contacto@katabasisrevista.com

Ilustración: VonPeps

Christopher López

Todos han tenido una mascota. Al menos eso creo yo. Una con la que juegan, ríen, y tienen compañía cuando no hay nadie más en el mundo. Un buen amigo por un periodo de la vida. Lástima que todas las amistades son así, temporales, llegan unas y se van, después otras aparecen y también se van… Se aburren de uno y lo botan como a un juguete viejo, luego siguen con otro nuevo. Raros son los humanos, ven la amistad como un entretenimiento temporal y barato.

Yo antes tenía un amigo… sí, él y yo éramos muy felices y jugábamos todos los días. Ahora… no sé dónde está y qué será de él… Todo lo que me queda son los recuerdos, los cuales voy a contarles porque no me queda mucho tiempo.

Todo comenzó años atrás. Apenas puedo recordarlo. Son imágenes borrosas y grises. Aún era muy pequeño. Me encontraba encerrado detrás de un cristal, en un estrecho cubito al que llamaban cuarto. A lado había otros como yo, peludos y esponjosos, moviendo la cola de un lado a otro mientras sacaban la lengua. Yo también movia la colita, y no sabía por qué, pero me sentía feliz.

Muchas personas se acercaban a los cristales ¡Y nos miraban con los ojos bien abiertos, y redondos como canicas! Los niños dejaban empañadas las ventanas, con mocos y baba… Lucían emocionados. Se movían de un lado a otro con una sonrisa dibujada, algunos aplaudían como locos sin razón alguna. Mis compañeros y yo simplemente los seguíamos con la mirada, intentando comprender a tan extrañas criaturas. “¡Yo quiero éste mamá!”, gritaban algunos señalando a mis compañeros. Después los padres hablaban con los señores que nos tenían encerrados, y al final se llevaban cargando a uno de nosotros. “Adiós”, les decía con una pata pegada al cristal. Los ojos de los niños brillaban de alegría, al igual que los de mis camaradas al estar entre sus brazos. Habían encontrado un amigo. Un verdadero hogar.

Parecía bueno tener un amigo, en realidad no podía imaginarlo, pero quería tener uno. Las horas corrieron sobre las manecillas del reloj. Muchos de mis acompañantes se esfumaron, ahora estaban en casa acurrucados en suaves cojines mientras disfrutaban de un rico almuerzo y les sobaban la pancita. Mientras tanto, yo me encontraba acurrucado sobre un duro y frío suelo, acompañado por la soledad. Así eran todos los días, los niños venían y escogían a una mascota. Hasta que las puertas de la tienda se cerraban y yo me quedaba ahí, mirando a la ventana con sueños rotos y vagos. Después de todo, ¿quién querría a alguien como yo? Un chaparro bigotón negro, con orejas paradas en forma de punta.

El final del día llegó. El sol estaba por irse a dormir, y la tienda por cerrarse. “Otro día más”, me dije a mí mismo, hasta que de pronto… un niño entró a la tienda. Desilusionado, me tiré con la boca pegada al cristal, sabía que nadie me escogería. El pequeño caminó hacia los cristales, como todos los niños lo hacían. Éste no se mostraba intranquilo ni emocionado, solo mostraba una sonrisa que le llenaba de luz el rostro. Caminó de un lado a otro con pasos lentos, observando, pensando, mirando a cada uno de los que nos encontrábamos detrás del cristal e ignorando sus ladridos… Entonces él me miró. Me vi reflejado detrás de aquellas ventanas a las que llaman ojos, y él se vio reflejado en los míos. En ese momento el niño sonrió, y dijo: “Quiero éste”. El señor de la tienda me tomó entre sus gigantescas manos.

¡Era libre! Podía sentir el aire acariciando mis orejitas. El mundo lucía mucho más grande desde afuera, incluso los niños parecían gigantes. Todo era tan enorme, o tal vez yo era demasiado pequeño. Con ternura, el niño me llevó contra su pecho. “¿Cómo lo llamaras hijo?”, le preguntaron sus padres. El chico me miró pensativo y respondió: “Bigotes”. Una bella amistad inició y desde ese día fui conocido como El Pequeño Bigotes.

Los días felices comenzaron. Tenía todo lo que podía pedir: una casa, algo pequeña, pero eso no importaba; una rica cama donde dormía cómodamente, agua, y comida, si la puedo llamar así, la verdad no tenía muy buen sabor… pero me mantenía sano y todos los de mi especie la comían. Tenía unos buenos amos que me rascaban las orejas, o la pancita, mi lugar favorito… Y mejor aún, tenía un amigo.

Él y yo jugábamos todas las tardes, cuando regresaba de esa jaula a la que llaman escuela. Me lanzaba la bola y yo iba por ella, aunque no me gustaba soltarla, y cuando la devolvía él me miraba con asco ya que estaba llena de baba. Lo mejor del día era cuando me sacaba a pasear, un poco antes de llover. ¡Podía sentirme libre! ¡Orinar donde yo quisiera! Ladrarle a los otros mientras me miraban celosos con los ojos chillones en el borde de las azoteas. Cientos de aromas me llegaban de todas partes, en su mayoría plantas que desprendían humedad dulce y fresca. Al caer la primera gota del cielo, él me soltaba de la correa y corríamos despavoridos hasta llegar a la casa, perseguidos por la lluvia.

Cada semana crecía más. En el espejo me veía a mí mismo como un gigante, pero ante los ojos de todos seguía siendo El Pequeño Bigotes. Por otra parte, los años no solo me hicieron crecer a mí, sino también a él. ¡Y él sí que creció! Fue entonces cuando la edad comenzó a oxidar nuestra amistad.

