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Foto: Alejandra Villela

Catalina Fernández

  1. Un trabajo para vivir.

Lo queramos o no, necesitamos un trabajo para poder vivir. Tenemos que pagar cosas que son gratis, el techo donde vivimos, la comida que consumimos, el agua, los lujos para ostentar y, en una pequeña parte, el gozo y los sueños que queremos lograr.

Aunque muchos viven para trabajar, o directamente no lo hacen dedicándose a una vida errante, creo que todos estamos de acuerdo con que en una sociedad capitalista del siglo XXI es necesario, sobre todo para sobrevivir, el dinero.

Ramiro no podía nada más que dar el visto bueno a esta observación. En su caso, esta idea le rondaba en la cabeza cuando, después de muchos intentos, no conseguía ningún laburo y le daban ganas de tirar todo por el caño y ponerse a pedir limosna.

Ramiro Gonzáles era un joven de 24 años. Desde los 18 se dedicaba a recorrer el país en su auto y a coger diversos empleos esporádicamente. Su vida, a diferencia de algunas opiniones, era muy feliz y placentera.

Cuando se había decidido a tener esta forma de vivir su familia no lo apoyó. No les parecía bien errar por ahí esperando el provenir. De manera que se negaron a ayudarlo e intentaron persuadirlo de elegir una carrera o alguna ocupación por la ciudad, sin lograr resultados.

Y a pesar de sus oscuras predicciones, le fue de lo más bien. Trabajó en toda clase de lugares y conoció a todo tipo de gente.

Hace unos meses paró en un pequeño pueblito buscando alguna forma de ganar dinero. Lo mejor que encontró fue en un cementerio.

Así que alquiló un pequeño departamento, se vistió y arregló para ir cuanto antes. Le llamó la atención que hubiera pocas personas solicitando entrevistas o con sus currículos en mano en épocas de tanta necesidad.

El lugar era bastante tétrico y lúgubre ya de por sí sin los cadáveres junto a él.

Eran blancos, mostraban algunos signos de putrefacción y de muertes tranquilas. Dos de ellos eran ancianos y el otro un niño. Este turbaba un poco a Ramiro. Parecía dormir en un sueño muy placentero. Se veía casi tierno con las manos cruzadas sobre el pecho y el pequeño traje en su pequeño ataúd. Daba la sensación de en cualquier momento levantarse y pedir un vaso de agua.

—Señor Gonzales— lo llamó la secretaria liberándolo de sus pensamientos —, lo esperan.

La entrevista estaba a cargo del jefe del cementerio, Jack Thorne, un hombre viejo y bastante hosco. No poseía familia y era de aquellos que viven para trabajar. Estaba en la necrópolis desde 1978, pero no había alcanzado su puesto hasta hace unos años.

Luego de los cordiales saludos y de haberse sentado frente a Ramiro en el escritorio, se puso a examinar su currículo con total detenimiento.

—Bueno—dijo, después de quince minutos —, al parecer tuvo muchos oficios, ¿se debe a algo?

—Sí—respondió. Pensaba en muchas posibles respuestas sin saber cuál le agradaría más —Estuve recorriendo el país, entonces fueron, en consecuencia, tem-temporales.

Estaba nervioso. Sudaba a mares. Nunca había tenido ese nivel de ansiedad. Se sentía culpable por algo sin saber qué.

—Entiendo…—anotó algo en su cuaderno— ¿Cuánto tiempo estaría aquí?

—Creo que un año. Más, si me lo permito.

—Perfecto— y otra vez Thorne, luego de tal lacónica respuesta, escribió algo — Creo que será suficiente. Pero antes de ser mi nuevo empleado personal, necesito saber algunas cosas: 1) ¿Tiene alguna enfermedad?; 2) ¿Está al día con sus vacunas? y 3) ¿Al tanto de todas las enfermedades, delitos y demás?

—No, sí y sí.

—Excelente. Espero que no tenga ningún problema con los muertos y mucho menos que sea quisquilloso al extremo.

Debe entender que no es un trabajo muy corriente. Tendrá que dejar de lado los temores y las leyendas, mostrar total discreción y sutileza. Sobre todo, medir las palabras y la información.

Puede que sea demasiado, pero si es uno de los pocos capaz de aceptarlo y llevarlo a cabo, lo veo mañana a las 7:30. Bienvenido al negocio de los muertos, amigo.

    1. El difunto señor Giménez

Ramiro no se sintió intimidado con la entrevista del señor Thorne a pesar de los nervios. No era la primera que hacía. Casi todos quieren un empleado de nervios de acero y con entera disposición.

