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Ilustrado por: Arturo Cervantes

Edgar Olasagasti

 

Tengo los pantalones mojados, gotean de las rodillas para abajo. La señora que está sentada al lado, en el cincuenta y tres, trata de alejarse lo máximo posible de mí. La gente es un poco exagerada a veces. No creo que las dimensiones del asiento le den mucha libertad de movimiento. Parece que le tiene miedo al agua, como si su cuerpo estuviese hecho de azúcar y la humedad pudiera deshacerla.

Miro por la ventana y me pregunto dónde estará ahora. La lluvia no es tan fuerte como esta mañana. Parecen finas agujas que caen de costado. La señora sigue buscando la posición ideal en el asiento. A él sí que no le molestaba el agua.

Lo vi en la esquina de San Juan y Boedo. Yo llegaba apurado, con mi paraguas negro frente a mí tapando las embestidas de los enormes gotones que, tomados por el viento arremolinado, caían con violencia. Caminaba mirando al piso para esquivar los charcos. Cuando de pronto una mano desconocida entró por debajo de mi paraguas con un movimiento extraño, suave y veloz. Esa mano, subió y se posó en mi pecho para evitar que siga caminando hacia una avenida donde ya se habían echado a correr los autos como salmones. No había visto la luz roja, el paraguas me tapaba gran parte de la vista frontal. La gente es muy exagerada, y yo también soy muy exagerado. Me cubría de la lluvia como un espartano que rechazaba flechas con su escudo. Lo miré y sonreí. Le hice una seña con la cabeza como agradecimiento.

Aguardamos juntos en la esquina. El hombre estaba empapado, no tenía paraguas, ni gabardina, ni un diario sobre la cabeza. No contaba con nada que lo cubriera del agua. Vestía un blazer azul oscuro desabrochado, una camisa blanca que se le pegaba al cuerpo y se le transparentaba. Al menos eso podía notar al verlo vagamente de perfil. Estaba ahí parado, aceptando toda la lluvia como si nada. Puedo parecer exagerado pero los chorros de agua que soltaban sus cabellos eran como los que caían de los toldos de los negocios.

Algo en él me llamaba la atención.

—La gente es muy exagerada— me dijo de pronto.

Lo miré fijo, ahora sí me había dado una excusa para clavarle los ojos sin sentirme incómodo. Se llevó la mano izquierda a la boca. Sostenía el cigarrillo de una forma extravagante  pero que lo protegía del agua. La brasa casi que tocaba la palma de su mano y yo me preguntaba cómo hacía este hombre para no quemarse. Soltó una bola de humo densa que se mezcló con el aire condensado por el frío. Las gotas, enormes, la atravesaron y el viento terminó de destruirla.

—Cubro mi cigarro porque es fuego, y eso es lo único que debe cuidarse del agua. — dijo en el mismo tono profundo y sin preocuparse de tener o no un receptor específico de su mensaje.

Supuse que me hablaba a mí. Quise decir algo pero cualquier cosa que dijera iba a sonar estúpido. 

—La gente se cubre de la lluvia como si ellos fueran fuego— dijo.

Dio un paso y comenzó a cruzar la avenida San Juan. No noté el semáforo en verde. Al tenerlo a tres pasos de mí oí que seguía hablando, con la misma velocidad y volumen de cuando estaba a mi lado. Eso me confundió. Ya no estaba seguro si me hablaba a mí o si era un loco que tiraba al aire discursos sobre la gente y la lluvia. Di unos pasos largos y apresurados para volver a ponerme cerca y escuchar lo que decía.

—La gente dice amar la lluvia pero se cubre de ella o la mira por la ventana de sus casas— dijo mientras subía el cordón.

Iba a decirle que esa frase me pareció espectacular. Me imaginé al instante escribiéndola en todas partes y compartiéndola con mis amigos.

Interrumpió mis pensamientos diciendo:

—Eso lo leí por ahí, no sé quién lo dijo.

Puede sonar exagerado pero este hombre parecía leerme el pensamiento.

— ¿No tiene frío?

—Es cuestión de acostumbrarse— me dijo sin mirarme y manteniendo la misma velocidad.

Me acababa de caer una gota del flequillo en la mano y la sentí como un pequeño trozo glaciar. Me mintió, pensé, uno tiene frío cuando está mojado por la lluvia.

Pasamos por el «Café Margot». Lo único que ocupaba mi cabeza toda la mañana era parar ahí para desayunar. Pero seguí caminando tras él. Me llevaba prendido como un imán con ese silencio que escondía algo. Las gotas comenzaron a golpearme a la altura del pecho. Aproveché que ya no hablaba desde una cuadra atrás y dejé de mirarlo. Comenzó a adelantarse y la distancia entre nosotros se fue agrandando. Puse el paraguas otra vez delante mío y el viento paró un poco mi andar. Miré si venían autos para cruzar la calle y dejar de seguir, de una vez por todas, a ese extraño personaje.

—¿No crees que el paraguas te cubre más que la lluvia? — me preguntó.

Aparté el paraguas para mirarlo pero no estaba. De inmediato lo escuche hablar desde mi derecha.

