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Ilustración: Deivy

Tomás Pelaia

Cuando le llegó la hora de morir, a Sir Sheridan Saki no se le movió un pelo. Recostó la espalda entera en la cama y, con la mirada apenada del vicario encima, exhaló. Como intentando facilitarse el paso.

No se arqueó de dolor ni agitó el cuerpo en un intento de agenciarse unos segundos más. No hizo llantos ni nada de lo opuesto. No preparó ni el pozo ni el testamento. No cambió las sabanas siquiera.

Dicen que todos los hombres llegan y se van levantando los brazos. En la búsqueda de un abrazo. Sir Sheridan tenía las manos puestas en los bolsillos del batín de noche, como quien espera casualmente su carro. No se ocupó ni de cerrar los ojos. Vio llegar la ida, relajó todo aquello que se le escondía en el pecho, y murió. De tuberculosis, huérfano y sin descendencia. Con la boca seca y los pulmones negros. Tranquilo, no como quien ha hecho por última vez, sino como quien aún no empieza. Obitó. Y, acorde a la tradición familiar se convirtió en fantasma.

De ahí en adelante, lo que ocurriera con Sir Sheridan poco le importó. Vio como lo amortajaban en telas y lo subían a una zorrita tirada por dos caballos. Supuso que lo devolverían a la tierra. Antes de que el carruaje desapareciera por la esquina, él ya era la casa.

Si había un camino correcto, era este. Así como con su padre, y con el padre de su padre, debería ocupar la casa hasta que se le concediera una entrada al panteón familiar. Mientras tanto, al menos en lo que durara ese mientras tanto, porque los fantasmas no tienen cuerpo para vivir con tiempo, sería uno con las paredes, con las alacenas, con las puertas, con las luces y las oscuridades, con los sótanos y el altillo, con las ventanas, con los caños y los pisos. Con los candelabros y la platería. Con el viento que recorre las habitaciones y los sonidos que la madera hace sola por la madrugada. Su única tarea era ahuyentar a los extraños.

Bastaba con remover los platos en las estanterías o volcar un par de zapatos en el altillo para simular unos pasos. Correr algunas sillas o abrir unas puertas. Hacer pasar el agua hirviendo por las cañerías roídas del siglo XVIII alcanzaba para espantar al más temerario de los visitantes.

Y así lo hizo en el eterno mientras tanto. Cada vez que algún hijo de sacerdote visitaba la casa con la intención de santificarla. Siempre que los vividores se colaron por alguna ventana, tratando de saquear la joyería. Todas y cada una de las tardes de domingo en las que los niños entraban en grupo contándose historias de fantasmas, y cada vez que alguna pareja ardida y desesperada buscaba un refugio prohibido para esconder algún que otro pecado. Las veces que los desafortunados perdieron una apuesta con la lluvia y quisieron pasar la noche secos, y sobre todo los lunes por la mañana, que llovían abogados que discutían como adueñarse de las tierras.

Lo hizo hasta que de Sir Sheridan floreció el pasto y las flores. Hasta que la cal se comió los huesos y no quedaron ni sobras para los escarabajos. Hasta que el polvo regresó al polvo y que, de Sir Sheridan sólo hubo una ligera memoria. Una piedra cascada con un nombre que se parecía al suyo. Lo hizo hasta que no pudo hacerlo más.

Hasta que una mañana decidieron demoler la casa y con una topadora mataron al fantasma.

Tomás Pelaia

Tomás Pelaia

Autor

Estudiante, lector, baterista y ferviente fan de Led Zeppelin. Soy un apasionado de la literatura, enamorado de escribir notas, adepto a todo lo que se pueda aprender y neófito en semblanzas.
Deivy

Deivy

Ilustrador

Me llamo Deivy Castellano. Pintor aficionado, intento que mi trabajo hable por mí mismo. Trabajo para ser un polímata, en mi tiempo libre soy un misántropo auto exiliado en Marte.

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