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Ilustración: Sofía Olago

Alejandro Zaga

El taller de don Nicolás había permanecido cerrado desde el deceso de su dueño; los aromas confundían fácilmente el olfato común, dadas las diversas maderas que descansaban a la espera de ser utilizadas. Martín entró en la habitación y sonrió en la oscuridad, invisible ante cualquiera. No necesitaba luz, conocía el espacio de trabajo de su padre desde siempre, como si hubiera nacido ahí, así que avanzó, cuidándose de no ser escuchado en la habitación contigua, pues rezaban. Antes de llegar al fondo giró hacia la izquierda, sabiendo que tenía enfrente la entrada a la bodega mejor ordenada que había visto, cuyo único defecto era una puerta que siempre se atascaba. Logró abrirla con algo de esfuerzo pero sin que llegara a escucharse en la otra habitación. Apenas había dado un paso adentro cuando escuchó cerrarse la puerta de la habitación y, a continuación, el bombillo se encendió, deslumbrándole al voltear la vista.

—Ya se te dijo que no puedes estar aquí, Martín, no seas necio.

La luz revelaba a dos jóvenes con sendos corbatines negros sobre guayaberas blancas.

—Mañana Poli cumple trece años, vengo por su regalo…

—Cierra la bodega y salte, no quieres que le diga a mi mamá.

—Nacho, yo respeto las tradiciones, te lo juro por eso. Sabes que le tengo que dar su regalo a Poli.

—No puedes festejar durante el luto, nada. Ni siquiera que cumpla años.

Martín le volvió la espalda a su hermano mayor y tomó de un pedestal una guitarra impoluta; se notaba que jamás había sido utilizada. Ignacio se acercó a él con actitud claramente violenta, alzó un puño y lo hubiese dirigido directo al rostro de Martín, pero un estornudo proveniente de detrás de la mesa en que estaba el torno lo hizo detenerse. Ambas cabezas buscaron el origen del ruido, con temor de que se tratara de su madre. El rostro de Hipólito, el menor de los tres se asomó tras aquella mesa, también llevaba guayabera blanca, pero su corbatín le colgaba desatado.

— ¿Qué haces aquí dormido si no se debe entrar?

—Me gusta estar aquí— contestó Hipólito

—Todos queremos estar aquí, Nacho, hasta tú, si no ya nos hubieras sacado a cuerazos como siempre haces.

—No voy a faltarle al respeto a la memoria de mi padre y menos durante el novenario. Ninguno de nosotros lo hará.

—No es bueno ser hipócrita, Nacho. Ya no tenemos a papá y queremos estar en donde más tiempo pasamos con él; es injusto que no nos dejen estar aquí, donde le veíamos hacer lo que tanto amaba, lo que nos enseñó a amar.

Ignacio miró al suelo en ese momento, tuvo un tremendo ímpetu de llorar, pero era un hombre de 16 años, el hombre de la casa ante la ausencia de su padre y no podía permitir denotar rasgos de debilidad, ni siquiera por la figura de su tan amado padre. Hizo resbalar por su garganta la tristeza y dijo:

—Martín, si mamá se entera nos zurra.

Él sonrió socarrón.

—Ya sé, ¿no te emociona?— dijo con una mueca de susto fingido.

—No realmente— miró al más joven de los hermanos, que permanecía callado por el adormilamiento, intentando comprender de qué se trataba la discusión.

Viró hacia Martín y tomó de sus manos la guitarra, luego se encaminó unos cuantos pasos hacia Hipólito. Martín le siguió y se colocaron juntos frente al menor, quien, comprendiendo lo que sucedía, compuso su rostro en una sonrisa.

—Hipólito Gallardo Blanco…

—Solo soy Poli para la familia, Nacho.

—Bueno, Poli, siguiendo la tradición de nuestra familia de lauderos, tomando el lugar de nuestro difunto padre como hombre de la casa, te entrego una guitarra que… en este momento papá te diría por qué es exactamente como la hizo y no de otra forma, pero yo lo desconozco, así que solo puedo entregarla y decirte, como en un momento me dijo a mí y después a Martín, que un laudero debe aprender a saber cómo suena el alma para poder hacer el puente entre el intérprete y el escucha.

—Cómo suena el alma… papá lo decía mucho— dijo Martín, como si viera a su padre, en su silla, frente a la mesa de trabajo. Los tres miraron el lugar en que su padre se sentaba por horas, a tallar, cepillar, lijar o pulir la madera con que creaba, una tras otra, piezas de verdadera ingeniería acústica.

Autor

Alejandro Zaga

Alejandro Zaga

Director Jurídico

Nacido en 1995 en Distrito Federal (hoy CDMX). Estudió teatro y la licenciatura de Estudios Latinoamericanos, en la UNAM. Ambas truncas. Permanente estudiante/escrutiñador de la comedia, pues la risa es la prioridad. La ironía lo llevó a inscribirse en Derecho, también en la UNAM.

Ilustradora

Sofía Olago

Sofía Olago

Ilustradora

Mi nombre es Diana Sofía Olago Vera, para abreviar prefiero ser llamada Sofía Olago. Tengo 19 años y nací en Lebrija, un pequeño municipio del autoproclamado país del Sagrado Corazón de Jesús: Colombia. Sin embargo, desde pequeña he vivido dentro del área metropolitana de Bucaramanga, capital del departamento de las hormigas culonas.

Soy una aficionada del diseño que nutre su estilo y conocimientos a base de tutoriales y cacharrear softwares de edición. Actualmente, soy estudiante de Comunicación Organizacional, carrera que me dio la mano para mejorar mi autoconfianza y mis habilidades comunicativas.

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