—Los paraguas te tapan la lluvia pero también la vista. ¿No perderás demasiado por cubrirte del agua?— dijo —La gente es muy exagerada con el agua. Vos sos muy exagerado— remató.

Balbucee un poco al hablar, no entendí cómo cambió de lugar tan rápido y sin que yo lo notara.

— ¿No pensás en todo lo que te perdés por taparte la cara con el paraguas? — me preguntó.

—No creo que sea para tanto— respondí.

—Tal vez sobre el cielo pase una estrella fugaz que pensaba cumplirte un deseo y vos ahí viendo el interior negro, redondo y plástico de esa cosa— me dijo.

Apareció un nuevo semáforo en rojo. Estando parado, una ráfaga de agua le ametralló la cara de pequeñas gotas duras. Lo vi cerrar los ojos, apretar los labios e incluso mover la cabeza. Noté así que la lluvia no era una insignificancia para él como quiso decirme en su acto de pantomima. Le acerqué mi paraguas invitándolo a que nos cubramos. Lo rechazó de una forma un tanto colérica.

—No uso esas cosas— me dijo—. No voy a usar nunca más un paraguas mientras viva— dijo mirándome a los ojos para aclarar las cosas.

Pasamos la calle Independencia. Fue otro par de minutos de caminata en silencio. Ya no caminábamos juntos, éramos solo dos presencias que íbamos para el mismo lado, a la misma velocidad. Me tomé un segundo para abrir mi archivo mental de cafeterías: necesitaba desayunar de una buena vez.

—Allá lo vi— dijo rompiendo el silencio.

Primero lo miré, luego moví la cabeza para todos lados buscando qué me señalaba.

—Qué alto ¿no? — dijo.

Ahí me dio la pista necesaria. Bajé el paraguas y miré hacia arriba. Una gota de lluvia entró, limpia, en mi ojo nublándome la vista.

—Te vas a mojar todo— me dijo.

—Quiero ver qué me está señalando— le respondí.

—Pero llueve— me replicó.

—No importa, quiero ver ese lugar alto— insistí serio.

— ¿Entendiste que ver es más importante que mojarse entonces?— me dijo.

Al final, su juego me demostraba su idea definitiva de la lluvia.

—Es verdad— le respondí—. No me voy a morir por un poco de agua. Es preferible ver si hay algo interesante.

Se paró de golpe. Yo frené al instante pero quedé unos pasos delante de él.

—Eso fue lo último que vi— dijo—. Lo último que vi fueron sus ojos. Estaban a la misma altura de donde están los tuyos ahora.

Dio una pitada final al cigarrillo y lo tiró. Este se apagó en el aire.

—Pero sus ojos eran más tristes— remató.

— ¿Que vio?— pregunté— ¿A quién vio?— me corregí de inmediato.

—Sus ojos —respondió–. Sus ojos a la misma altura que los tuyos. Pero de cabeza y solo por un parpadeo. No podré olvidarlo jamás.

Volvió a caminar, al pasar a mi lado, dijo:

—Fue una milésima de segundo. Luego sus ojos, todo su cuerpo, siguió cayendo hasta estrellarse con la baldosa en la que ahora estás parado.

Me quedé parado un instante y volví a mirar para arriba. La lluvia me envolvió la cara de inmediato.

—De ahí cayó. Desde dónde estás viendo. Te dije que era alto. — Se acercó y me dijo con la voz un poco más baja —El paraguas.

— ¿Quién era?— pregunté, apenas pudiendo hablar.

Se encogió de hombros.

—El hijo de alguien, un hermano, un padre. Es triste de cualquier forma— me dijo.

Un colectivo pasó a toda velocidad muy cerca de la vereda haciendo volar el agua acumulada en el cordón. Voló tan lejos que terminó cayendo sobre sus pantalones. No pude evitar pensar que aquel día del que me habló, desde la baldosa donde yo estaba parado, un líquido rojo fue el que le salpicó la ropa.

Estoy llegando a mi parada. La lluvia vuelve con fuerza. Giro y no veo a la señora, se cambió a uno de los asientos individuales. La señora es muy exagerada respecto a lo mojado que estoy.

No hablé mucho más con aquel tipo aquella mañana. Recuerdo haberle dicho que no fue su culpa lo que pasó, pero no me contestó. Solo me repetía:

 —El paraguas. El paraguas puede hacerte perder cosas importantes. — Y agregó —Si no fuera por el paraguas lo hubiese visto parado sobre aquella cornisa. No sé qué hubiese hecho, pero lo hubiese visto. Y no solo sus ojos cayendo. El paraguas.

Me quedé parado. Él siguió caminando a la misma velocidad y hablando sin destinatario preciso.

—El paraguas. El paraguas te tapa el cielo. El cielo hay mirarlo.

Fue lo último que le escuché decir antes de que doblara por la calle México.

Ahora toco el timbre y el colectivo empieza a bajar la velocidad. Se abre la puerta. La señora que le teme tanto a mojarse me grita que me olvido el paraguas. No le contesto y bajo. La lluvia me recibe. Puedo ver el cielo gris tras los edificios y los carteles.

Edgar Olasagasti

Edgar Olasagasti

Autor

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustrador

Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.

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