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Foto: Alejandra Villela

Catalina Fernández

– ¡Juan, venite para acá! – gritaba Soledad a su marido- Mirá lo que pasó otra vez ¡Se tapó! Simplemente se tapó. Estoy harta de esto, ¿no te parece mejor si viene alguien que sepa y lo arregla como la gente? Porque vos… Un desastre.

-A ver mujer, si me explico…- empezó nuevamente Juan, discurso ya repetido en múltiples ocasiones- Tres lucas (TRES no dos) cuesta arreglar la cañería esta de mierda. Yo, en cambio, en dos minutos te la dejo divina.

-Sos un desastre…- le contestó su mujer claramente rendida y hastiada. “Este boludo se cree que él hace todo perfecto, que es Superman” pensaba ella.

Los Romero eran de esas parejas que llevan casadas hace un montón, pero no tienen hijos. Él era un oficinista de la empresa La Malteada, donde vivía constantemente oprimido por sus jefes y sobre toda “la chancha”, una señora que parecía que te iba a dejar de cama de una. Soledad, en cambio, era una Ama de Casa. Se desvivía dejando todo limpio y prolijo de la manera más prurita posible para que luego “el otro” viniera y revoleara todo. Ella deseaba con fervor un hijo, pero Juan José siempre le decía:

-Espera un cachito más, así termino de pagar la deuda a AFIP.

Y así llevaban diez años. Pero las cosas habían sido muy distintas cuando se conocieron.

Juan José ya le había echado el ojo aquel día, cuando se juntó a comer con unos amigos en una parrilla y ella era la moza. Pelirroja, con un pequeño y predominante lunar junto a los labios, de piel nívea, ojos verdes y busto preponderante. No se veía una belleza como esa, a su entender, todos los días. Y aunque a todos sus amigos les había parecido “un bagayo”, para él no había ángel que se le comparara. Sin embargo, ella no parecía tener ningún interés en él. Entonces ideó un plan.

Todos los viernes él iba a comer a la parrilla al mediodía, cuando su turno empezaba. En esos tiempos él tenía un negro bigote y un cuerpo escuálido. Siempre pedía lo mismo: costillitas de cerdo con fritas con una cerveza de litro. Y ella lo atendía siempre. Como Juan no se animaba a hablarle más que para encargarle la comida, decidió ir de a poquito. Un día era un buenos días, otro como anda la familia y cada tanto un “¿y qué contas?”. Luego, se iba animando de a cachitos y le tiraba pequeños y simples piropos de la manera más educada que conocía. Ella le respondía siempre con una sonrisa.

Cuando ya llevaba tres meses de cliente constante, empezó a traerle flores. Soledad las aceptaba con dulzura. Y fue ella, no él enamorado desconsolado, que le ofreció ir a tomar un café. A esto le siguieron cenas, presentaciones con los respectivos padres, besos y paseos de la mano.

Una noche, después de un concierto de Soda Estéreo, en el destartalado auto de Juan José, este le preguntó:

-Soledad- sudaba a mares y su voz temblaba del miedo- Tengo algo que preguntarte. Desde el primer momento que te vi supe que eras para mí. Yo no sé vos, pero yo estoy loco por tu amor. A lo que voy es… – sacó una pequeña cajita de joyería de la guantera- ¿Y si nos casamos?

– ¡SÍ! – le dijo ella sin dudarlo, como si estuviera esperando ese momento desde añares. Esa noche se dedicaron al amor.

Pero los tiempos cambiaron. La carne se volvió más fofa y la vida más amarga. Con el tiempo, la convivencia se volvió menos tolerable y las peleas se hacían más constantes. El antiguo encanto se estaba perdiendo. Pequeñas riñas surgían entre ellos por cosas superfluas, como la cañería.

Ellos se mudaron a ese edificio un mes antes del casamiento. El dueño ya les había advertido que podía traer algunas complicaciones, pero no tantas. El piso enmohecido, las paredes rotas, las goteras y la cañería, por supuesto. Esa maldita cañería.

