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Ilustrado por: Maricielo

Manuel Oliva

 

Abrió los ojos, una forma de asumir que era tiempo de levantarse, la fiebre y las molestias corporales impidieron la llegada del sueño reparador. Al trenzar su cabello negro, adornado ya con destellos plateados, ve en el espejo que cuelga de un clavito, un rostro con rasgos que le recordaban a ella misma, le costó un momento entender que esa cara con ojeras y pómulos salidos eran el resultado de veinte años de trabajo en la limpieza y atención de hogares ajenos, además del estrés de no encontrar trabajo debido a la pandemia y cuarentena, que no podían llegar en un mejor momento.
Esos ojos rasgados y negros, con un fulguroso destello en un lienzo moreno, sumergieron a Margarita en el recuerdo de su abuela. Nunca aceptó la idea de ir a vivir a la ciudad, sus raíces guaraníes le permitieron entender que vivir en armonía con la Madre, no podía remplazarse por los grilletes de las costumbres depredadoras citadinas.
Vinieron a su mente los momentos en los que mientras desgranaban maíz, la abuela le explicaba como la Tierra cuida y cura a sus hijos por medio de las plantas. Se dirigió a la cocina para poner al fuego en una olla, con una forma surrealista debido a los años de uso, el agua a hervir para llenar su hogar con el vapor de protección de las hierbas, tesoro en los tiempos de dificultad.
Mientras desamarraba los ramos, agradecía por esa sabiduría transmitida por las voces de mujeres a sus hijas desde el primer momento de humanidad en este mundo, encontraba en esas flores y hojas secas, el alivio a las molestias en los cuerpos de todos los integrantes de su familia. La incertidumbre del origen de los síntomas la acelera en su quehacer, debe llegar lo antes posible al centro de salud para tener alguna posibilidad de ser atendida.
Prepara un desayuno colmado de amor y carente de proteínas para que sus hijos comiencen el día, la preocupación por las maromas que faciliten una buena conexión que permita entender las lecciones dictadas por los profesores, se amortigua con una leve sonrisa ante la imagen casi premonizada de los niños entusiastas y motivados a ser de los primeros en ingresar al aula virtual para ver las trazas de los rezagados.
Antes de salir, pasa por el patio para pedirle a su madre que permanezca dentro de la casa, su amor por la jardinería le hace olvidar que la avanzada edad la deja vulnerable al frío y que no son tiempos para arriesgar la salud. Le encarga mantener con suficiente agua la olla que ya despide la fragancia de diferentes plantas medicinales.
Mientras camina por las calles vacías y silenciosas de su barrio, Margarita, recuerda que debe buscar a una compañera del sindicato que consiguió un espacio en el mercado para vender algunas verduras provistas por un familiar que vive en el área rural. Los despidos en masa dejaron a muchas trabajadoras del hogar desprovistas de insumos para encarar una nueva realidad que parece irreal y deben organizarse para conseguir el apoyo para el sector.
Con un tímido entusiasmo recuerda la lucha agridulce que permitió dejar una vida de servidumbre como empleadas domésticas a conquistar los derechos que ahora las hace asumirse con profesionales en los trabajos del hogar. Después de atender las urgencias de salud habrá un tiempito para organizarse con las compañeras.
La mitad de un rostro cubierto por un gorro blanco, un barbijo y una pantalla plástica apareció por una puerta entre abierta, el perdedor de la ruleta rusa, encargado de la recepción de pacientes en la posta de salud le pide que guarde distancia y confiese el motivo de su visita. Antes que Margarita, termine de detallar sus dolencias y las de su familia, este personaje que encubría su miedo en un lenguaje técnico sobre protocolos inexistentes, le advirtió que llegó una persona con síntomas graves de covid y que, para salvaguardar su vida, opte por otro centro para ser atendida.
El tiempo avanzaba sin consideración alguna, la premura para atender las cosas de la casa la disuadieron de entablar una discusión justa, pero sin buen término, así que emprendió el camino al siguiente centro de salud donde tampoco obtuvo la atención esperada. No fue hasta el tercer lugar visitado que consiguió la venia para hacer una fila que posiblemente le permita consultar a un médico, el origen y los métodos para aliviar los cuerpos adoloridos de ella y su familia.
Mientras esperaba su turno para ser atendida, Margarita, comenzó la búsqueda de tutoriales desde su celular, pese a que se asume como una trabajadora del hogar, entiende que debe encontrar nuevas formas para aplicar sus habilidades en artículos y servicios para ofrecerlos en módicos costos para hacer algo de dinero y paliar las necesidades más urgentes de su hogar. El médico que la atiende le indica que ante la falta de insumos no podía hacerle los análisis, Dengue, Covid-19, solo Dios lo sabrá, sólo a él le importará, tal vez.
