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Ilustración: Caro Poe

O. S. Cranston

Como cada sábado fui a la cafetería Cena Lusa, la que está al final de la calle 5 b sur y en la que Gabriel y yo nos reuníamos cada fin de semana, él vivía a tres cuadras, en un departamento modesto y tranquilo como el mío. Me senté en la misma mesa de siempre, pedí un club sándwich y un café americano y esperé a que dieran las diez, hora en la que, con una puntualidad británica, llegaba mi amigo apurado, tal vez hasta despeinado, pero llegaría pidiendo disculpas. Sin embargo, aquel día no llegó. Ya había pasado antes, los incidentes en su hogar eran completamente ajenos a sus necesidades horarias, en algún momento de la vida me contó que su computadora, la misma que había comprado hace cuatro semanas comenzó a sacar humo, tal fue su miedo que desconectó toda la luz de su departamento y pidió ayuda a los bomberos, cuando estos llegaron y revisaron el incidente le pidieron de la manera más atenta que no volviera a poner el humidificador detrás de su laptop o que usara sus lentes desde que se despertaba.

Al ver que mi amigo no llegaría apuré mi desayuno y caminé un largo rato por el parque de las ninfas que estaba a la vuelta. Cuando me senté en la banca en la que acostumbraba a leer el periódico pensé de nuevo en Gabriel, ese hombre. Hace años que lo conozco gracias a un amigo en común llamado Fernando, organizó una velada para los compañeros docentes que laborábamos en la universidad, yo iba por compromiso más que por gusto, Fernando era el último supervisor que aceptaría o rechazaría mi proyecto de investigación y quería agradarle por todos los medios posibles para conseguir que se uniera a mi proyecto literario. En la amplia sala que solo el sueldo como supervisor investigador puede comprar, en medio de charlas sin sentido y habladurías de más, me topé con Gabriel, iba por una cuestión de familiaridad, era cuñado de Fernando y no sabía mucho del mundo lingüístico, sino más bien de ciencias exactas; era físico y le encantaba las incongruencias, no porque le gustara ser perfeccionista, sino exigente, me le acerqué creyendo que era un colega del gremio y lo primero que le pregunté después de su nombre fue: «¿A qué le teme John Katzchenbach? A cumplir 53 años». Era un chiste, me lo contó mi sobrino el día de su cumpleaños y en lo personal me alegra el día, y para Gabriel no fue más que un reto por comprender. No es como si no tuviera sentido del humor, porque él mismo te podía contar anécdotas y chistes tan verdes que podría hacer sonrojar hasta a un sacerdote, la cosa era que no sabía quién era el escritor y no había leído El psicoanalista. Así que lo que pudo haber sido una plática amena o una aclaración después de decir «Perdona, no entendí el chiste», él dijo: «Todos le tememos a envejecer, creo que ya no tanto, pero la mayoría le tememos a cumplir cincuenta años, pero ¿Por qué esa edad? ¿Sus abuelos, padres o mayores murieron a esa edad? ¿Será supersticioso?». Licenciatura en física y mente de filósofo, para Paulina, mi difunta esposa, le parecía curioso que fuera soltero; en realidad era divorciado.

Volví a mi departamento a la una de la tarde después de haber comprado la revista Cosmos y de haberle dicho al portero que muy probablemente recibiría un paquete de una compra de internet en la tarde, por lo que me avisaría por teléfono si pasaba cualquier cosa. Lo que yo hacía normalmente a esa hora era adelantar cualquier trabajo que tuviera pendiente para el lunes. Cuando inicié en la docencia todo mi tiempo era absorbido por los trabajos a corregir, los exámenes que calificar y la planeación que ordenar, y cuando tomé el puesto de investigador todo era peor, porque volví a ser el estudiante, volví a tener a alguien que me juzgara en todo, en cualquier punto y hasta en cualquier momento; pero Gabriel hacía ver aquello como un segundo momento de juventud. «¿Qué mejor que volver a aprender? No hay nada más estimulante que aquello que desconocemos y nos esforzamos por comprender investigando». Él trabajaba en una fábrica de repuestos de celulares y utensilios para las reparaciones, como los aumentos que ocupaban para cambiar piezas diminutas, los soldadores de 15 centímetros junto con sus respectivas bases, los platos donde colocaban los tornillos y demás, te podía demostrar con una simple frase por qué los modelos de celular de 2014 eran muchísimo mejores que los actuales, simplemente miraba seriamente a quien lo confrontara y decía: «Embarra tu celular con pasta dental completamente, si se apaga es que sus componentes nunca han estado bien soldados, si sigue prendido es que tienes un buen celular». Pues bien, aun cuando su trabajo fuera completamente diferente al mío lo llamaba para encontrar motivación y ayuda. La primera vez que lo hice fue por accidente, le dije al asistente de Google que quería llamar a Ariel, mi coordinadora, pero obviamente los celulares de antes sin esas inteligencias artificiales diseñadas exclusivamente para estadounidenses, eran mejores. «¿Bueno? ¿Qué pasó mi buen Héctor?» me contestó alegremente, le dije que la llamada había sido un error y que solo quería resolver algo del trabajo, él se interesó cuando le hablé sobre los conflictos de la alteración del lenguaje y el uso de la terminación «e» como forma de protesta; para ser sincero no creí que supiera del tema y mucho menos que cambiara mi perspectiva al decir: «Las protestas no deben de verse como algo agradable, sino no servirían, al fin y al cabo todos fuimos jóvenes, y los jóvenes nunca estarán de acuerdo con la generación que va empacando para dejar su cochinero atrás, incluso ellos se enojarán cuando lleguen los nuevos jóvenes». Siempre fue una mente rebelde, un idealista, sorprendente que haya decidido estudiar física trabajando como ingeniero.

