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Fotografía: Alejandra Villela

Alejandro Zaga

Como veía que no avanzaba, sacó la cajetilla. Con severo agobio vio que sólo quedaban dos Winston y encendió uno, dirigiendo la mirada más allá del tránsito tan cargado que le había retrasado más de cuarenta minutos sobre la nueva carretera de M a S.

—Algún accidente causado por estas tristes carreteras y los imbéciles que las transitamos— dijo Tristán, justo antes de exhalar el humo. Puso la radio y las piedras rodando se encontraban —No hay otra estación, carajo.

Se abrió un lugar a la izquierda y, arrojando el pucho ya sin tabaco, se aventajó a gran velocidad sobre el que esperaba su turno en ese carril, recibiendo una orquesta de pitidos en reclamo. Se veía esperanza, al fin había avance y este avance hizo que la voz de Alex Lora se distorsionara con estática; Tristán quiso resintonizar, saber si era el del cuadro de honor pero la perilla cayó, y algún día la habría de encontrar. “Mientras tanto cuídate, Tristán”, le recomendó Lora mientras se inclinaba para recoger la perilla. Pero fue demasiado tarde, el rostro encontró el volante del Caribe ’82.

—Y una mierda— exclamó Tristán, quitándose el cinturón y saliendo. Encontróse con una histérica mujer que agitaba su celular mientras maldecía cosas que sólo recordaba del vocabulario de su padrastro. Con su pulcritud en el habla, tranquilizó a la cincuentona.

—Me haré responsable, madame, puede observar que, ni aunque lo desee, hay hacia dónde escapar. Por ahora sólo podemos esperar a las autoridades y contactarnos con nuestros respectivos seguros—. Tristán volvió al auto, para poder maldecir a sus anchas; sacó el último cigarrillo de la cajetilla, pensando que toda la culpa la tenía Lora: el choque, el ilusorio escape del estancamiento, incluso el deber de cuidar a su media hermana, mientras mamá estaba ausente debido a su repentina caída en cama. Puto Lora. Puta ciudad S. Puta su madre. Puto cigarro que se acaba tan rápido.

Esperaba a la autoridad, aparentemente calmo, algunos autos habían avanzado unos treinta metros; ellos debían quedarse ahí. Llegó un agente de policía.

—Señores, lo lamento, pero las aseguradoras nada pueden hacer por el momento, este infierno de autos se extiende por kilómetros— dijo el oficial Serna y, tras ver lo poco dañados que estaban ambos autos, agregó: —algunos compañeros están atendiendo situaciones similares, vendrán a auxiliarles en cuanto terminen.

Tristán tarareaba, sin gusto, como sucede con la canción que detestas y que no sacas de tu mente, que la vida le jugó una broma y el destino le trazó el camino.

— ¿Y cuándo será eso?— Ladró la mujer, a la que el calor parecía haberle derretido el maquillaje.

—Me temo que un par de horas, seño, yo llegué aquí tras media hora de trote y no hay cómo más llegar. Esos de la ferroviaria no tienen llenadera, llevan sesentaicinco años ampliando las vías y aún no hacen llegar a tiempo ni a los trenes ni dejan a los coches hacerlo.

Tristán entró a su coche por la única puerta que abría desde afuera: la del copiloto. Y contemplando cómo Serna se marchaba trotando y, sintiendo el sofoco, estuvo a punto de lanzarse a llorar. Siempre había sido del cuadro de honor por fuera y una lacra por dentro. Siempre se le conoció como un tipo serio, que no se metía con nadie, un hombre derecho… no se dejaría intimidar, no iba a mostrarse en aprietos frente a una cincuentona. Él podía reírse de ella como se había reído de todo desde los dieciséis sin que nadie supiera.

El último recurso: sacar otro cigarrillo. Este era distinto, no era marca Winston. Lo encendió y el efecto tranquilizador de todo cigarrillo se liberó.

—A tu salud, puto Lora.

Pudo entonces burlarse del mundo. De la cincuentona ladradora, de las piedras rodantes, del tránsito y el calor. Rióse incluso de su media hermana y sus tontos diecisiete años que, según su madre, no le permitían valerse de sí misma. Aún tuvo fuerza de reírse del oficial que lo sacaba del Caribe 82 y de su auto abollado. Si no se rió de los derechos que le leían fue porque simplemente no los escuchó, pero sí se rió del suelo frío al que fue arrojado.

Luego le dio hambre, tristeza y sueño, en ese orden.

Autor

Alejandro Zaga

Alejandro Zaga

Director Jurídico

Nacido en 1995 en Distrito Federal (hoy CDMX). Estudió teatro y la licenciatura de Estudios Latinoamericanos, en la UNAM. Ambas truncas. Permanente estudiante/escrutiñador de la comedia, pues la risa es la prioridad. La ironía lo llevó a inscribirse en Derecho, también en la UNAM.

Ilustradora

Alejandra Villela

Alejandra Villela

Ilustradora

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