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Ilustración: Arturo Cervantes

Paulo A. Cañón Clavijo

Y por amor a la memoria
llevo sobre mi cara la cara de mi padre

Yehuda Amijai

Hay hombres que se distinguen por sus barbas, pero también hay barbas que se distinguen por sus hombres. Basta poner un poco los ojos en los rostros que siempre reconocemos, imaginando qué habría sido de personajes como Nietzsche, Marx, Tolstoi, Hemingway o el mismísimo Kropotkin, de no haber tenido un bello facial que los adorne.

Y es que para quien ha llevado una barba —o por lo menos un bigote — en algún momento de su vida, el llevarlo significa adquirir una identidad que se pierde a la hora de afeitarse por completo. Basta con ver las fotografías de Antonio Tabucchi, el genialisimo escritor italiano, para entender a qué me refiero.

Tabucchi, responsable de traer al mundo al maravilloso señor Pereira, el protagonista de Sostiene Pereira, cargaba un bigote tan impresionante como su literatura. Una pequeña y frondosa capa de vello que se esparcía encima de su labio superior y que —vaya uno a saber por qué— decidió afeitar durante sus últimos años. El contraste es extrañísimo, y debo decir que al Tabucchi lampiño jamás lo sentí como el autor de uno de mis libros favoritos, no porque la rasurada lo volviera indigno, sino porque la primera imagen que vi de él, la que se me grabó a fuego en la memoria, fue la del gentil mostacho y no la del hombre con los labios desnudos y desolados. Ése hombre, el lampiño, me parecía otra cosa, tal vez un arquitecto o un pianista, pero, al sol de hoy, no he podido anudarlo con su vida, la de escritor.

* * *

Tengo veintidós años y, probablemente, hace unos cinco o seis que me afeito. Comencé haciéndolo yo mismo, imitando las enseñanzas de mi papá, en el baño de la casa y armado con una gillette azul y con algo de crema de afeitar. Como no me salía mucha barba —y del bigote ni hablemos— pasé la mayor parte del tiempo dejándome al ras, en un ritual que había que hacer un par de veces al mes y era suficiente. Sin embargo, los años de la universidad no llegaron solos, y a eso de la mitad de la carrera, la barba (que ya no era invisible, sino que parecía un frenazo de bicicleta) se hizo más abundante y fue necesario cambiar la cuchilla y la crema de afeitar por una rasuradora eléctrica que aún no sé manejar del todo.

Desde entonces, he tenido incontables fallos en la tarea de llevar bien la barba y mantenerla yo mismo. Es un ritual complejísimo, que requiere de una simetría y una habilidad propios de un miniaturista o de un relojero. Más de una vez, la rasurada comenzó por un sencillo emparejamiento en la mejilla derecha, y luego, por culpa del mal pulso, terminó cortando demasiado. Entonces la mejilla izquierda, abandonada a su suerte, terminó con una barba más larga que la de su contraparte en el otro lado del rostro. De modo que en aquellas ocasiones me vi forzado a tomar de nuevo la rasuradora y enmendar el error, con la mala fortuna de causar un daño mayor y recortar de más. Y así sucesivamente, hasta que me entraba la frustración y la única solución digna y plausible era afeitarme por completo, contemplando las ruinas de lo que pudo ser una barba pareja.

De modo que hace un año decidí resignarme a que yo sólo no me basto para eso, y los pasos me llevaron a una barbería.

* * *

De las barberías hay que decir mucho, pero lo importante no es el lugar, sino los barberos. Es necesario pensar bien en quién es la persona a la que uno le suelta el cuello. Creo que llega un momento en la vida de todo hombre en el que se pregunta si puede confiar —o no— en su barbero. Algunos responden que sí, y regresan al mes siguiente o a las dos semanas, confiados en que la caba y la aorta están a salvo con el desconocido que tiene una cuchilla y promete sólo llevarse los vellos sobrantes. Otros, en cambio, vuelven derrotados a sus casas y, en silencio, se resignan a no llevar una barba, o peor, a dejarse tres o cuatro pelos mal ordenados y decirles bigote.

Particularmente, yo aún confío, a pesar de que es normal que cada vez vaya a un especialista diferente. Me gusta el capricho de sentarme frente a un barbero desconocido, distinto al anterior, y que este haga su trabajo cortando pelo y emparejando barba. Siempre que llego, doy una ligeras instrucciones y me siento en la silla, medio asustado y medio emocionado, a esperar el frío tacto de las tijeras. Tengo la costumbre de cerrar los ojos mientras todo ocurre, para que así, disimulando un astigmatismo que no permite ver muchas cosas claras en el espejo, convencerme de que disfruto sentir el cambio radical entre la imagen que dejo al llegar y la que tengo al salir.

Entonces ocurre la escena que jamás pasaría en mi casa, conmigo frente al espejo y con la rasuradora en la mano. El desconocido barbero me va guiando la cabeza para un lado y para otro, a veces hacia la izquierda o hacia arriba, en función de dónde quiere recortar. Pasa la mano untada con crema, deja un ligero masaje en donde va a hacer su trabajo, y después, tan preciso y frívolo, desliza la cuchilla mientras habla de algún partido de fútbol o me pregunta si utilizo algún aceite que me permita darle textura a mi ínfimo bigote. Y yo, en la silla, con los ojos cerrados, aprieto los dedos de los pies y trato de no pensar en el musical de Jhonny Deep en el que el buen Sweeney Todd se despacha a los clientes que acuden a él para que les rasure el rostro.

