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Ilustrado por: Alejandra Villela

Fátima Arroyo

Para Hermelinda y Refugio

Pudo vencer su alcoholismo, pero no su miedo a la soledad. Nunca me lo dijo, simplemente lo sabía. Por eso no le gustaba limpiar la casa. Le daba miedo verla vacía y ajena. Y así fuera de porquerías, la casa de mi madre siempre estaba atiborrada de recuerdos y objetos rotos e inservibles. Él no construyó esta casa y aun así se atrevió a decidir de qué forma moriría aquel conjunto de tabiques y cemento. Ambos lo harían al mismo tiempo. Y una vez muertos, cualquier intento por levantar una nueva vida, sería inútil.

Mi madre siempre creyó que enterraría pronto a mi padre, pero él resistió, no por gusto sino por capricho del destino que quería cobrarle los errores del pasado. Ella siempre nos hablaba de la muerte. He llegado a pensar que ya conocía el día y la hora de su partida y por eso se fue a misa, aquel martes por la tarde, en plena lluvia. A todos se nos hizo extraño porque ella acostumbraba a ir únicamente el domingo. Creo que sintió que las manos se le desmoronaban y se le perdían entre las cuentitas del rosario azul que siempre usaba y entre angustias, lágrimas y rezos, supo que ya había llegado el momento. Creo que fue a la iglesia a pedirle a Dios que por favor apagara la vela de su alma en un instante, para no padecer los dolores que, por obra del destino, a mi padre le correspondían. Y Dios la escuchó porque siempre la escuchaba decirnos a la hora de la comida que «ojalá y uno se muriera rápido, no que nada más está uno ay, ay y ay, terminándose lo que ya no hay».

Se murió mi madre un martes en la madrugada. Y en la vitrina, en la alacena y en su alhajero, se quedaron una cantidad de objetos, recuerdos y palabras que nunca usó. En su casa se quedó todo lo que jamás utilizó y se pudrió. Primero fueron sus plantas las que notaron su ausencia, luego fuimos nosotros. Nos dejamos morir porque deseábamos verla pronto.

Esta casa está maldita y no, no lo digo porque haya un ente prendiendo y apagando las luces a su antojo. Hay cosas más terroríficas que un fantasma al cual le gusta jugar con los enchufes de la casa. Lo digo porque en ella nadie nunca pudo ni podrá sentir lo que es la felicidad. Entre los espejos de la casa, se quedaron atrapadas, una infinidad de historias dolorosas y angustiantes que siempre nos impidieron percibir nuestros reflejos.

En lo que queda de los esfuerzos y dolores de mi madre, vive mi padre. Dentro de esa casa, carcomida por el tiempo y mutilada por sus hijos. Acompañado de aquellos recuerdos que le gritan en silencio por la madrugada. Lo perturban. Lo mantienen vivo. Él habría preferido morir a casusa de su alcoholismo que en manos de esta interminable soledad que se filtra por la casa. Está aquí. Trepando las paredes azules, colgando del árbol de durazno, empolvando las fotos de mi madre.

Está y estará siempre aquí, entre nosotros (las raíces del dolor) esta interminable soledad.

Mi padre nunca quiso admitirlo, pero el peso del silencio lo asfixiaba. No podía vencerlo, no como el alcohol o como el tabaco. Ese miedo era superior a él y a todas sus vivencias. Trataba de apaciguarlo de diversas formas; nunca lo logró. Cada que nos contaba fragmentos de su vida, en su mente, sanaba sus errores. Lo sabía por su forma de mirarnos y negar con la cabeza. Se sentía arrepentido. A veces lloraba, aceptaba su culpa, sin embargo, su condena no disminuía y él escarbaba en su interior con desesperación en busca de la fuerza que en el 86 lo salvó del alcoholismo.

