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Ilustración: Yessenia Rodríguez

Kalton Bruhl

La aguja en el medidor de combustible indicaba, insistentemente, que el tanque de la camioneta se encontraba vacío cuando John Nelson encontró una estación de gasolina.

Se estacionó junto a uno de los surtidores y miró su reloj; era un poco más de la medianoche. Bostezó, mientras se frotaba los ojos, y bajó del coche. Miró a su alrededor; la estación se encontraba vacía, a excepción de un auto negro, todavía más desvencijado que el suyo, aparcado frente a la tienda de conveniencia.

Marcó dieciséis dólares y colocó la manguera en el depósito de combustible. Puso ambas manos a la altura de sus riñones y arqueó la espalda, llevando la cabeza hacia atrás.

Estaba agotado después de conducir la mayor parte del día. También estaba hambriento. No había probado bocado desde esa misma mañana al abandonar el pueblo de Bradford. Podría haberse detenido en cualquiera de los restaurantes situados a los lados de la carretera; pero algo en su interior lo obligaba a mantener el pie sobre el acelerador.

Nadie lo perseguía y, aun así, no lograba contener el impulso de seguir huyendo. Nadie lo había culpado por la muerte del señor Brannon. El dictamen médico no dejaba dudas: se había tratado de un infarto; sin embargo, no lograba reprimir el sentimiento de culpa.

Mark Brannon, a pesar de sus más de setenta años, se conservaba bastante bien, por lo que resultaba incomprensible que se hubiera desplomado al atender la puerta de su vivienda.

John Nelson recordó que ese día se encontraba en la cocina enfrascado en una desigual lucha contra una fuga en la tubería del fregadero. Al escuchar el timbre se dispuso a levantarse, pero el anciano lo detuvo con una sonrisa y un gesto de la mano. Él le devolvió la sonrisa y suspiró algo abatido, golpeándose la palma de la mano con la llave ajustable, ya que después de una hora lo único que había logrado era que un simple goteo se transformara en un constante hilo de agua que amenazaba con anegar la cocina.

No estaba nada mal, pensaba entonces. A cambio de unas cuantas reparaciones menores en el interior de la casa, algunas manos de pintura a la cerca y las visitas a la tienda por provisiones y revistas, recibía una cama en el garaje, tres comidas calientes y algunos dólares al final de cada semana.

Por otra parte, el señor Brannon era un buen hombre. Lo había demostrado brindándole abrigo a un desconocido. Además, ya había transcurrido un mes sin que sucediera algo malo.

Quizás su suerte por fin empezaba a cambiar.

La sonrisa de agradecimiento y de alivio, que comenzaba a dibujarse en sus labios, se congeló de pronto al oír un golpe seco.

Se incorporó de un salto y corrió hacia la sala. El señor Brannon se encontraba tendido en el suelo, junto a la puerta abierta. Nelson se arrodilló a su lado y colocó el oído sobre su pecho. No escuchó nada, ni siquiera un débil latido. Salió al patio y se apresuró a llegar a la cerca. Miró en todas direcciones, sujetándose el cabello en un gesto de impotencia, pero la calle estaba completamente vacía. Regresó a la casa y se sentó en el suelo, recostándose contra la pared. Cerró los ojos, apretándolos con fuerza, y comenzó a golpetear la pared con la cabeza. Se incorporó con desgano y maldijo su suerte mientras discaba el número de emergencias.

Cuando John Nelson dejó atrás sus recuerdos y abrió la puerta de la tienda, lo primero que vio fue a un tipo apuntándole con un revólver al encargado, quien se apresuraba a llenar una bolsa de papel con el efectivo de la caja registradora.

«No puede ser», dijo para sus adentros y avanzó despacio, con las manos en alto, justo como acababan de ordenárselo.

El sujeto se acercó, le colocó el arma bajo la barbilla y se dispuso a vaciarle los bolsillos. Nelson observó preocupado las gruesas gotas de sudor que resbalaban por el rostro del tipo y pensó que con un arma cargada y una mano nerviosa no se obtenía una mezcla demasiado segura.

El encargado, aprovechando la distracción, comenzó a buscar algo bajo el mostrador; algo que cayó al suelo con un sonido metálico. El tipo giró con brusquedad y empezó a disparar.

Nelson vio cómo el pobre chico se deslizaba despacio, con la boca abierta y una mirada desconcertada, dejando un rastro irregular de sangre en la pared.

El hombre se volvió y caminó con aire decidido. Nelson sintió el frío del metal contra su frente.

«Dios mío», imploró, mordiéndose el labio y tratando de recordar cuántos disparos había escuchado. Cerró los ojos con fuerza y tensó todo el cuerpo. Escuchó un clic y frunció el ceño extrañado. Cuando escuchó el segundo clic, encontró el valor suficiente para volver a mirar.

El tipo ya corría hacia la puerta con la bolsa en la mano. Nelson suspiró aliviado. Se humedeció los labios resecos al tiempo que se dirigía al mostrador. Se apoyó en el borde, parándose de puntillas, y supo que no era necesario tomarle el pulso al encargado. Era obvio que estaba muerto.

De pronto levantó la vista, escrutando frenéticamente las esquinas del establecimiento. Se detuvo tranquilizado al descubrir la cámara de vigilancia. Se paró bajo ella y vio, ya con más calma, que el indicador de grabación se hallaba encendido.

Tomó el teléfono y llamó a la policía.