* * *

«El navaja», así se llama el cuento de Vladimir Nabokov en el que pienso siempre que voy al barbero. La historia es sencilla y no hablaré mucho sobre ella: un militar retirado, el capitán Ivanov, apodado «El navaja», se encuentra trabajando en una barbería en Berlín, ciudad a la que llega como un exiliado de su patria soviética. Un día, por algún azar del destino —como ocurre en la mayor parte de las historias de Nabokov— un funcionario soviético, responsable de muchas desdichas en la vida de Ivanov, aparece en el negocio para hacerse afeitar.

Lo que sigue es frívolo y tensionante, pues el capitán exiliado, navaja en mano, atiende a su desafortunado cliente, y, en el proceso, cuando el pobre hombre está completamente lleno de espuma de afeitar y a merced de su barbero, Ivanov comienza a recordarle las desdichas por las que pasó a causa de la intervención del funcionario.

El final no lo contaré por honrar a la buena literatura, pero me voy a contentar con decir que, después de leerlo, cada visita al barbero, cuando estoy a merced del desconocido de turno, es un juego tensionante en el que el paso de la navaja se convierte, por alguna extraña razón, en una repetición constante de la azarosa venganza del capitán Ivanov, mientras me pregunto —aún si jamás es el caso— si el barbero que me atiende guarda o no motivos para odiarme.

* * *

Cuando la tortura acaba, no ocurre nada extraño: el barbero cambia de mejilla y yo sigo vivo, con el cuello intacto. Incluso dan ganas de comenzar a cantar a dueto con él, aunque imaginar que la canción que yo elija no le guste, es suficiente para desanimarme y que yo cambie de plan. Puede que confíe en él, pero uno nunca sabe.

Algunos minutos después, la afeitada acaba, el buen barbero me acerca un espejo y, con mi astigmatismo, aprieto los ojos para verme a medias en el reflejo. Es curioso, pero tanto si me gusta lo que obtengo, como si no, mi reacción siempre es la misma: abro un poco la boca, giro un poco la cabeza y asiento, un poco, en silencio, o casi en silencio, pronunciando una a que está muy cerca de ser una a muda. Entonces me levanto de la silla, doy las gracias y pago el servicio, mientras regreso a casa, palmeándome el rostro en busca de algún corte disimulado. Por fortuna jamás encuentro uno.

Cuando cruzo la puerta de mi hogar, lo primero que veo es a mis padres, que me examinan despacio e intentan averiguar si el barbero cortó lo suficiente, o si se extralimitó y me dejó mal motilado. Mi mamá, usualmente, me mira y afirma que todo salió bien, mientras que mi padre, a quien siempre le he envidiado la barba y el bigote, ceja el asunto sentenciando que me cortaron demasiado. Lo que sigue es rutina: busco un espejo y, ya con las gafas puestas, intento juzgarlo todo yo mismo, aunque por lo general me cuesta saber si estuvo bien o mal el corte.

La cosa finaliza conmigo suspirando y yendo a tomar una ducha, intentando fijarme en si la espuma del jabón arrastra consigo los restos de la afeitada. Entonces tomo algo de shampoo, en un gesto que no sé si es bueno o malo —porque jamás me he atrevido a preguntar—, y me dedico a enjabonarme de nuevo la barba, haciendo énfasis en palpar las zonas recién despojadas, suaves a causa del paso inexorable de la cuchilla.

* * *

No sé si de mi barba puedan decirse muchas o muy pocas cosas. Siempre ha habido a quienes les agrada, pero también hay quienes me recuerdan —constantemente— que me veo mejor afeitado. Mi respuesta, para unos y otros, generalmente es la misma: a mí me gusta así.

Mi barba no es una extensión de mi ego, o una excusa para sentirme mejor o peor que otros. Nada más lejos de la realidad. Sencillamente es algo que comparto con mi papá, al igual que con mis tíos y algunos primos de mi familia paterna (porque en la materna la mayoría le ha huido a la barba, conformándose con la sencillez del bigote). Es un signo de orgullo, pero también es un recordatorio de pertenencia, el distintivo común que tengo con muchos de mis seres queridos y que, bien o mal, se convierte en un motivo para saber que estoy unido a ellos.

Bien puedo decir que aún recuerdo vívidamente el momento en que papá decidió enseñarme cómo debía pasar la cuchilla, y, momentos después, cómo cortar tiritas de papel higiénico para responder y subsanar los cortes de una mala afeitada. Aquella imagen es algo que me hace feliz, porque en cada ida a la barbería, así como en cada una de mis aventuras con la Gillette y frente al espejo, encuentro y rememoro un gesto de cariño, el recordatorio de que aquello que estoy cortando —o que alguien más está cortando— es el fortalecimiento de un silencioso lazo que no me une sólo a mi familia, sino a todos los hombres del mundo, o al menos a los que —al igual que yo— se han sometido a ese valiente rito de deslizar una rasuradora por su cuello y salir vivos en el intento. Soy muchas cosas además de mi barba, pero hay algo especial en esa rara fortuna de poder tenerla.

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Redactor

Colombiano, periodista y lector de tiempo completo. Escribo para encontrarme. Apasionado del fútbol, la música, los elefantes, las mandarinas y los asados.

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustrador

Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.

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