De igual manera, decidió averiguar un poco sobre el trabajo en Internet. Es curioso como confiamos en una máquina, o la persona detrás de ella.

Nadie recomendaba el trabajo. Todos le tenían miedo porque muchos empleados habían acabado en el Hospital Psiquiátrico. También encontró un artículo de diario online que contaba misteriosos sucesos en el cementerio: tumbas que se movían de noche, supuestos zombies caminando y demás. Muchas páginas de ciencia ficción hablaban de ello… y de mil teorías conspirativas —Estupideces del primer mundo—pensó él.

A la mañana siguiente se presentó a primera hora en la necrópolis. Llegó junto a otros dos empleados: Adolf y Tiffany.

Ellos eran de Suecia o Escocia (depende quién preguntaba, cambiaban de parecer). Parecían tener unos 65 años cada uno. Trabajaban allí desde hace 35 años y conocían el lugar como la palma de su mano. Sus caras eran muy conocidas para muchos habitantes del pueblo por tener la tarea de llevar al Hospital Psiquiátrico Santa Clarita a casi todos los nuevos empleados. Sus casos más conocidos son: Helena Hernández, la engulle cadáveres y Rocco Toscano, que desarrolló una conducta animal.

Y la verdad es que ayudaban a hacerle a Ramiro el trabajo mucho más tolerable.

Los trabajos eran forzosos. Al final del día, los huesos le dolían y el cuerpo le pesaba. Sin embargo, cuando los hermanos lo invitaron a cenar no declinó la oferta.

Fueron al restaurante más conocido del lugar (y el único). Tuvieron una buena velada. Pero en algún momento todo se volvió algo tenso cuando Ramiro tocó el tema de los anteriores subalternos.

—Tú no debes preocuparte por eso—dijo Tiffany con un flamante acento —, palo duro de roer. Eso es lo que eres.

—No te asustes, hijo. Los rumores aquí son tan comunes en el pueblo como las hojas que caen en otoño—agregó Adolf.

Por un lado, todo esto tranquilizó a Ramiro. Aunque no se creyó ni una palabra de lo que decían los sitios web, una parte paranoica y temerosa de él lo obligó a no descartar las posibilidades. Aún frente a esas calmantes palabras…

………………………………………………

Los cementerios, por encima de las creencias, son muy hermosos. Algo en su orden, decorado y en sus historias tras cada tumba hace que los amantes del arte y la historia, algunas veces hasta de la soledad, disfruten un paseo por allí.

Esta belleza puede seducir a cualquiera, incluso a Ramiro.

Él, atraído, sintió la necesidad de conocer el camposanto. Decidió, pues, quedarse luego de la jornada.

Paseó por cada recoveco y contempló cada lápida. En una se quedó más tiempo. Era muy extraña y parecía ser que la persona había sido muy rica antes de volverse un esqueleto muy vulgar; flores de yeso rodeaban el busto de un hombre pelado de expresión seria y con mostacho sobre una placa que rezaba:

Luciano Giménez

Amado padre y hermano

1919-2000

Todo estaba detallado con pequeños toques de rubí y lapis lazuli, acompañado por un Cristo de oro.

No sé cuánto tiempo Ramiro contempló la lápida. Habrán sido horas. Lo tenía embelesado. Pero toda la belleza se fue cuando una mano asomó de la parcela de tierra.

Estaba putrefacta al igual que el cuerpo que la acompañaba. Hacía esfuerzos por salir. Ramiro quedó en estado de shock hasta que el no tan muerto se aproximó hacia él. Lo único que pudo hacer fue correr.

Lo persiguió hasta que la desesperación se adueñó de él. O él era muy lento o Giménez muy veloz. Pero, al visualizar la caseta bien escondida donde depositaban las herramientas se le ocurrió una idea.

Forzó la puerta y entró. Con el hombre pisándole los talones, agarró una pala y lo empezó a golpear. No paró hasta que se hizo de día y deformó la cabeza de su perseguidor.

  1. Nada es lo que parece.

Tiffany y Adolf lo encontraron postrado frente a la pala y el cadáver. No dudaron en avisar al señor Thorne y llevarlo lo más rápido que pudieron al Santa Clarita.

Permaneció allí tres meses y cinco días. Estuvo a base de vitaminas, medicamentos y estudios diarios. Los doctores dieron vuelta a todas las posibilidades y aunque ninguna estaba cerca (La verdad ya era un diagnóstico descartado) lo catalogaron como un caso de esquizofrenia.

Cuando por fin pudo salir, le recomendaron los doctores que tomara los medicamentos y visitara el lugar de los hechos, cosa de poder superarlo. A Ramiro lo habían convencido de que todo era mentira y por eso hizo caso al segundo pedido. Él quería saber la verdad y poder… liberarse.

