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Ilustración Berenice Tapia

Odilon

2,922 días buscando a Grecia.

Adrián sale de trabajar, va a Santo Domingo para ver un cuarto en renta. Le urge independizarse, acaba de cumplir 23 años.

El barrio es pesado. Mientras busca la calle, un hombre grueso pasa a lado suyo: descalzo, girones de tela cubren su cuerpo, apesta a marihuana.

Han pasado 8 años…

Grecia levanta la mano cuando el profesor hace una pregunta, siempre pasa la tarea y nunca acusa a los demás. Se sienta al fondo, del lado de la ventana. Mira constantemente los jardines de la secundaria, y sus ojos se pierden en la apartada zona de talleres. Cuando otros se esfuerzan por entender la clase, Grecia divaga; imagina, pero no sueña. Sin que nadie se dé cuenta se acaricia el brazo, bajo el suéter, se soba un golpe que le duele.

Adrián vive a las orillas de Tlalpan, frente a su casa hay milpas. La calle es tan empinada que desde su patio podría brincar al terreno vecino como hacen los rateros de la cuadra. Pero no lo hace.

10:00 pm su mamá se acuesta, necesita madrugar.

1:00 am su sueño es profundo y pesado. Su único hijo debería también estar dormido, pero Adrián sueña despierto: ansía, ama.

Los perros ladran; primero dos, luego otro más. Envuelto en la cobija, Adrián respira entrecortadamente, las manos trémulas, muerde su labio inferior diciendo para sí mismo: ya casi… ya viene…

Luna llena, las sombras de los árboles se sacuden, el viento es frío. Adrián deja la cama, se calza y sale al patio. Sobre el suelo de la cisterna hay una ruidosa puerta que da a la calle, se ve tentado a abrirla, pero no es necesario.

—Hola —susurra Grecia, mientras trepa por la reja que da a la milpa.

—¿Nos sentamos aquí? —Adrián le muestra su cobija doblada y tendida sobre la puerta de la cisterna. Los dos se recuestan. El aliento de Grecia huele a cerveza, pero Adrián está acostumbrado, su ropa apesta a tabaco. Sus piernas están mojadas.

—No creas que me ganó, ¿eh? Fue un accidente de alguien… pero ya me enjuagué… aunque el agua estaba helada. —En silencio contemplan la inmensidad hasta que la chiquilla se adormece.

2:00am Se despiden y la figura de Grecia se pierde entre la oscuridad, jala una cerca de alambre que apenas se sostiene sola y entra a su casa, las luces están encendidas. La cobija está húmeda y se percibe un aroma agrio donde ella estuvo acostada. El muchacho lava la mancha y se acuesta con la tela empapada.

La madre de Adrián no entiende por qué su hijo siempre tiene sueño.

Grecia lleva el uniforme descuidado, dicen que en su casa le pegan y por eso todos son amables con ella. Cuando tiene mal aliento sus amigas le regalan chicles, pero no abusa de esa lástima: corresponde con sus apuntes y tareas, aunque el cuaderno apenas tenga pastas nadie dice nada. Sus compañeros la eligieron jefa de grupo a principios del año escolar y tuvo que guiar a Adrián cuando este se mudó a la colonia, justo a la casa de enfrente.

Adrián abre milimétricamente la puerta que da a la calle, apenas se escucha un rechinido opacado por el ladrido de los perros del patio de Grecia. Ella entra, esta vez huele diferente, es muy molesto, pero Adrián no dice nada, no conoce la mota. Dobla una toalla y la coloca al suelo, se sientan, pero apenas caben. Adrián prefiere el piso, aunque así se le congela hasta el alma. Grecia lo nota, se levanta y extiende la tela, se recuesta en el suelo duro, él la imita.

—¿Qué hiciste hoy, Grecia? —Pero no espera respuesta, no quiere escucharla, solo romper el hielo.

