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Ilustrado por: Caro Poe

Alba Jiménez

 

Hacía ya tiempo que los días que no tenía que trabajar, Álex solo quería darse otra vuelta en la cama y seguir durmiendo bajo las mantas. El invierno es un buen caldo de cultivo para la apatía, cuando por fin consiguió desperezarse, se levantó y bebió un poco de café para abrir los ojos, vio entonces que Aída había traído roscón, con nata. No podía haber elegido mejor compañera de piso, por la ventana entraba ese sol de enero que tanto engaña pero que con sus rayos cubre hasta la piel más pálida de un vivo tono anaranjado, encima de la mesa estaban casi todos los negativos que había revelado un par de días atrás.

— ¿Has elegido ya las que vas a ampliar? — preguntó Aída, interesada.

— No ¡Podrías ayudarme?

— Creo que es algo que tienes que hacer tú. Es muy personal.

Salió cerrando la puerta tras de sí dejando a Álex solo en la habitación con sus pensamientos y un montón de negativos desordenados. La voz que aullaba dentro de su cabeza se ahogó cuando ella cogió el violín, parecía escoger los momentos en los que él se sentía bloqueado para interpretar a Mozart, pulverizando así su ansiedad, había subestimado el poder de esa música hasta que Aída y sus clásicos comenzaron a formar parte de su rutina.

Hacía unas semanas que había decidido sacar del altillo del armario una caja donde guardaba muchos de los carretes con las fotos que hizo por las calles de Londres y no había querido revelar hasta ahora, la marca de rotulador que los identificaba estaba casi borrada, pero se podía leer el año al que pertenecían. Escogió cinco al azar.

A finales de 2006, Álex se fue con tres compañeros de la sucursal a probar suerte a la ciudad de la niebla. Les ofrecieron un traslado mejorando sus condiciones, y decidieron probar. La oportunidad le llegó en un momento en que los lazos que le unían a Madrid se habían ido soltando poco a poco, por lo que no fue difícil dar el paso.

Cogió uno de los negativos revelados para usar como prueba y apretó el interruptor para poder empezar. Verse envuelto en la luz roja mejoraba su ánimo, además de ser su color preferido, le resultaba fascinante ver proyectada en la ampliadora una imagen que previamente había estado dibujada dentro de su cabeza, por mucho que lo repitiera, lo vivía con la ilusión y el nerviosismo de una primera vez. A veces, le costaba dar con los tiempos, pero eso lo hacía más apasionante todavía, era un tira y afloja entre el hombre y la química cuyo resultado final era poder ver cuánto de esa imagen capturada en su retina podría mostrar a los demás. Sabía perfectamente lo que había en esos carretes, no los había revelado antes porque prefirió mirar hacia otro lado con la excusa de guardar esos momentos para sí mismo, eran las fotos que tomaba cuando iba a pasear solo.

Estuvo en Londres algo más de trece años, fueron buenos, pero a lo largo de tanto tiempo hubo muchos altibajos. Cuando no estaba bien, salía a caminar cerca de algún mercado, lugares normalmente abarrotados, donde podía llenar un poco el agujero que se le abría en el centro del pecho.

Nunca había sentido un vacío igual. también volvía cuando no había gente, los días en que no había mercado, pasaba por allí y fingía que tenía algo importante que hacer o se imaginaba teniendo largas conversaciones, aunque no tuviera con quién, ansiaba intercambiar las dieciséis frases hechas que conocía en ese inglés de supervivencia que había aprendido, a veces se sorprendía a sí mismo hablando solo, casi susurrando, luego se entretenía comparando ambos momentos, viendo cómo el inevitable caos al que estamos expuestos se acaba transformando en calma. Empezó entonces a hacer fotografías como el que anota sus reflexiones y vivencias en un diario, esos carretes guardan lo más íntimo que había hecho en esa ciudad. La calidad de las imágenes mejoró a la par que su soltura con el idioma.

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Foto: Jaime Asensio

Estuvo todo el fin de semana trabajando en las fotos. Ver flotar el papel dentro de la pileta del revelador era el único truco de magia del que conocía el secreto. Había que sacarlo en el momento preciso, ni antes ni después. El domingo por la tarde se sentó con Aída a verlas:

—Así que éstas son las elegidas…

Sonrió tímidamente pero profundamente satisfecho.

—No seas modesto, anda. cuando entras a ese cuarto te transformas, no sé qué te hace esa luz roja que tanto te gusta.