En los últimos seis meses se les venía tapando una y otra vez. Juan iba, la abría, quitaba el tapón y ponía todo en su lugar. Hasta una vez más se inundaba la pileta, el inodoro se quedaba sin agua y de la ducha sólo caían chorritos. Un desastre. En el 3B era un griterío constante de quejas.

-Mirá que saque esta vez…- le invitó Juan a Sole, tendiéndole la bolsa de basura.

– ¿Qué? – la tomó y se asomó. Pegó un grito agudo y se apresuró a soltar la bolsa con su contenido, que al impactar con el piso del departamento salió rodando- ¡Una rata! ¡Ay, Dios! ¡Pero sácala de acá, che! – ella ya estaba parada sobre el sillón.

-Tranquila negri- le decía entre risas- ¡Si está muerta!

-Muerta las pelotas. Si hay una debe haber más.

-Pero no son como las hormigas- la situación le resultaba indudablemente cómica. “Ojalá la próxima haya un murciélago ¡A ver qué cara pone!”.

– Las ratas también ponen NIDO. – estaba agitadísima y desesperada, como si hubiera visto a la mismísima Parca tomándose un tecito por ahí. –Gordi, por favor, llamá a alguien que las saque a todas.

-Pero ¡si no hay nada! –ahora le estaba entrando la irritación.

– ¿Vos decís? – miraba con terror a la rata, a ese animal inmundo…

-Y claaaro. Capital está infectada de estos bichos y de alacranes. No es nada del otro mundo. Pero justo acá no se van a meter. – agarró la rata por la cola y la metió nuevamente a la bolsa- ¿Ves? ¡Ya mismo la tiro! – agarró las llaves. – Vas a ver como no aparece ningún bichejo más.

Como se equivocaba.

Dos semanas después, Soledad volvía de hacer las compras. Se hallaba sola, puesto que su marido estaba trabajando. Ese día había sido uno de los buenos, donde su marido no tenía una mueca de desprecio por tener que ir a trabajar, ella no estaba de malhumor por levantarse temprano y todo el mundo parecía un poco más… ¿amable? No importa. La cuestión era que todo iba bien, como en una película o un libro donde todo es perfecto. Sin embargo, si la vida no es así, en la ficción peor.

A penas entró una fragancia a putrefacción muy fuerte le pegó de lleno en la nariz, dejándola un poco boba. Apoyó las pesadas bolsas en el piso e intentó, sin descomponerse, encontrar el origen del olor. “Por favor, Dios, la cocina no. Te lo suplico” rezó ella, pero al parecer Dios no estaba para hacer recados ese día.

Esta vez no sólo la pileta estaba inundada, sino TODA la cocina. Charcos de agua podrida y verde con ratas, alacranes y otros bichos igual de repugnantes que flotaban como si fueran pequeños barquitos. Lo bueno era que sólo llegaba a los talones; lo malo, que la cañería de la pileta había implosionado y el agua pútrida se esparcía rápidamente por toda la casa.

-Esto ya es demasiado- le dijo a la nada y vomitó el desayuno.

Cuando se hubo recuperado un poco llamó a Juan José.

– ¿Qué pasó, Choli? – le preguntó con timbre cansino su marido.

-Juan- ella ya estaba al borde de un colapso, no daba para más. – Escuchá y no me interrumpas.

-Pero Chole, ¿qué pasó? ¿Se murió alguien?

– ¡Qué no me interrumpas dije! – respiró profundamente. Juan, del otro lado, calló. “Muy bien, aprende rápido”- La cañería de la pileta reventó.

-Pero, ¿QUÉ…

-NO-ME-IN-TE-RRUM-PAS. – volvió a tomar aire- La cañería reventó, ¿ok? Toda la cocina de este departamento de mierda está inundada y me temo que dentro de poco toda la casa va a estar así. Hay ratas, alacranes y toda clase de cosas inmundas flotando por ahí. Y el olor, Dios el olor, es indescriptible la fragancia a peste que flota. Es repugnante.

