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Ilustración: Lizeth Proaño

Víctor M. Campos

Obsesionado con salir adelante: me pregunto si se puede hacia otro lado. ¿Qué tal hacia adentro o, simplemente, salir para afuera? Hay que ser idiota para que un pleonasmo te lo impida. Lo oigo repetir esas palabras y no puedo evitar sentir coraje. Lo entrevisto para el periódico de la facultad y habla de todo lo que ha superado para llegar hasta donde está. Hice tal cosa, les demostré tal otra, lo logré, afirma, y no puede ni quiere evitar esa sonrisita que acompaña su retórica. De verdad se la cree y tan lo hace que no escatima en afirmaciones. Se me escapa un suspiro. En esta relación asimétrica no me corresponde a mí suspirar, pero se me escapa. Después, propongo que nos tomemos un descanso. Tal vez es buena idea ir por un segundo café. A él no le hace gracia. Estaba en lo mero bueno y yo le he echado una cubetada de agua fría. ¿Quién soy yo para proponer? Mira el reloj de pared y me dice dónde está la máquina como si yo no lo supiera. Gracias, le digo. Él levanta una mano; una que muestra su palma y su bien educado desdén: no quiere ningún café o que no necesita que le dé las gracias. Me recuerda a mi padre. Sé que el coraje es por eso. Todos estos vejetes tan seguros de sí y de sus palabras. Tan convencidos están. Oprimo el botón del café negro y la máquina hace un ruido, pero después nada. Oprimo y oprimo, pero no. Él viene y lo resuelve dándole un golpe. Nunca falla, dice y me guiña un ojo. El chorro de café lo es todo: su vorágine sube hasta que el vaso de cartón se llena. Él vuelve a la silla, cruza una pierna sobre la otra y entrelaza las manos. Espera. Aspiro el café para llenarme de un olor distinto al de su suficiencia. Me siento frente a él, repaso el cuestionario, le formulo otra pregunta. Luego de pensárselo, responde. El movimiento elocuente de sus manos acompaña a las palabras. Él lo superó todo. Nadie daba un peso por él, dice, pero aquí me ves. Una silla que ha dejado de ser sólo una silla porque él, gracias a su magia hechiza, ha tenido a bien convertirla en algo más: la silla es su trono y desde ahí gobierna la facultad o el mundo entero. Por eso estoy aquí entrevistándolo. Pronto le van a dar otro reconocimiento y por eso estoy aquí. Le pregunto, finjo interés, tomo notas; todo lo anterior tratando de hacer que se sienta cómodo: que se dé, que hable, que diga lo que quiera. Las palabras, en cualquier rato, pueden y quizá deben ser usadas en nuestra contra. La máquina gruñe. Tal vez he abusado de la reflexión y eso ha terminado por fastidiarla. Él sigue en lo suyo. Mañana o pasado sus palabras estarán en el periódico de la facultad y todos sabrán, los que ya lo sabían y los que no, quién es él. No me quiero imaginar al que pueda estar interesado genuinamente en estas palabras. El café de la máquina es malo. Pero algo necesito para tragarme todo lo que tenga que tragarme si quiero que él siga, a su aire, llenándome la grabadora. Quien me mandó sabía lo que hacía. Me asignó esta entrevista para castigarme por tanta rebeldía sin causa, dijo, y por tanto sarcasmo. Lo cierto es que nadie quería entrevistar a este tipo. Y así como en la vida se debe salir adelante, para subir hay que hacerlo desde abajo y el editor ha dado por sentado, primero, que yo estoy abajo y, segundo, que quiero subir. No hay otro horizonte posible. Aquí me estancaré, dice; te quedarás viendo cómo te pasan por delante aquellos que tienen otra perspectiva. ¿Otra? Se refiere a ese lugar desde donde habrá que mirar las cosas si quiero pensar lo mismo de las cosas que se miran. Por lo pronto, yo tengo que mirar a la cara a mi entrevistado y ponerle atención. Si alguno de los dos debe bajar la mirada, o desviarla, no puede ser él. Eso se sabe de antemano. Debo escucharlo y registrar cuidadosamente sus palabras. Son tipos como él a los que conviene escuchar para convencerte del tipo de persona que no quieres ser. Vale. Los gruñidos de la máquina, sin embargo, también reclaman atención. Otra vez le pongo pausa a la grabadora y voy hasta allá. Ahora es él quien suspira, pero como tiene el poder puede hacer lo que le venga en gana. Tal vez ha llegado mi turno de intervenir. Es verdad que la máquina funciona, pero quizá si yo quiero que funcione de otro modo, digamos, que no meta sus gruñidos en la grabación o hacer que dé buen café, quizá ha llegado mi turno: el momento de vencer mis propias resistencias y resolver lo que haya que resolver. En síntesis, eso es lo que este tipo ha pasado la tarde entera diciendo. ¿Qué tal si hago como que le creo? Mi mano derecha se transforma en un puño y con el canto golpeo, sin demasiada violencia, la máquina de café. Los gruñidos se detienen. Miro a mi nuevo mentor que me sonríe y no se olvida del guiño en el que ya hay una pizca de sincera complicidad. Nunca falla, le digo, y él lo aprueba: el índice de su mano derecha es un largo cañón percutido por el pulgar que me dispara, amigablemente, esa aprobación. Francamente no creo que entienda la ironía, en especial si no la hay, pero de que la sonrisa es casi otra, sí que lo es. Soy más que una silla y ya me veo como algo más que un suplente. Soy quien ha encontrado una fuente de inspiración en este idiota cuyas palabras, mañana o pasado, aparecerán en el periódico de la facultad. ¿Hay algo más en lo que te pueda ayudar? Le digo que no estaría mal si me deja tomarme una foto con él. Y él, que no está para resistirse a estas cosas, se levanta y separa las manos abriendo entre ellas un hueco grande en el que cabe un rebelde sin causa o hasta dos si es que hubiera tanta gente que quisiera, en verdad, tomarse una foto con semejante tipo. Voy, me paro junto a él y mientras prepara su mejor sonrisa, agarro vuelo y le encajo un codo en el estómago. Si algo le he aprendido es que con un golpecito algunas máquinas puede que funcionen mejor. En la selfie sale medio doblado sobre sí mientras yo sonrío alegremente y, quizá, sólo quizá, un poco asustado de lo que pueda venir. La vorágine sube hasta que el vaso de cartón se llena por tercera vez.

Víctor M. Campos

Víctor M. Campos

Autor

El autor se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa, dirigido por Carmen Simón. Es licenciado en tal, por la UAQ, con maestría en cual, por la UPO. Cuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y por distintas revistas y plataformas como Monolito, Bitácora de Vuelos, Anuket, Ipstori, etc. Nació en la CDMX.
Lizeth Proaño

Lizeth Proaño

Ilustradora

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