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Ilustración: Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Era su turno de cambiar los ojos de gato que colgaban de la puerta de la cabaña. Debía apurarse, pues no faltaba mucho tiempo para que cayera la noche. Cazarlos era divertido y sacarles los ojos no le molestaba; era matarlos la parte que detestaba. Esta vez tenía en sus manos un gato gordo de pelo blanco y esponjado. Fue muy fácil atraparlo, pero ahora debía matarlo.

—Perdóname… Por mi alma que no es personal —cerró los ojos y asestó el golpe con su martillo plateado. Debía apurarse: el Waldgeist saldría a recorrer el bosque cuando se alzara la luna. Tomó los ojos descompuestos y los metió a un saco morado de piel. Sacó los ojos nuevos de un saco rojo de gamuza y los clavó al marco de la puerta. Cuando entró a la cabaña, sacó los ojos del saco morado y los arrojó al fuego.

—Bien hecho —le dijo su madre—. Ahora ve a lavarte, la cena casi está lista.

Mientras se lavaba pensaba en su madre; le contó una vez que, cuando ella tenía su edad, vio al Waldgeist al asomarse a la ventana de su habitación. En ese momento, uno de sus ojos –él nunca estaba seguro de cuál– adquirió el color del metal fundido.

—Recuerden que los ojos de gato todavía están muy frescos y no deben abrir las ventanas, o el Waldgeist entrará y se beberá nuestras almas —exclamó la madre antes de que todas las puertas se cerraran. Una vez que su madre y sus hermanas se durmieron, él tomó su martillo de plata y salió de la cabaña intentando hacer el menor ruido posible. Quería ver al Waldgeist. La curiosidad que tenía de verlo era enorme. Desde pequeño le había temido, gracias a las historias de su madre. Ahora no le temía más: quería verlo y descubrir si todas las historias eran ciertas.

Caminó por largo rato, deteniéndose de vez en cuando ante algún árbol de forma extraña. Supuso que llevaba horas fuera de casa y comenzó a aburrirse y a preguntarse si el Waldgeist existía en verdad. Para cuando llegó al arroyo, estaba convencido de que el Waldgeist no era más que un mito, una superstición. Decepcionado y molesto, se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso. Después de caminar por un momento, se dio cuenta de que no reconocía los árboles a su alrededor, ¡pero eso era imposible! Él conocía el bosque como las grietas en el mango de su martillo; la cacería de gatos lo había obligado a conocer el bosque árbol por árbol, raíz por raíz.

Entró en pánico. De pronto, un par de ojos entre los árboles. Los miró directamente y vio en ellos el infinito y una soledad insoportable

—¿Querías verme? —escuchó dentro de su cabeza y retumbando en el bosque a la vez. No contestó. No era necesario. El Waldgeist se hizo visible poco a poco y se acercó a él flotando y arrastrándose al mismo tiempo. Una brisa helada golpeaba su cuerpo y el aire tenía el olor de la tierra mojada. Ahora estaba a centímetros de su cara y podía oler su aliento. Olía a agua de río y a carcajadas. Una sensación de nostalgia lo invadió y comenzó a llorar. El Waldgeist abrió la boca para decir algo y él vio sus dientes como alas de cuervo.

—¿Sabes qué le hizo la curiosidad al gato?

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustrador

Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.

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