Le tomó unos días tener el coraje, pero fue. Buscó la tumba de Luciano Giménez. Parecía que alguien había puesto tierra más fresca. Él se quedó ahí, de pie y reflexionando hasta que una señora interrumpió el flujo de sus pensamientos.

—Buenas tardes joven— le dijo. Estaba vestida con harapos, un guante en una sola mano y un gran cabello en los escasos cabellos.

—Hola—respondió.

—Tiene cara de estar triste, ¿le sucede algo?— sus ojos deformados por la pena poseían un brillo que daban a saber sobre un peligroso secreto.

—Nada con lo que pueda ayudarme.

—Tengo una idea. Demos un paseo y cuando lo necesite le prestaré mi oído agudo, ¿le parece?

Ramiro aceptó. Bajo la luz del sol, y más tarde de la luna, recorrieron todo el lugar. No pasó mucho tiempo hasta que empezó a desahogarse. En algún momento de las altas horas de la madrugada se detuvieron frente a una simple lápida de piedra.

—¿De quién es esta tumba, señora…?

—Rosemary de Pullman. La tumba, de nadie en especial… pero, tiene un gran valor para mí.

—Extraño—pensó Ramiro. La tumba estaba abierta dejando ver el cajón y la inscripción de la lápida estaba borrosa. —Tal vez aquí estuvo algún conocido para ella.

—Señora—empezó él con cautela—… ¿sabe por qué la tierra parece… está abierta?

—Se fue— dio como explicación encogiéndose de hombros.

—Tal vez se lo llevaron para cremarlo—decidió no seguir preguntando.

—¿Por qué no te aproximas y lees el epitafio?— le ofreció la mujer.

Obedeció. Se paró en el borde del agujero procurando no caerse.

Querida Madre y abuela

Siempre en nuestros corazones

Rosemary Searl de Pullman

1933-2015

Al principio, no comprendió. Rosemary era la mujer con la que estuvo hablando. En un efímero momento se le cruzó la idea de un “muerto viviente”, pero la razón y las palabras del médico la alejaron de su mente.

Se giró para preguntarle a la mujer, pero al verla la lengua se le pegó en el paladar. Ya no usaba el sombrero, dejando ver una cabeza a la que le faltaba su parte superior. Ramiro sintió náuseas y revivió lo ocurrido con Giménez.

—Tranquilízate— se ordenó —No es real. Solo deja que se vaya sola. No te hará daño— Pero la señora Pullman no hizo lo uno ni lo otro. Se quitó el guante dejando a la vista un esqueleto y empujó a Ramiro al interior de su hoyo. Este no supo reaccionar y cayó de espaldas. Ya no estaba seguro de que todo fuera producto de su imaginación.

Lo último que vio fue a la mujer riendo y tirándole una gran piedra a su cabeza.

……………………………………………………

Todavía en las altas horas de la madrugada, Thorne se encontraba en la oficina. Su secretaria tocó la puerta y entró sin esperar autorización.

—Señor, ¿por qué no va a descansar?

—Todavía no, Lola. No hasta que venga alguien con noticias.

—De seguro que están por llegar.

Más tarde Adolf y Tiffany se presentaron en la oficina. Parecían muy felices y portadores de buenas noticias.

—¿Y?—inquirió Thorne —, ¿qué sucedió?

—No se preocupe, jefe, por el señor Gonzáles—respondió Tiffany —Rosemary ya se encargó de él.

—¿Y eso qué significa?—exclamó con un gran movimiento de mano que hizo que esta se desprendiera.

—Señor, debería tener más cuidado— le sugirió Adolf, alcanzándole la mano —la Señora Pullman le tiró una piedra luego de arrojarlo a su propia tumba.

—¿Estas de broma?—respondió Thorne con creciente desesperación.

—No…—aseguró Adolf con máxima cautela.

—¿¡Saben lo que pasará?!—gritó —Todos empezaran a indagar sobre la desaparición y si lo llegan a encontrar no sé qué será de nosotros.

—Tranquilo jefe.

—¡NO!— a Thorne se le cayó la oreja, pero le restó importancia —Alguien debe hacer algo. Y ese alguien debo ser yo, como siempre. Mientras resuelvo este enrollo ustedes dos vuelvan a sus tumbas y no salgan hasta que todo se solucione.

—Sí, señor—dijeron al unisono.

Se fueron de la sala rápidamente, mientras pedacitos de dedos quedaban en el camino, dejado a Thorne solo en su desesperación.

Ahora todo dependía de quién era mejor ocultando.

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