Él ya las había ojeado varias veces, pero siempre encontraba detalles nuevos con cada repaso. Aída empezó a mirarlas. A Álex no le gustaba que nadie tocara sus fotos, pero sus hábiles manos de violinista las manejaban con delicadeza. Le resultaba fácil compartir con ella.

—¿Cuántas fotos tienes de Covent Garden? Se nota que te gusta mucho.

—Me gusta. Sí, hay muchas.

—¿Sabes que yo solía ir a tocar los jueves cerca de ese mercado?

—¿En serio? Pues tienes talento como para haber formado parte de la orquesta de la Royal Opera House.

Se lo tomó como un chiste, pero él hablaba completamente en serio. Aída y Álex se conocieron en un avión y pronto acabaron siendo amigos. Él venía de visita a España y ella dejaba Londres después de siete años. Podrían haberse encontrado allí.

—Es posible que alguna vez nos cruzáramos por la calle.

—No lo sé, yo me fijo mucho en las caras de la gente y cuando nos conocimos estaba seguro de que era la primera vez que te veía.

—Tuvimos nuestras diferencias, quizá por eso lo recuerdas tan bien — dijo ella riendo.

—Bueno, un poco — reconoció Álex con vergüenza.

—Miraste mis partituras y no entendías cómo podía gustarme la música clásica.

Un retraso en el vuelo los retuvo dentro del avión más tiempo de lo previsto y no pararon de hablar. Aida tenía miedo a volar y así lograron que los minutos no pasaran tan despacio.

Después de mirar con detenimiento las fotos, seleccionó unas diez, la mayoría de la zona de Covent Garden. Una de ellas mostraba los alrededores de un mercado lleno de gente. Otras dos mostraban al mismo vendedor de antigüedades, pero en años diferentes.

—¡Ay!, lo recuerdo, ¿qué fue de él?

—Creo que murió, su puesto se ocupó de nuevo en menos de dos semanas.

Algunas de las fotos mostraban el mercado de Apple Market en Navidad, con un montón de esferas doradas y verdes colgando del techo, el conjunto era bonito, elegante, pero demasiado sobrio.

—¿Sabes que yo también tengo fotos de este mercado en Navidad?

—¿En serio? No me lo habías dicho.

—Sí, mira, las tengo aquí en el móvil—Aída sacó su teléfono y amplió una foto que guardaba en una carpeta separada del resto. Mostraba el mercado casi vacío, con esferas rojas navideñas coronando el techo y rodeando una bola de discoteca que proyectaba destellos de luz por todos sus ángulos posibles. Era una imagen estática, pero deslumbraba y estaba llena de matices que oscilaban desde un discreto naranja a varios tonos de verde y azul. No dejaba indiferente.

—Yo no he conocido este colorido, debió ser en la única Navidad que pasé en Madrid.

—Fue en una de las primeras que pasé allí, no recuerdo qué año fue, solo sé que no volví a ver esos colores.

Aída escogió una de las fotos entre las que había apartado, miró la imagen en silencio y se sentó en la butaca que había frente a la ventana, al lado de Álex. Desplazó el asiento hacia la derecha para evitar el impacto directo de los rayos de sol. Pasados unos minutos, se dirigió hacia su compañero de piso sin levantar los ojos de la foto.

—Me encanta esta. Es Londres — dijo, con la voz entrecortada.

—Bueno, es Notting Hill — respondió Álex, sin entender a qué se refería ella.
—Yaaaaaa, no me has entendido. Te digo que esa foto es Londres. Viendo ese puesto hasta casi puedo adivinar a qué huele y cuánto frío hace.

—Huele a algo rico, eso seguro.

—Verás, esa Navidad, la de la foto que te he enseñado, Apple Market se convirtió en Londres para mí. Esas esferas tenían el color rojo de la ciudad, el de sus cabinas y sus autobuses. La miraba y veía Londres en esas bolas rojas, en las vigas del techo y hasta en los adoquines del suelo — fue bajando el tono de voz hasta casi hacerse imperceptible —. Si te das cuenta, que seguro que sí, el efecto de los colores es frío. Londres nunca fue cálida para mí.

—¿Te gustaba entonces también Covent Garden?

—Sí, pero no de la misma manera que a ti, reconozco que yo quizá lo romanticé demasiado, porque durante un tiempo para mí fue un lugar realmente mágico, al menos hasta que se volvió de lo más corriente.

—¿A qué te refieres?

