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Ilustrado por: Lizeth Proaño

Gabriela Alfred

En 1963 Betty Friedan, autora del libro que dio inicio (junto a «El segundo sexo» de Simone de Beauvoir) a la tercera ola del movimiento feminista: «La mística de la feminidad», habló del «malestar que no tiene nombre», haciendo referencia a una infelicidad en las mujeres norteamericanas de clase media en ese momento en el que, al parecer, tenían una vida acomodada y tranquila. Ella misma estando en esa posición se preguntaba por qué no podía sentirse satisfecha con su vida, siendo que había tenido la oportunidad de estudiar, se habían conseguido muchos derechos políticos para las mujeres en poco tiempo y era una época de bonanza económica que permitía a las mujeres (y hombres) de clase media para arriba, una vida bastante acomodada. Definió ese «malestar» como un sentimiento de vacío y frustración que muchas mujeres experimentaban a pesar de tener todas sus necesidades materiales cubiertas. Finalmente entendió que la insatisfacción y la falta de realización personal que muchas mujeres experimentaban, se debía a que aún subsistía la presión social porque las mujeres aceptaran pasivamente los roles tradicionales como amas de casa y madres.

El tiempo pasó, y ese malestar aún sigue siendo parte de nuestras vidas y se manifiesta en distintas formas. Es preocupante, por ejemplo, que estadísticamente las mayores consumidoras de psicofármacos del tipo de ansiolíticos y antidepresivos sean mujeres, lo cual denota que la salud mental no es un problema individual, sino profundamente social. Todos estos datos me han llevado a indagar también en un síndrome que yo he sufrido en carne propia y que, profundizando más, he descubierto que es bastante común en las mujeres: el síndrome del impostor, que es una experiencia psicológica en la que una duda de sus logros y siente que no merece el éxito que ha alcanzado.

Pienso que eso se puede explicar, en parte, porque las mujeres han ganado el derecho de ocupar espacios de los que, durante mucho tiempo, han sido excluidas, subrepresentadas o desvalorizadas en diversas áreas, incluyendo las artes y la literatura, y ocupar estos espacios no implica solo la oportunidad de hacerlo bien, sino también el derecho a experimentar, aprender y, sí, incluso fracasar. El proceso creativo implica exploración, riesgos y posibilidad de cometer errores. Es a través de estas experiencias que se aprende, crece y se desarrolla el talento.

Sin embargo, las mujeres a menudo enfrentan una doble carga cuando se aventuran en campos considerados «masculinos» o tradicionalmente dominados por hombres, como la literatura. Además de los desafíos creativos y técnicos propios de la escritura, se enfrentan a estereotipos de género arraigados y a la presión de ser juzgadas más duramente. Se espera que las mujeres demuestren constantemente su valía y, si cometen errores o no cumplen con las expectativas establecidas, pueden ser rápidamente juzgadas y relegadas de estos espacios.

Todas las personas, independientemente de su género, tienen derecho a explorar, experimentar y aprender en el campo literario y en cualquier otro ámbito. El fracaso es una parte natural del proceso de aprendizaje y crecimiento, y no debe ser utilizado como una herramienta para marginar o excluir a las mujeres.

Es por eso que un artículo de Juan José Armas Marcelo: Mujeres escritoras, a fuer de justicia, publicado hace un par de meses, es un claro ejemplo de cómo aún se sigue poniendo en tela de juicio este derecho en las mujeres. El autor compara a una nueva oleada de mujeres escritoras jóvenes como una «turba de bisontes», en el sentido de que su escritura no tiene dirección ni horizonte, en su opinión literatura de «mala calidad», pero más allá de eso, lo hace anteponiendo esta idea de que, porque ahora las mujeres tienen más oportunidades de escribir y publicar, hay cada vez más y peores escritoras. Eso es una obviedad generalizada, y no se limita solo a las escritoras mujeres, sino a los escritores en general, por una cuestión numérica, pero el hecho de que Armas Marcelo solo haga hincapié en las escritoras denota que existe esa tendencia al cuestionamiento constante de la ocupación de espacios por mujeres que históricamente han sido ocupados por hombres.

Por eso considero importante polemizar con este tipo de pensamientos que son una de las causas de que sigamos pensando como mujeres que lo que hacemos no vale lo suficiente. Es fundamental desafiar las ideas y prejuicios que perpetúan la desigualdad de género y recordar que todas las personas merecen igualdad de oportunidades y reconocimiento por su trabajo. Debemos seguir luchando por un mundo donde las mujeres no sean constantemente cuestionadas o juzgadas con mayor dureza, y donde puedan desarrollar su potencial sin sentir el peso de la presión social. La diversidad de voces y perspectivas en la literatura es enriquecedora, y es hora de derribar las barreras que limitan el acceso y el reconocimiento de las mujeres escritoras, así como valorar y celebrar el talento independientemente del género, construyendo una sociedad en la que todas las mujeres se sientan seguras para expresarse y alcanzar su potencial creativo.

Gabriela Alfred

Gabriela Alfred

Directora de Redacción

Soy de Bolivia, nací rodeada de montañas y agua dulce. Me licencié en Filosofía y Letras por purito placer y hasta el día de hoy sigo buscando profesionalizarme en saberes inútiles. Escribo porque me hace feliz, leo porque no puedo vivir siempre en mi propia mente. Me gusta tejer, las historias ñoñas de amor, la fiesta y las conversaciones en la madrugada.

Lizeth Proaño

Lizeth Proaño

Ilustradora

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