallaba en su casa. Su madre le cortaba el pelo. Victoria se había esforzado para mantenerlo largo y lacio, pero unos compañeros le cortaron un gran mechón a la altura de los hombros.

–No puedo creer que sean tan crueles –decía su madre, reprimiendo las lágrimas.

Tenía trece.

Acababa de salir de un restaurante con su familia. Estaba muy feliz, la comida era muy buena. Pero no duró mucho: escuchó a alguien susurrar:

–Mira quién sale, ¿habrán quedado sobras? –Victoria no se atrevió a voltear y callar las risas.

Tenía veintiuno.

***

Despertó de repente. Respiraba agitadamente; odiaba soñar con el pasado. Se sentía como si alguien hubiera estado husmeando en su cabeza. Era difícil dejar todo atrás.

Se tocó la cara y el cuerpo: se encontraba toda envendada en una habitación de hospital. No recordaba entendía por qué hasta que la memoria volvió a ella: cierto que acababa de hacerse una nueva cirugía.

Iba a llamar a la enfermera, pero justo en ese momento entró el doctor.

–Buenos días –le dijo animosamente–. Vamos a quitarle las vendas y luego podrá desayunar. ¿Le parece?

Ella asintió y el doctor inició el trabajo. Estuvo como quince minutos desenroscando el vendaje colocado. Cuando terminó le indicó que se parara frente a una pared y que cerrara los ojos.

–Ahora sí. ¡Mírese! –exclamó.

Definitivamente la persona que estaba en el espejo no era ella: los miembros delgados y delicados; la cintura más pequeña de lo que podría haber sido nunca; el cuello fino y largo; el rostro, joven y natural (como si nunca se hubiera hecho ninguna cirugía); el pelo negro y sedoso. Lo más extraño de todo era que solo había una fina cicatriz alrededor de su cuero cabelludo.

–¡Oh, doctor! –exclamó ella– ¡Usted sí que sabe hacer milagros! –y lo abrazó con fuerza.

8

Victoria hacía una semana ya había salido del hospital. Casi nadie la reconocía. En el trabajo tuvo que dar largas explicaciones y sus compañeras ya estaban anotando el nombre del lugar. Se sentía más hermosa y vigorosa que nunca. Parecía que nada podía sacarla del pedestal en la que ella misma se había colocado.

O al menos eso creía.

Caminaba por la calle con una gran sonrisa en el rostro; se sentía mejor que nunca. Hasta que se topó en la calle con alguien que conocía más que bien: era ella misma. Victoria vio cómo ella misma (o su antiguo yo, para ser exactos) se ponía a llorar a moco tendido mientras la observaba.

Lentamente se le acercó y le dijo.

–¿Por qué? ¿Por qué yo?

–Perdóneme, pero no la entiendo.

–SÍ QUE ME ENTIENDE –gritó–. ¿Por qué yo? Devuélvame mi cuerpo

–¿Qué?

–Sí, ahora –las personas miraban la extraña escena. Pero al parecer a la otra mujer no le importó, puesto que empezó a forcejear con fuerza.

La había tomado del pelo y la empezó a arrastrar. Ella sentía cómo la herida de la cirugía (todavía no del todo cerrada) se le abría. Entonces, se paró como pudo y la empezó a golpear con su bolso. Se golpeaban entre sí sin piedad. Las personas intentaban separarlas, pero les era imposible. Ambas lloraban, gritaban y pegaban.

Victoria empujó a la otra con mucha más fuerza de la necesaria. Cayó de cabeza y quedó ahí, dura y sin hacer nada. Vicky quedó horrorizada, no por el hecho de que parecía que la había matado, sino porque tenía la misma cicatriz alrededor del cuero cabelludo.

Lee la primera parte

Autora

Catalina Fernández

Catalina Fernández

Ilustrador

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustrador

Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.

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