Después de recibir una receta con algunos medicamentos para aliviar los dolores y una explicación incoherente del médico sobre los motivos por los que el resto de la familia no podía ser atendida, Margarita, empezó la caminata rumbo al mercado y a encontrarse con la compañera para coordinar la convocatoria al sindicato.
El recuerdo de los mensajes de preocupación de amigas que perdieron el trabajo y gastaban los últimos pesos de sus ahorros, se transformaron en un torbellino en su cabeza. Gritos y quejas la sacaron de su abstracción, faltaba media cuadra para llegar al mercado, figuras uniformadas subían a empujones en camionetas a los incautos que se atrevieron a ir a comprar alimentos el día que su número de identificación se los prohibía.
Un profundo sentimiento de miedo hizo que de media vuelta y apure el paso para alejarse de ahí. A unas cuadras encontró una farmacia abierta y decidió acercarse, procuró transmitir su sonrisa con la mirada al momento de saludar, el uso de barbijos había quitado del paisaje ese lindo gesto que reconforta a cualquiera, mientras sacaba de la cartera el papelito que le dio el médico y su monedero una lluvia de gotitas desinfectantes la envolvieron.
Un leve ardor en las manos le recuerda la infinidad de horas que pasó lavando ropa, trapos y trastos, el tiempo en diferentes cocinas explotando su creatividad para preparar diferentes platos para sus empleadores y las veces que le tocaron escobas con los mangos astillados. A pesar de eso el monedero está vacío.
La caminata se le empieza a hacer pesada a medida que se aleja de la farmacia, las preocupaciones inundan su pensar, se pregunta cómo puede usar la misma receta que le dieron a ella para compartir los medicamentos con su familia.
¡Bien te fue! ¡Bien te fue! Ese canto de buen augurio la llenó de una energía vibrante, se quitó por un instante el barbijo para tomar una bocanada de aire fresco y regalarle una sonrisa a esos pajaritos que la transportaban a tiempos mejores. Los vio revolotear entre las ramas de los árboles y con una cierta sensación de alivio entró a la seguridad de su hogar.
Una estampida acompañada de risas y mimos fue su bienvenida, la mesa que momentos atrás fungía de pupitre para los niños fue limpiada y acomodada para poner los platos y cubiertos. El aroma de la sopa se mezcla con el vapor de las plantas medicinales que nuevamente están hirviendo para llenar cada rincón con esas volutas blancas de salud.
Un poco de pan sería el acompañamiento perfecto para ese sabroso caldo, la hija mayor de Margarita se ofrece para ir a la tienda de la esquina. Se desarrolla un despliegue táctico familiar ante la aventura que emprenderá la niña.
Un niño en cada ventana, una piedrita para evitar que la puerta se cierre por el viento y las dos mujeres mayores como centinelas en la entrada, despiden a la niña recomendándole que esté atenta y agudice sus sentidos. Provista de una bolsita, un barbijo y con el dinero en la mano la niña comienza a caminar tratando de ocultar su presencia entre los arbustos que adornan la acera de su casa.
La niña golpea tímidamente con una moneda la rejita de la tienda y mientras espera que alguien salga para atenderla, voltea constantemente la cabeza para cerciorarse que no haya nadie más en la calle. Una voz le pregunta que desea comprar, pide cinco panes y extiende la bolsa. Un estremecimiento recorre su espalda, el sonido de llantas y una sirena la impulsan a correr a su casa sin completar la misión.
La niña fue recibida con ternura y algunas bromas por las grandes zancadas dadas por el susto, la patrulla estaba lejos por suerte. Margarita pensó en la ironía de tener que escapar de quienes se supone deben cuidarte, recordó lo dicho por su madre hace unos días, en estos tiempos los militares y policías son como el virus, hay que correr y tenerlos a buena distancia.
Después de comer y consolar a su hija por no haber comprado el pan, se dispuso a lavar lo usado durante la comida. Mientras pasaba la esponja por las ollas y platos se preguntó si el encierro y la pandemia aislaría cada vez más a la gente y si esto debilitaría su organización. Recordó que estas situaciones son aprovechadas por los poderosos y es el pueblo quien paga la factura.
¡Bien te fue! ¡Bien te fue! Los pajaritos esta vez estaban en su techo. Se repetía en voz alta la afirmación que siempre surgía en tiempos difíciles, las mujeres somos fuertes. Se llenó de bríos y entusiasmo por seguir adelante, pese a la incertidumbre de qué pasará mañana.

Manuel Oliva

Manuel Oliva

Autor

Maricielo

Maricielo

Ilustradora

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