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Ilustrado por: Berenice Tapia

Viviana Sampedro

Sabíamos que podíamos dormir tranquilos durante la noche porque, antes de cenar, cerrábamos los postigones y echábamos llave a las puertas. 

Luego de levantarnos de la mesa, de a uno, íbamos pasando al baño y nos cepillábamos los dientes con el Odolito que papá nos traía cada semana. Media hora más tarde ya estábamos acostados y era raro que alguno de los veladores continuara encendido porque, rendidos por el cansancio, caíamos en un sueño profundo.

Si alguien se quedaba hasta más tarde era porque, ese día, Gabriel se entretenía un rato más leyendo sus revistas de historietas y alguno de nosotros se desvelaba. Pero esto duraba poco tiempo, porque mamá pasaba por los cuartos y ella misma se encargaba de apagar la luz de nuestras mesas de noche. Estas rutinas nos alejaban del temor a la bisshenda, ya que al menos, cuando oscurecía, sabíamos que no entraría a casa. 

Desde que amanecía y sobre todo, cuando terminábamos de desayunar, mi madre abría las ventanas para ventilar, la casa se alteraba y los más chicos empezábamos a inquietarnos.

Teníamos muy en claro que debíamos cuidarnos especialmente si salíamos a la calle, ya que algún vecino podía andar con una bisshenda. Entonces seguramente intentaría convencernos de que a la bisshenda la tenían todos los chicos de nuestra edad y por ahí hasta alguno de ellos pretendiera meterla en casa. Por eso tía Celeste se apostaba en la puerta y mamá vigilaba la entrada y salida de cualquier amigo que pasara al patio, ya que éste podría traerla escondida entre su ropa e incluso dejarla olvidada en un rincón o detrás de un macetero. Eso constituía uno de los peligros más graves, porque nosotros podíamos tentarnos con la novedad y, sin medir los riesgos, ceder a la influencia de las malas compañías.

Las cosas eran distintas en la escuela porque allí, al menos en esa época, las autoridades garantizaban la seguridad del alumnado y no se daba cabida a bisshenda alguna. Por otra parte, ningún padre iba a permitir que su hijo anduviera mostrándola en ese ámbito al que solamente se iba a estudiar.

El peligro de la bisshenda consistía en que los chicos podían acercarse a ella y hasta tocarla, sin evaluar las consecuencias dolorosas ni las pérdidas que les ocasionaría. Nuestra madre nos había contado acerca de una cantidad de niños que por imprudencia de sus padres, fueron víctimas de ese flagelo, que podía llegar a producir distinto tipo de mutilaciones. Esto se había agravado, especialmente en los últimos meses, con la aparición de una variedad colorida de especies expuestas a lo largo de toda la cuadra, que tentaba a las criaturas inocentes embriagadas por la fascinación producida por su intrépido desplazamiento.

Nosotros no preguntábamos demasiado, porque notábamos que en casa los mayores se ponían nerviosos cuando tenían que justificar nuestro alejamiento, debido al peligro que entrañaban. Pero recordábamos las explicaciones de mamá, cuando nos hablaba del dolor que producía y del riesgo al que nos conduciría el movimiento desenfrenado de una bisshenda que, fuera de control, nos hiciera perder el equilibrio.

De a poco fuimos notando que Gabriel comenzaba a perderle el miedo y se empezaba a acercar a esos niños que, en la vereda, mostraban con orgullo un sinnúmero de bisshendas, que desde luego nosotros desconocíamos, y llamaban cada vez más nuestra atención. Entonces tía Celeste parada en la puerta comenzó a vigilarnos, monitoreando nuestros pasos que no debían ir más allá de la esquina. 

Una tarde de verano en que, apoyada en el portón de la cochera, tía Celeste sufrió un vahído, mamá tomó su lugar y nos permitió quedarnos quince minutos más en la vereda. Recuerdo que nosotros saltábamos jugando a la rayuela cuando la señora Mari acompañó a tía Celeste hasta la sala de nuestra casa. Pero Martín y Gabriel parecían entretenerse saltando al elástico con otros vecinos.

Fue en ese momento que Gabriel aprovechó su descuido y se acercó a la bisshenda de un amigo, moviéndola a tal velocidad que terminó con magullones y sangre entre sus nalgas. Pero nos pidió, por favor, que no le contáramos lo sucedido a nuestra madre y nos prometió que nunca más volvería a intentarlo, pese a reconocer que, por un momento, sintió algo parecido al vértigo que producía jugar al fideo fino. Entre todos lo curamos y, desde luego, juramos no decir nada acerca de lo ocurrido, porque sabíamos que si lo hacíamos, todos seríamos castigados y ninguno volvería a jugar en la vereda. 

Días más tarde, Martita se acercó a la bisshenda del chico que se había mudado al lado y desafiando a tía Celeste se subió a ella y se echó a andar, a tal velocidad que mareada por el movimiento, había cerrado los ojos y pasó sonriente a nuestro lado, hasta doblar por la calle lateral. Entonces todos corrimos tras ella, sin lograr alcanzarla, porque al llegar a la esquina ya la habíamos perdido. 

Debí mirar los ojos de Martita cada vez que mamá nos lo decía, debí advertirlo la noche en que su mirada encendida contempló los rasguños de Gabriel. Debí pensar que quizás no me atrevería a recordarlas y esforzarme por retener las imágenes de aquellas temidas bisshendas que hicieron desaparecer a Martita, que la alejaron, hasta casi borrarla de mi memoria. Debí saber además que, a partir de aquel momento, me recluiría en casa, tal como lo hizo tía Celeste; porque desde entonces, paso mis días detrás de las ventanas esperando la llegada de otra noche, en que volveré a cerrar los postigones. 

                                              

Viviana Sampedro

Viviana Sampedro

Autora

Integrante de taller literario de Del Viso y de Autores Locales de Pilar, Buenos Aires.

–2019 “Bishenda” y “El instante”, Antología Letras Rabiosas, Ediciones El Bodegón

–2020, “Luz y Siembra”, Antología Entredichos, Editorial Dunken, CABA.

–2020, Crónicas ycuentos, Periódico “El Apogeo”, Pilar.

–2020, Cuentos y Poesías en Plataforma “ELEDunken”; Antología, Autores Locales, Del Viso, Ediciones El Bodegón

Berenice Tapia

Berenice Tapia

Ilustradora

Demasiado perezosa para pensar en algo decente. Me gusta dormir y mi sueño más grande es poder vivir de hacer monitos. Las dos cosas más importantes que me ha enseñado la vida, son:
1) Estudiar arquitectura no vuelve rica a la gente.
2) El mundo no se detiene nunca, ni aunque estés llorando hecha bolita porque borraste accidentalmente un capítulo de tu tesis.

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