>>Así que ahora vamos a hacer lo siguiente: vos vas a venir a arreglar esto, porque yo no tengo ni la menor puta idea de que hacer. –hablaba lentamente, como si charlara con un niño pequeño de pocas luces- Si vos no venís porque sos un cagón al que solo le importa su trabajo, llamó a alguien y no me importa si cuesta una luca o dos, que lo solucione porque esto es insalubre ¿Entendido?

-Chole…-

-De Chole nada ¿Venís sí o no? Si es posible contesté rápido. -del otro lado se hizo un pequeño mutismo, hasta que contestó:

-Ya voy para allá. – y ella colgó.

Juan colgó el teléfono con cara de consternado, como si el Diablo mismo le hubiera llamado y dicho todos sus pecados desde el momento del nacimiento. “Esta mujer está cada vez más loca…”

-Che, Juancho ¿qué te pasó? Tenés una caripela… – le inquirió Bruno, su compañero y amigo.

-La Chola está cada vez más loca…

– ¿No lo estamos todo? Igual mejor, nunca vi un cuerdo feliz.

-Sí, pero me estuvo gritando por teléfono.

– ¿Ahora qué hiciste? – y con una sonrisita agregó- ¿Se enteró lo de Julia?

-Ni en un millón de años se va a enterar de lo de Julia. Mientras vos mantengas la boca sellada a cal y canto…- se relamió los labios. – Bue, la cuestión es que al parecer se inundó todo el apartamento y hay bichos por cualquier lado y me reclama, como si fuera mi culpa, que vaya y arreglé todo.

– ¿Quién fue el último que “solucionó” el problema?

– Yo, ¿por?

-Y me imagino que también le prometiste que no volvería a pasar.

-Sí.

-Entonces es tu culpa, hermano. – una gran sonrisa sobresalía de su rostro. Toda la situación le parecía muy cómica. – Anda que por trescientos pesos más no vas a hacerte rico. Además, tu mujer es más importante.

-Pero la Chancha…

-Yo me encargo de la Chancha. –le quitó importancia con un gesto de la mano. – Le digo que tuviste una emergencia, que se te murió alguien o algo por el estilo…

-Gracias, Bruno. Te debo una.

-Sí, sí, lo que vos quieras- saltó una pequeña risa- Andá vos, antes de que Choli se tire por el balcón.

Bruno, una vez que se hubo asegurado de que Juan no se encontraba en el edificio, subió al décimo piso, hacia las oficinas superiores. Le debía una visita a Julia, la directora favorita de él y su amigo.

. . .

-Veo que no exagerabas- le dijo Juan a su mujer.

El piso era un charco pútrido y resbaloso con pequeñas pestes muertas por doquier. Miraras hacia donde mirabas, estaba esa pequeña laguna de agua de alcantarilla: la pieza, la cocina, el living… Todo hecho un desastre por culpa del agua.

-Se arruinó todo…- lloriqueó Soledad

-No, Sole- le consoló su marido- Quédate tranquila que yo te arreglo todo y te lo dejo como nuevo.

– Pero ¿cómo, Juan? ¿No ves? – gimoteó ella- Ni siquiera tenemos plata para tener un hijo o tener una casa decente o como mínimo arreglarla con gente que SÍ sabe, y vos querés arreglar todo por tu cuenta. Todo el tiempo hay deudas, hay problemas… Estoy empezando a pensar que vos en realidad me estás escondiendo la plata y te la gastas en bares y clubes, porque yo puedo ser buena, pero necesitas algo mejor. Y le pones freno a mi vida. – se quedó observando con la mirada perdida las patas del bello mueblo que le regaló la abuela, que se había arruinado. – Tengo treinta años y no progresé por ti, por tus promesas de un futuro mejor y una familia, para tener todo lindo y coqueto para cuando llegues de tus largas jornadas- se sorbió la nariz- Me quedé acá, por vos. Podría haberme casado con alguien con mejor posición económica y así haber podido estudiar y tener una familia o haberme quedado sola ¿y quién sabe? Tal vez me hubiera ido el triple de mejor. Pero yo te elegí porque te amo. Pero la verdadera cuestión, el cadáver en el armario, es si de verdad vos me amas, que la propuesta de esa noche no fue únicamente deseos y fascinación juvenil; que por algo me esperabas todos los viernes del mediodía para que te tomara el pedido…