Al llegar a casa, caminaba lentamente hasta su cuarto con aquella cosa a la que llaman celular, sin voltear a verme. A veces solo me daba una caricia en la cabeza, si tenía suerte. Pasaban horas y él seguía ahí, inmóvil, hipnotizado por ese cuadro luminoso, mientras movía los pulgares; a veces hacía gestos o reía sin razón alguna. Yo le llevaba mi pelota para jugar como en los viejos tiempos pero, la indiferencia de su parte era muy fuerte. Ni siquiera una mirada. Entonces se me ocurrió una idea: robarle los zapatos. Sí, solo así me perseguiría y volveríamos a jugar. Y eso hice. El plan funcionó de maravilla. ¡Lo había logrado! Me persiguió por toda la casa gritando mi nombre: “¡Bigotes!”. Al final me acorraló, quitándome la chancla. “¡Eso no se hace! ¡Perro malo!”. Me tomó entre sus brazos y me llevó al patio de su casa. El niño que conocí ya no existía. Desde ese día no volvimos a jugar. Si le quitaba la chancla o hacía algo para llamar su atención él me miraba furioso, como si quisiera borrarme de la existencia, y me sacaba de la casa. Solo me quedaba recostarme angustiado a ver las nubes hasta que el cielo se pintaba de negro.

Las cosas empeoraron después. Él ya casi no pasaba tiempo en la casa. “Mamá voy a ir a una fiesta con mis amigos”, decía. Y yo tirado en el olvido como un juguete viejo. Era cosa del pasado. Me había remplazado sin pensarlo, con sentimientos de hielo. Al igual que pasa con las rocas, nuestra amistad había sido erosionada.

Al final, esos amigos nuevos fueron reemplazados por alguien más. Seguro ahora me entendían. Una chica había llegado a su vida, adueñándose de su tiempo y corazón. Venía a la casa todos los fines de semana. Ella me caía bien, me rascaba la pancita como solía hacerlo él en los viejos tiempos, y me lanzaba la pelota adornando la casa con su dulce risa. Pero luego él llegaba, amargado como de costumbre, y me hacía a un lado. Tomados de la mano se encerraban en su cuarto.

Al cabo de unos meses ella lo remplazó por otro. “Por fin me entenderá”, me dije. Se acostó en el sillón dejando brotar un río de lágrimas. Ahí estaba yo, como siempre. Le lamí la mano suavemente con cosquillas, intentando que sonriera una vez más. Le entregué la pelota en las manos: La esperanza iluminó mis ojos. ¡Finalmente la lanzó! Corrí jadeando tras ella. ¡Lo había logrado! Nuevamente volveríamos a ser amigos. Corrí hacia su cuarto con la pelota en la boca… solo para ver cómo me cerraba la puerta en la cara.

Entonces llegó la noche. La puerta de la entrada estaba abierta. Era mi oportunidad. El momento de decirle adiós a todo. Adiós a mi amigo que en algún momento me había querido. Tenía que dejar el pasado atrás y aventurarme en un largo viaje en busca de la verdadera amistad. No tenía caso quedarme donde ya no me querían. Me dolía el corazón, tantos recuerdos me pesaban. Era difícil pensar cómo aquellos que alguna vez amaste, con los que alguna vez reíste, aquellos que alguna vez llamaste “amigos” se convertían en completos desconocidos. Miré hacia atrás por última vez y me marché.

Caminé a ciegas en las calles donde la oscuridad reinaba. Solo podía oler, escuchar, activar todos mis sentidos, mas no la vista. Escuchaba fuertes pasos de personas a mi alrededor evadiéndome, los ladridos de otros de mi especie, y el canto del viento que levantaba las hojas secas. El frío era penetrante, aún para alguien tan peludo como yo. Corrí sin rumbo alguno, esperando el amanecer. De pronto, escuché un feroz ruido a mi derecha. Un par de luces centelleantes se acercaron rugiendo y de pronto…

No sé qué pasó después pero, el tiempo se detuvo. Ahora me encuentro inmóvil sobre el suelo con un inmenso dolor que me recorre los huesos. El frío se vuelve cada vez más intenso y la oscuridad más profunda. Nuevamente la soledad es mi única compañía. Los recuerdos giran en círculos una y otra vez.

Me alegra haber tenido un amigo, aunque fuera por un tiempo… No sé qué será de mí… Siento como… mi mente se separa de mi cuerpo… A lo lejos escucho una voz conocida gritando mi nombre: “¡Bigotes!”, tal vez es solo mi imaginación. “¡Bigotes!”, vuelvo a escuchar. De pronto… él me tiene entre sus brazos, abrazándome como la primera vez que nos vimos… cuando era tan solo un cachorro. Varias gotas caen sobre mí. Tal vez es la lluvia o el llanto de mi amigo. Ya casi no escucho sus palabras… solo alcanzo a leer un “te quiero” saliendo de sus labios.

Autor

Christopher López

Christopher López

Es un autor novel, nacido el 10 de Octubre de 1999 en el Estado de México, dentro de una familia de clase media baja. A las 11 años se inició en el mundo de la literatura, influenciado por autores como Borges, Dostoievsky, Horacio Quiroga y Juan Rulfo. Actualmente cursa la licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericanas en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán de la UNAM.

Ilustrador

VonPeps

VonPeps

Ilustrador

Soy Alejandro, 24 años, colesterol bajo, estudiante de psicología y fotógrafo habitual, guionista cuando hay leche y galletas. Me gusta bailar solo, decir groserías y escuchar a Iggy Pop. A veces, creo que sería más feliz viviendo en el campo con un buen poemario, luego me llega una notificación a mi smartphone y me olvido de todo. Soy un pésimo pintor, por eso me hice fotógrafo.

Total Page Visits: 818 - Today Page Visits: 2
Share This