Todo el día pensando en Gabriel. Solo había hecho aquello con otra persona cuando murió y fue mi esposa, mi amada Paulina, la razón de mis suspiros. Eran las diez de la noche y busqué mi agenda; después de pelearme tantas veces con los celulares inteligentes dejé de usar aquellos convencionales y decidí comprarme uno más simple, no analógico completamente, solo uno que tuviera las necesidades básicas: Llamadas, mensajes y suficiente. Mi vergüenza se volvió mayor al ver que, debajo del nombre de mi amigo estaba su fecha de cumpleaños, 2 de octubre, y era ese mismo sábado. ¡Que mal amigo, todo el día preocupado por él sin saber que era su aniversario y ni un «hola» por teléfono le pude dedicar! Me apuré hacia donde estaba mi viejo confiable y marqué a su casa, seguramente ya habría apagado su celular, cosa que hacía desde los cuarentainueve años, me contestó alguien más, pensé que serían sus familiares por obvias razones, pero cuando me dijo que había muerto, las ideas más ilógicas brotaron de mi mente para volverse teorías ridículas: «¿Será que marqué el número equivocado? Debe ser un bromista queriéndose aprovechar de un anciano como yo, ¿De qué rayos habla? Los amigos no mueren así sin más, él no podía morir».

El domingo fui a su departamento para hablar con su hijo, era un chico de 30 con licenciatura en artes teatrales, casado y padre de dos hijos; los nietos de mi amigo eran gemelos y el reflejo vivo de Gabriel. El lunes fue el velorio, una ceremonia decente y hasta sencilla, con varias coronas de flores alrededor, una donada por nuestro amigo en común Fernando, y hasta una hecha de rosas blancas donada por mi universidad en la que ni si quiera había puesto un solo pie en su vida. No fue una celebración católica como las que se acostumbra acá en Detéramo, sino anglosajona, de las que familiares y amigos pasan a hablar del difunto frente a todos y los demás lo oyen en señal de respeto, y cuando pasó su hijo Rafael estaba a punto de retirarme, no me sentía cómodo rodeado de tanta gente, pero sus palabras hicieron que me sentara de nuevo.

— Cuando le dije a mi padre que ya estaba listo para elegir una carrera me preguntó si lo haría por seguridad económica, por prestigio o por no defraudarlo, le contesté que elegiría artes teatrales porque quería aprender y él me abrazó, me felicitó y me deseo mucha suerte. Siempre estuvo junto a mí, siempre me apoyó en todo lo que necesitaba, incluso cuando el resto del mundo se burlaba de mi futuro incierto. Él siempre fue un hombre muy comprometido con mis decisiones, muy abierto y tranquilo, incluso cuando parecía que discutiría con sus amigos sobre temas extraños como las manifestaciones y demás, él simplemente sonreía y decía «Si hasta los perros sonríen frente a un arcoíris ¿Por qué tú no?», y cuando le pregunté en una ocasión por qué siempre se ponía del lado de los protestantes, de lado de los que no querían seguir las reglas, él solo suspiraba, señalaba su diploma como físico y decía «Porque a mi edad no se podía decidir».

O. S Cranston

O. S Cranston

Autor

Originario del estado de Puebla, en México, O. S. Cranston, es considerado un escritor emergente de carácter práctico y realista. Varios de sus cuentos publicados como El misionero (135Magazine, 1ra convocatoria, diciembre 2020), La puerta mal cerrada (Lugares imaginarios, Pluma digital, julio 2021) y Perro mirando un arcoíris (Fantastique, septiembre 2021) son un ejemplo del compromiso que tiene el autor con la literatura.
Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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