Muchas veces estuvo al borde de la muerte y yo, a los ocho años, llenaba de plegarias al Dios que nos condenó a vivir con ese hombre que regresaba a casa a desgarrar la tranquilidad. Le pedía que se lo llevara para no tener que escuchar cómo quebraba los vidrios de la sala a puñetazos cuando llegaba inmerso en sus deseos. No quería que entrara a la única habitación que teníamos y la inundara con su olor a cantina, y escupiera sus palabras hirviendo, pero, no, él siempre volvía.

Un día nuestras vidas cambiaron porque escapó de una jaula para entrar a otra, dejó de tomar. Pensé que todo sanaría. No fue así. Aunque nos evitó la pena de verlo llegar tambaleándose entre dos realidades, realmente nunca regresó a casa. Y a nuestro modo escapamos, para que se cumpliera su destino, antes de que fuera demasiado tarde. Todos estos años, nuestro papel en este juego ha sido lograr que se cumpla el destino de mi padre.

Aceptó que el más pequeño, y el más soberbio de sus hijos, tomará posesión de la casa que mi madre en vida le había prometido. Ella le heredó, a mi hermano, la casa adolorida que ella y mi abuela lograron levantar. Mi padre y él estaban distanciados por los dolores del pasado. Ambos, en silencio, recordaban de diferente manera los años ya vividos. Físicamente los separaba una puerta de madera, pero había algo más. Nadie quiso hablar de esto, pero en el alma de mi hermano se refugió un sentimiento mortal que se desbordaba, principalmente, a través de su mirada.

Mi madre no fue capaz de expresarlo verbalmente, pero sé que maldecía a mi padre desde todos los rinconcitos de su alma. Esperaba verlo muerto pronto, pero a ella fue a quien no le alcanzaron los días para presenciarlo. Ahora sé que lo está esperando. Te está esperando, papá, en esa fría habitación hecha de cemento. El descanso de los mártires en vida. Ahora ella te está esperando en su nuevo hogar.

Nunca te lo dije, pero mi madre a veces lloraba cuando íbamos a misa. Las lágrimas brotaban de sus ojos cuando el sacerdote empezaba a hablar del infierno. Ella no lloraba porque le diera miedo esa imagen inclemente y calurosa, sino porque sabía que el verdadero infierno es el que está aquí, en lo terrenal y que ella ya lo había vivido y ahora te tocaba a ti, a nosotros.

Ahora yo también estoy por encontrarme con mi madre. Me quedan pocos suspiros. Le diré lo que le hicimos a su casa, a sus plantas y lo que nos hicimos entre nosotros, porque estoy segura de que será lo primero que me preguntará.

El pueblo entero se congregará en la casa azul y mientras te ofrecen el pésame, yo estaré con mi madre. Y mientras todo el pueblo se entorna alrededor del agujero por el que desciendo, yo de nuevo escucharé la voz de mi madre, que después de tantos años, logré recuperar.

Espero con ansias ese momento. Está por llegar porque ya empiezo a sentirme como ella hace diez años cuando nos dijo que iría a misa el martes por la tarde.

No quería irme sin decirte que un día te perdoné, por eso regresé a casa y me di cuenta de que ya no podía hacerme su prisionera porque ya te tenía a ti. Así como tú tratabas de enmendar tus errores al contarnos tu vida, yo traté de luchar contra tu destino, pero no pude.

Ahora todo se alinea y la voluntad de ella se cumple. Te dejaremos en compañía del inquilino que se oculta entre las grietas de las paredes, que hace gotear la regadera y que se ha anidado entre los vinilos inservibles que te empeñaste en guardar. Así lo decidió mi madre y Dios estuvo de acuerdo en dejarte en esa casa que nunca habitaste. Sólo puedo pensar en la voz de mi madre, que estoy segura tú también escuchas, cuando nos decía que «se te podrá pasar la hora, pero nunca el día». Y tenía razón, el día siempre llega.

Fátima Arroyo

Fátima Arroyo

Autora

Me llamo Fátima Arroyo Sánchez y soy egresada de la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán. Durante mi adolescencia descubrí mi pasión por escribir y desde entonces he trabajado muy duro para poder plasmar y mostrarle mis pensamientos al mundo.

Alejandra Villela

Alejandra Villela

Ilustradora

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