Mientras aguardaba, pensó que no había existido casi ningún momento en su vida que no estuviera acompañado por una desgracia. No había conocido a sus padres, aunque, ateniéndose a su suerte, quizás ya se encontraran muertos.

Apenas recordaba el primer orfanato. Las imágenes eran confusas en su memoria: fuego, humo, gritos y una voz, una débil voz de mujer que lo llamaba, que lo invitaba a caminar hacia las llamas.

Años después había leído en una biblioteca los diarios de la época. La mayoría de los niños habían muerto calcinados o asfixiados por el humo. Él, de alguna forma, había sobrevivido.

Había alternado los siguientes años entre hogares adoptivos y funerales; nuevos orfelinatos y salas de hospital. Escapó definitivamente a los dieciséis años y desde entonces, salvo breves intervalos de trabajo en granjas o pequeñas ciudades, había pasado la mayor parte del tiempo en las carreteras.

Ahora se acercaba su cumpleaños número cuarenta y la certeza de su soledad lo hizo encogerse de hombros, como si se preparara para recibir una carga demasiado pesada. Nunca se había casado y procuraba no entablar ninguna relación, ya que estaba convencido que, si lo hacía, no tendría un sólo instante de paz, al pensar que de un momento a otro sonaría el teléfono o alguien llamaría a la puerta llevándole las malas noticias. O tal vez, al volver una tarde a casa, la encontraría atestada de policías y cercada por una cinta amarilla.

Media hora después llegaron dos patrullas. Cuatro policías, tres de ellos uniformados y uno de ellos vestido de civil, irrumpieron en la tienda, con las armas desenfundadas y ordenándole que se tirara al suelo, con las manos entrelazadas en la nuca. Uno de los oficiales comenzó a registrarlo mientras el que estaba vestido de civil le leía sus derechos.

«Soy inocente —trató de explicarles—. Sólo deben revisar la cámara de vigilancia».

Uno de ellos se dirigió a la trastienda y regresó minutos después, con una videocinta en las manos.

«Creo que dice la verdad», le informó al sargento Cole, que ya había tenido tiempo de presentarse.

«Debe comprender —se disculpó este, quitándole las esposas—, sólo cumplimos con nuestro trabajo».

Luego miró hacia el suelo y se pellizcó la nariz. «Como sabrá —añadió, acariciándose el mentón—, debe acompañarnos a la comisaría».

«Claro, no hay problema», contestó Nelson con un tono resignado y siguió a uno de los policías.

Ya afuera de la tienda, el agente abrió la portezuela y Nelson subió al asiento trasero de la patrulla. De pronto sintió un ligero cosquilleo en la nuca. Volteó la cabeza y vio a una mujer de pie junto a una de las bombas de combustible. Tuvo de inmediato la impresión de haberla visto antes, pero no logró precisar cuándo o dónde.

Se preguntó qué haría allí. Quizás se trataba de una policía, pero descartó la idea al reparar en su ropa. Las mujeres policías no realizaban sus rondas con un vestido negro. Quizá sólo se trataba de una persona común y corriente, que se había detenido a llenar el tanque en la estación equivocada.

La mujer seguía mirándolo con una expresión de frustración. Nelson le sonrió con timidez, intentando ser amable. Ella le respondió frunciendo el ceño. Nelson empezó a sentirse incómodo y suspiró aliviado cuando la patrulla se puso en marcha.

Se arrellanó en el asiento, haciendo a un lado la imagen de la mujer, y trató de aclarar sus pensamientos. Allí estaba otra vez, dirigiéndose a una comisaría. Luego vendrían los interrogatorios, la descripción del sospechoso y las innumerables fotografías intentando identificarlo.

Después saldría a la calle, a enfrentarse de nuevo con su realidad. Volvería a caminar temeroso, siempre viendo sobre su hombro, sin lograr reprimir la certeza de que alguien lo seguía, alguien que jamás se cansaba, alguien que estaba cada vez más cerca.

Estaba seguro de que era el hombre más desafortunado sobre la Tierra y se preguntó si sería posible que su suerte cambiara algún día.

«Tal vez mañana todo sea diferente», se dijo sin ninguna convicción y comenzó a reírse de sí mismo mientras el policía que viajaba a su lado lo miraba extrañado.

La mujer, todavía en el mismo lugar de la estación, entrecerró los ojos, frunció los labios y apretó los puños. No podía negar que John Nelson era un verdadero dolor de cabeza, la única mancha en un historial repleto de éxitos.

Allí estaba ella, que había cortado durante milenios los hilos que determinaban la existencia de cada hombre, de nuevo con la vida equivocada entre las manos. No se explicaba cómo era posible que siempre sucediera algo que arruinara sus planes.

Permaneció inmóvil todavía unos segundos, observando con una media sonrisa cómo las luces del auto que conducía a John Nelson, a quien ella consideraba el hombre más afortunado sobre la Tierra, se perdían por la carretera.

Kalton Bruhl

Kalton Bruhl

(Honduras, 1976) ha publicado los libros de relatos El último vagón (2013), Un nombre para el olvido (2014), La dama en el café y otros misterios (2014), Donde le dije adiós (2014), Sin vuelta atrás (2015), La intimidad de los Recuerdos (2017), El visitante y otros cuentos de terror (2018), La llamada (2019); Novela: La mente dividida (2014). Es premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” y miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua, Correspondiente de la Real Academia de la Lengua.
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