Juan lloraba en silencio. Las palabras de su mujer le dolían. Sin embargo, no fue capaz de responderle con la verdad o acaso mentirle y decirle que la amaba. Por eso calló. Después de tanto tiempo estando juntos en él se había ido el cariño; se había agotado. Y ante la silenciosa respuesta, Soledad le dijo:

-Muy bien- ahora lo miraba a él, también con lágrimas en los ojos. – No sé si lloro de tristeza o por felicidad de que al fin todo terminó. Por lo menos algo acá queda claro: vos me querías porque te parecía inalcanzable. Era tu trofeo, una joya de lujo hasta que viste a otras piedras preciosas por ahí.

>>Ahora vamos a hacer lo siguiente: vas a destapar la cañería, entre los dos limpiaremos el departamento y cenaremos (vos vas a prepararte tu propia comida). Luego me iré a dormir en el sillón, porque no pienso acostarme en ese lecho nunca más, y mañana a la mañana recogeré mis cosas y de ahí a la casa de mi vieja. Cuando pueda vengo por lo otro y con la orden de divorcio. Te regalo desde ahora el departamento. No me interesa las cosas de mala calidad…

Juan no respondió. Tranquilamente le dio una palmada en el hombro a la Chola, que no reaccionó, y tomó los guantes para meter la mano en el caño. Agua, ratas muertas y nido de insectos. Nada fuera de lo normal, hasta que sacó una pequeña bolsita.

– ¡Dios mío! ¡SOLE, venite para acá! – su voz destaca el terror que estaba sintiendo en este momento.

– ¿Qué pasa ah…?

-Vos solo mirá- y le ofreció la bolsita para que vea el contenido. Ella pegó un grito.

-DIOS Y LA SANTA VIRGEN ¿QUÉ ES ESTO?

– ¡Lo gritas como si ellos te fueran a responder! – tomó aire y siguió. – Son… son…

– Ya SABEMOS lo que son

-Bueno, no me grites

– ¿Y qué te esperabas que haga? TENGO MIEDO JUAN.

-PERO NO TE LA AGARRES CONMIGO

-ME LA AGARRO CON QUIEN QUIERO. –hizo una pausa y agitadamente le quitó la bolsa y puso el contenido en la mesa. Los ojos se le salían de las orbitas y tenía la sensación de que iba a vomitar otra vez. Y mientras la voz le temblaba dijo: – son-on re-re… REALES.

-Ac-cá hay u-una nota-a- Juan también tartamudeaba- le pertenece a… el 6C

-Bu-ueno, subamos antes de que ellos vengan a buscarlos… ¡O unos nuevos!

Subieron con el miedo calándoles los huesos los tres tramos de escalera lentamente y jadeantes. Tenían miedo de llegar y quedarse en blanco. Soledad tenía el paquete contra su pecho envuelto en celofán y agarrado con firmeza. Y cuando llegaron al rellano de la puerta, ya no sentían miedo, sino TERROR.

Juan tocó la puerta, pausado pero firme, y enseguida abrieron. Una mujer de no más de veinticinco años estaba ahí. Era rubia y con piel caramelo. Parecía todo bastante normal menos por un detalle: le faltaban los ojos y la lengua.

Chola, sin decir palabra, le puso las cosas en la mano. La vecina delicadamente rompió las envolturas. Al sentir que allí estaba todo lo que se le había extraviado, sonrió en muestra de agradecimiento y cerró la puerta.

Los Romero se quedaron duros donde estaban, temblando a no más poder.

Autora

Catalina Fernández

Catalina Fernández

Ilustradora

Alejandra Villela

Alejandra Villela

Ilustradora

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