—Arroz con leche… me quiero casar… —el corazón de Adrián se detiene por un instante, a pesar de que sabía, era una canción. Grecia gira hacia su amigo y con el índice, le traza un pequeño círculo en el pecho. Adrián quiere reaccionar, pero teme hacer el ridículo con ella. —Qué bonitos eran los libros de antes… la primaria… la vida…

Silencio: lento y torturador silencio, la angustia del muchacho se siente como agujas en su pecho, manos y lengua.

Te quiero. No puede decir.

Grecia había llegado a su vida la noche en que Adrián miraba el cielo afuera de su nueva casa, ese rincón perdido en las afueras de su realidad. La orilla donde su padre los había abandonado tras escaparse con otra. Esa noche Adrián lloraba, gemía y se retorcía en el suelo acompañado por la oscuridad, cuando la figura de una chiquilla caminado en la nada, con dos sujetos risueños, fumando, y emborrachándola, lo llevó a ocultarse y esperar en silencio. Todos entraban en una casucha y ponían la música alta. Grecia salió corriendo a la milpa para vaciar el estómago, y de regreso, vio que el estudiante nuevo, ahogado en llanto, la miraba. Llevó su índice a los labios para silenciar ese momento incómodo, el secreto que se guardarían mutuamente. Fue la primera vez que ella trepó su enrejado.

La madre de Adrián los descubre, regaña a su hijo hasta rabiar, no le saldrá como el padre.

—La quiero — dice Adrián mientras recibe una bofetada.

La puerta tendrá candado.

Él no dejará de verla.

—¡Qué bueno que me esperaste, Adrián! Hace mucho frío y no quería estar sola. —Su aliento amargo es doloroso, y aunque Adrián sabe que ella lo busca como refugio de sus hermanos y conocidos, no puede dejarla saber que sigue espiándola: las caricias de otros, las bromas pesadas detrás de los talleres de la escuela a cambio de… —Tú siempre eres bueno conmigo. Ella mira la luna, alza su mano, queriendo atraparla entre los dedos. —El conejito… —Él desea que alguna vez las cosas le salgan bien —Feliz navidad, Adrián.

—Sí… —contesta secamente. Grecia se le acerca… lo besa. Al fin es verdad lo que esperaba por días y meses. Él era el último de la lista. El beso sabe a cenizas. Es una idiotez si abre el corazón, si confiesa sus pensamientos, si la abraza susurrando su nombre. —Te quiero… —Se le escapa de los labios.

—Gracias. —Ella se aparta tras cumplir su tarea, no es ciega como para no darse cuenta. Ante los ojos de Adrián se marchita como una flor incapaz de abrir su último pétalo, una flor que espera la lluvia y no más inviernos.

Pero él tampoco es el indicado.

Adrián es un muchacho como todos. Aunque sueñe que los golpes de Grecia son para él, compartir su dolor y sanar su piel, que es capaz de darle su casa, cuerpo, madre y todo cuanto Grecia pueda necesitar para ser libre y feliz, es consciente de la imposibilidad de sus anhelos al ser solo un niño que aún vive bajo las faldas de mamá y suele llorar en las noches. No aspira a ser su héroe, aunque lo desea… aunque la desea. Lo único que puede hacer es tomarla como lo hacen los demás. Se vuelve a ella y arremete contra sus labios, pero sus besos y su figura se le escapan de las manos como un desesperado puñado de mariposas.

Adrián no vuelve a derramar lágrimas, finalmente su alma está seca.

2,922 días buscando a Grecia.

Adrián regresa tras ver el cuarto, es barato, pero feo. Con tal de vivir solo, lo considera. En su camino mira a cuanto vago se le cruza, busca entre ellos a Grecia para pedirle disculpas, para ayudarla, para amarla. Para ver el cielo juntos y encerrarse por siempre en su adolescencia. Busca en cada rostro, cada imagen, y rincón, pero Grecia ya no está en su mismo mundo.

—Cuando muera, quiero ser el conejo de tu luna.

La cuenta sigue corriendo…

Una mujer choca con él.

O tal vez no.

Odilon

Odilon

Estudiante de Lengua y literaturas hispánicas Estudiante de Creación literaria UACM Loca de los gatos, vegana, feminista, ratona de biblioteca.

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