—Pues mira, para empezar, ya has visto que dejaron de utilizar una decoración navideña llamativa. Luego, poco a poco, la singularidad de sus puestos se fue transformando en tiendas de primeras marcas. Yo no tenía un lugar donde encontrarme con la ciudad; cuando necesitaba hacerlo, miraba esa foto y ahora que he visto esta tuya me he quedado completamente descolocada.

—¿Por?

Aída arqueó las cejas, realmente extrañada por la pregunta.

—¿Por qué haces fotografía analógica? No creo que lo hagas solo por moda o porque te guste lo retro. Mi fotografía es digital, la imagen es todo lo real que yo quiero que sea. Puedo manipularla a mi antojo para convertirla en todas las versiones de Londres que necesite. En cambio, la tuya es ese lugar, ese día y a esa hora, ¿entiendes? —. Aída abrió los ojos de par en par, sorprendida. Le parecía estar dirigiéndose a un neófito —. Elegiste el carrete, sabías los colores que querías capturar y seguro que antes de tomarla estuviste un buen rato dándole vueltas, buscaste el encuadre perfecto y observaste a las personas hasta que su silueta se reflejó en el pavimento mojado —. Ella giraba el papel como si cambiando el ángulo pudiera ver lo que aguardaba al doblar la esquina.

—Joder. Alucino con lo detallista que puedes llegar a ser.

—¿Detallista yo? Si solo he disparado con la cámara de mi móvil, he seleccionado una de las mil tomas que hice y después la edité para que fuera aún más espectacular, pero tú…, tú no has cambiado nada. Tú lo has creado antes de disparar. ¡Pero si hasta tu Londres parece más cálido que el mío! Yo apenas me fijo en la gente cuando hago fotos.

—Pues aparte del escenario, del entorno, lo más cambiante son las personas. Es fascinante observar a gente que no conoces y que no te conoce, tomando fotografías al mismo lugar en instantes diferentes consigues incluso capturar el paso del tiempo, es como una larga exposición que dura años, pero el resultado final se queda dentro de ti.

—¿Ves? Otra vez veo en ti el efecto de la luz roja.

—Ya estás con tus cosas…

Álex tenía mucha confianza con Aída, pero a veces le hacía sentir vulnerable porque atravesaba con mucha facilidad la mayoría de las capas con las que se protegía.

—Que sí, si hasta te brillan los ojos cuando hablas de ello.

A ella también le brillaban.

—Pero yo no creo nada, solo capturo instantes.

—¿Te parece poco?

—Bueno, en todo caso, lo que hago es proyectar cosas.

—¿Y en qué lo proyectas? Y no hablo de fotografía, hablo de tu vida, de las cosas que te pasan.

—En lo que soy ahora. Por ejemplo, para mí hacer fotos ha pasado de ser una afición a un trabajo a tiempo parcial. A veces es necesario sentir cierto desorden interno para ser capaz de hacer algo que requiera creatividad.

—Hombre pues me alegro mucho de eso. Haces unas fotos preciosas.

—Muchas gracias.

Empezó a reírse solo.

—Yo que pensaba hablarte de la entropía. Tú ya te has adelantado, yendo más lejos.

—¿De la entropía?

—La entropía nos permite distinguir entre pasado y futuro, el paso del tiempo.

—¡Y la fotografía también! Tú mismo lo has dicho.

—Sí, pero la entropía va más allá. Nos pasamos la vida buscando la calma, pero es nuestro entorno el que tiende al caos y ese caos es el motor del cambio, nos lleva de un lado a otro, nos dispersa, y todo ocurre de manera espontánea. ¿Podríamos habernos conocido en Londres? Sí ¡pero no lo hicimos? Y mira dónde estamos ahora.

—Guau. Ahora no sé qué decir. ¿Hay algún lugar en Madrid que te produzca la misma sensación?

—No, pero a veces tengo la impresión de que voy a doblar la esquina y me lo voy a encontrar.

—¿Volverías ahora?

—No.

—¿Por qué no? ¿Tienes miedo de que no te guste lo que veas, que no te transmita lo mismo?

—No. Creo que necesito ver qué me transmite ahora, me ayudará a cerrar este episodio. Vendrías conmigo, ¿verdad?

—Vamos a mirar billetes.

—Espera, voy a regalarte esta foto, pero déjame que te escriba algo en ella.

—¿El qué?

—Una cita de Nietzche: «Es necesario llevar en sí mismo un caos para poner en el mundo una estrella danzante» .

Foto: Jaime Asensio

 

Alba Jiménez

Alba Jiménez

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Jaime Asensio

Jaime Asensio

Fotógrafo

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Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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