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Ilustración: Arturo Cervantes

John Gómez

«Esos malditos estúpidos lo arruinaron todo», pensó, mientras las cifras señalaban que pronto habría un nuevo propietario en la Casa Blanca. Era el comienzo del fin. El peso de los acontecimientos recientes le había drenado toda la energía, y últimamente solo quería pasarse los días durmiendo en el solárium. Todo el esfuerzo, el tiempo, el dinero invertido, parecían ser en vano ahora, pues había cometido el error de no anticipar este cambio. Se había confiado. ¿Cómo no hacerlo, si los últimos años habían pasado vertiginosamente, como en una gran fiesta? «Idiota, idiota, idiota», chillaba una voz en su cabeza, reconociendo que había perdido de vista lo verdaderamente importante. La habitación había empezado a dar vueltas a su alrededor, lo cual sucedía a menudo, especialmente desde el inicio de las elecciones. Salió al balcón y respiró un poco del frío nocturno, esperando sentirse mejor. Fue en vano. La casa estaba en silencio, aguardando, como un gigante dormido. Era un silencio inusual, pues el ruido de la gente solía llenar los pasillos con preguntas, declaraciones e informes acerca de las cosas que debían hacerse, y se había acostumbrado a ello, a su bramido. Un barullo de bestias sucias en un zoológico demasiado caro para ellos. Los odiaba. Odiaba todo esto: el país, la prensa, los partidos, las pretensiones progresistas de los demócratas, los culos viejos republicanos y, en especial, la farsa de la política.

La primera vez que pensó en ello, tenía 22 años y su nación estaba en una guerra que habría de dividirla para siempre. Recordaba cómo había seguido las noticias en su época, cómo se había empapado de todos los asuntos relacionados con la guerra, no por miedo a esta (como muchos de sus compatriotas), sino porque le parecía emocionante, lo excitaba. No le preocupaba, realmente, cuál de los bandos se quedaría con la victoria, tan solo imaginaba el despliegue de todo ese poder militar, fantaseando con la posibilidad de usarlo a su favor, con ser quien dirigiera aquella sinfonía de muerte. Y lo que realmente le hacía mojarse no era el poder en sí mismo, sino el hecho de que fuese rentable. «¿De qué sirve el dinero si uno no tiene el poder de hacer lo que quiera con él, de hacer más dinero, incluso?», se repetía, constantemente. Siempre había sentido que las personas estaban ahí para servirle, para ser usadas como una escalera que le llevaría a donde quisiera llegar. Y desde entonces sabía cuál era su destino, ese destino que quería cumplir a todo costo. Las cosas le habían sido dadas, como un regalo divino, y tenía la certeza de que usaría aquellos dones para poner el mundo a sus pies.

Encendió un cigarrillo mirando hacia afuera, a la negrura. Ahora todo era en vano. Se había confiado y lo había jodido, irremediablemente. La prensa lo trató como una basura desde el inicio de su mandato, y se había prometido no descansar hasta ver arder a todos aquellos que se burlaron en algún momento de sus palabras, de las mentiras en las que le habían pillado, hostigándole con preguntas, recriminaciones y memes. Ahora era tarde. Había decidido que no iba a dejar la casa, que no dejaría nada nuevamente, así tuviese que reducirlo todo a cenizas. Pensaba en sus hijos, en aquellos hijos que había perdido, pero ese era otro tiempo, otra realidad. Ahora tenía acceso a más de 1.000 ojivas nucleares, sólo debía dar la orden precisa, ejecutar los códigos y sentarse a esperar. La tarjeta estaba donde siempre, en el bolsillo derecho del traje (el mismo en el que había guardado el tapabocas aquella vez, como en desafío a los medios), y uno de los maletines nucleares descansaba siempre en la Oficina Oval. Lo había decidido, no iba a dejar que se burlaran otra vez.

Lanzó la colilla hacia la nada, y volvió a la cama con una sonrisa en el rostro. Atravesó las habitaciones con paso ligero y se metió entre las sábanas. La noche era fresca y la cama era suya, enteramente, como suya había sido gran parte de la casa durante los últimos años. Pensó en Barcelona. La última vez que había estado allí había sido un par de años antes de ganar las elecciones. Quería visitar la ciudad nuevamente, ir a la playa antes de que todo llegara a su fin, y sentir la arena caliente bajo sus pies, una vez más. Pasó un largo rato antes de que conciliara el sueño, pero no le importó: ahora sabía lo que iba a hacer. El mundo también sabría quién era, de lo que era capaz. «Demasiado tarde», pensó, y un escalofrío le corrió por las piernas, disipándose en los músculos de su pelvis. Así debían sentirse todos aquellos villanos cinematográficos en la basura hollywoodense de las últimas décadas: ebrios de poder, sintiendo cómo la idea de quemarlo todo recorría sus cuerpos —como lenguas de fuego—, ardiendo desde adentro y sobre la piel.

Eran las 11 de la mañana, y el presidente de los Estados Unidos de América buscaba algo en la nevera para quitarse la ansiedad de los resultados. No había podido pegar el ojo en toda la noche, y, de hecho, no recordaba la última vez que había compartido la cama con su esposa. Perdido el Estado de Pensilvania, las ilusiones de conservar el mandato se iban por la borda, como se habían ido las promesas que alguna vez le hizo a su mujer. —Esos malditos demócratas otra vez —murmuraba con la boca llena, a la par que mordía un pedazo de pastel rancio, sentado, solo, en el comedor. «¿Cómo voy a sostenerle la mirada después de todo esto?», pensó angustiado, sin sospechar siquiera que no volvería a verla nunca. Ella, mientras tanto, recorría el Aeropuerto de Barcelona, El Prat, pensando en la playa, nuevamente, mientras que alguien en El Pentágono ingresaba los códigos que cambiarían la historia de la humanidad para siempre.

John Gómez

John Gómez

Autor

(Bucaramanga, 1988). Magíster en Filosofía y Escritor. Director de la plataforma cultural Alter Vox Media y la Editorial Sátiro. Socio fundador de la Librería Cinicoteca. Creador del Certamen Nacional de Poesía Basura John Gómez 2021. Perdedor en infinidad de concursos, premios y convocatorias literarias. Sueña con la llegada del fin del mundo.

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustrador

Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.

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