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Ilustración: Arturo Cervantes

Alejandro Zaga

Hoy me desperté a las nueve de la mañana, pero no me levanté hasta el cuarto para las once. Todo ese tiempo una sola idea agobiaba mi cabeza, una duda sobre la que he elucubrado hace varios años pero que hoy me ha paralizado de manera insospechada: ¿Recibiremos la noticia de la muerte de Thomas Pynchon cuando ocurra?

Me acosa este pensamiento ahora más que antes por obvias razones; en medio de una pandemia y pensando que muchas personas que admiro (empezando por mi adorado abuelo) se encuentran en grupos de población de riesgo y el legendario escritor del eternamente joven y marinero rostro, a punto de cumplir 83 años, es uno de ellos.

Reconozco que suena obsesiva o muy rebuscada mi cuestión, pero no he podido evadirla; es decir, un sujeto que se ha ocultado del ojo público desde antes de ser conocido, cuya última fotografía publicada es anterior a la década del 60 y que ha no solo ignorado, sino esquivado los medios por sesenta años, con lo que llaman una fobia social (que yo no creo no sea tal, sino más bien indiferencia hacia los medios) ¿Por qué habrían de informar a los medios? Su legado ha sido creado desde detrás de las bambalinas desde hace seis décadas, ¿necesitará cambiar eso su muerte? Cabe destacar que ha sostenido una relación estrecha con diversos escritores, quienes siempre han respetado su privacidad e incluso algunos de ellos, compartido el gusto por esta, como el recientemente fallecido Rubem Fonseca.

Más allá de la noticia sobre su fallecimiento ¿mostrarán por fin fotografías de él? No solo las fotografías de su cadáver y la cobertura (si hay) de su funeral por la prensa. Imagino a los noticieros lanzándose a matar, pujando mejores precios que sus competidores, intentando convencer al tenedor de sus pertenencias, para proyectar las exclusivas fotos de Pynchon visitando algunos lugares del norte de México mientras vivía ahí en los años 60, asistiendo a justas deportivas a lo largo de las últimas décadas del siglo pasado, celebrando algún cumpleaños en una exclusiva (no por élite sino por cercanía) fiesta.

El mito de este autor, que con ocho novelas y un libro de cuentos publicados en 57 años no se puede llamar prolífico, ha alcanzado con extremo cuidado en cada uno de esos libros puede ir más allá de toda imagen y estoy de acuerdo en ello. Y sin embargo no puedo evitar llevar mi mente a esas dos fotografías del joven Thomas y envejecerlo poco a poco. Puedo crearlo en mi mente y fácilmente hacerlo fanático incluso de la fotografía casera, como se esperaba antes que fuera, un recuerdo inmortalizado, muchas veces gracioso, para enmarcar o guardar en un álbum que sacarán cuando lleguen visitas.

Si muriera Pynchon hoy… me pegaría durísimo, claro. Aunque tengo dos novelas suyas guardadas aún por miedo, terror a su erudición y terror a una posible mala traducción, mi inglés aún no puede hacer frente a tal capacidad de lenguaje (y tal vez nunca pueda), y en esta cuarentena puede que esté en condiciones de intentar, aunque falle. Puedo comenzar con la más reciente de sus novelas, Al límite, que aún está retractilada incluso en un estante. O Contraluz, que siempre he creído la hermana menor de El arcoíris de la gravedad, incluso podría releer Vicio propio, que dicen es la más sencilla de sus novelas (no me costó trabajo y es súper divertida, pero se nota que es el escalafón más bajo, que fue incluso… contenida, de cierta forma). Si me quiero dañar la vista podría optar por ese pdf que tengo de El arcoíris… que no por nada le reportó el premio literario más importante en Estados Unidos.

Si hoy dieran esa noticia… la recibiría en el feed de Facebook, seguramente.

«Muere el mítico autor estadounidense Thomas Pynchon a la edad de 82 añ…»

Nunca se puede leer más de eso, debes hacer click para continuar. Yo no haría click, lo compartiría inmediatamente en mi biografía con el texto «¿Alguien me puede confirmar si es real?», cuando claramente pude haberlo constatado yo, ya que si lo compartí, significa que tengo acceso a internet. Pero no, tengo que informar a mis contactos varias cosas en el acto de compartir la noticia:

  1. Que sé quién es (era, si la nota es real) Pynchon.
  2. Que conozco su obra y le admiro, pues de otro modo no lo compartiría.
  3. Que me importa su muerte.
  4. Que necesito que alguien la confirme.
  5. Que me encargaré de informar sobre su legado al pobre despistado que se atreva a comentar « ¿quién era?» (despistado no por no saber, sino por desconocer que le voy a dar una cátedra que no pidió).

Haré click hasta la tercera nota que lo insinúe, incluso si alguien me dijera que es verdad, la hora y la causa. Cuando abra la página de la nota veré esas dos fotografías conocidas de él, junto a los datos de la muerte. Confirmado. Ahora a abrir Vicio Propio y poner alguna de las frases de las páginas cuya esquina dejé doblada en mi biografía de Facebook y/o subir una foto de mis tres libros a Instagram con los hashtags pertinentes.

Seguro estoy sobrepensando en un tema que a pocos interesa, pero no puedo evitar temer por la vida de muchos tras fallecimientos como los de Amparo Dávila, Aute u Óscar Chávez.

Indagando más en las posibilidades de que me acose especialmente el efecto que causaría su fallecimiento y el conocimiento de este, me he encontrado con esta recurrente temática en los libros de Pynchon: la paranoia.

Y es que posiblemente no hay una conspiración detrás del hombre, pero es verdad que el mito pudo rebasar al nombre —en este caso— e instalar la controversia conspiracional en él, pues en sus libros se libran invariablemente estas, creciendo a medida que restan menos páginas para el final, involucrando los más variopintos grupos que defienden ideales y cuyos protagonistas se sienten perseguidos, a veces incluso después que la caza terminó. Esta paranoia llegó a materializarse en nuestro plano de realidad cuando diversos medios aseguraban que Thomas Pynchon no existía y que tan sólo era un seudónimo del también escritor J. D. Salinger, otro conocido mediófobo.

Debo confesar que al poco tiempo de conocer de Pynchon y hojear sus libros, nació en mí cierta inseguridad sobre otra posible tela de engaños y que tal vez fue lo que devino en este texto, pues, surgió en mi cabeza «Si nadie sabe cómo es o dónde está, ¿cómo podemos asegurar que está vivo?», tras lo cual me planteé que pudo haber muerto años atrás y que los libros más recientes con su nombre habían sido diseñados a lo largo de los años por escritores que hubiesen querido participar de su endiosamiento. O peor aún, que como estrategia editorial, tuvieran una legión de pasticheros sin créditos que hicieran libros con un nombre que garantizara ventas. Lo anterior me recuerda también que, inversamente, me he cuestionado si Bolaño escribió todo lo que se ha editado tras su fallecimiento.

Lo anterior lo deseché prontamente, pero mantenía una reservada posibilidad, hasta que, en el 2018, alguien siguió a su hijo, quien se dirigía a su encuentro y fue fotografiado en esta plena vejez en que se encuentra hoy día. Confirmé entonces que una imagen vale más que mil palabras (mil palabras no son muchas, si has llegado hasta aquí, has leído ya mil doscientas cuarenta y una) pues las fantasías acerca de su mito que he compartido en estas líneas se derrumbaron en buena medida con esa fotografía (obtenida clandestinamente mientras iba a votar con su hijo). También cayó la hipótesis (que acabo de encontrar investigando para este artículo) de la escritora Laura Fernández, quien publicó en El País que había esperado que fuese mujer hasta verla. Nunca una fotografía de alguien vestido me pareció tan irrespetuosa.

En el fondo puede que me asuste que deje de existir alguien de tal genio sin una novena novela o, incluso, un segundo libro de cuentos. O tal vez, más egoístamente, me afecta no estar aún a la altura de sus novelas más célebres, de manera que pueda presumir conocer bien su obra al momento que ya no esté más entre nosotros. El ego del lector no es algo que se pueda llamar desconocido.

Autor

Alejandro Zaga

Alejandro Zaga

Director Jurídico

Nacido en 1995 en Distrito Federal (hoy CDMX). Estudió teatro y la licenciatura de Estudios Latinoamericanos, en la UNAM. Ambas truncas. Permanente estudiante/escrutiñador de la comedia, pues la risa es la prioridad. La ironía lo llevó a inscribirse en Derecho, también en la UNAM.

Ilustrador

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustrador

Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.

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