Luis Vinier
No está: ya lo buscó en las calles, en los barrancos, en la estación de policía, aquí en el parque, bajo los árboles, entre las bancas; sólo le queda esperar sentada como para una cita, empapada en sudor, silbando a las palomas y ahuyentando las moscas con una mano entumecida. Pero cómo, piensa, si los de Nod dijeron que aquí iba a estar, que aquí lo vieron pasar apenas ayer, sí, señora, caminando con otros jóvenes, todos igualitos; le juraron que en este sitio lo iba a encontrar, por eso se dio prisa, para que no se le fuera a adelantar, no esperó ni a Adán y mira que nada, Caín aquí no está, ya no va a creerles a los de Nod, seguro se confundieron, era otro, casi igual, los mismos ojos de chino, la misma piel morena y la risa estridente, para espantar, pero no era él, no su Caín, el hijo querido. ¿Qué va a hacer ahora? Ni modo de quedarse aquí, aunque eso quisiera; casi se siente descansada. Mira la esquina de reojo, como si en cualquier descuido él fuera a aparecerse así, tan como si nada, sonriendo, divertido, y ella que ya no aguanta las ganas de llorar; mejor irse, este lugar no le agrada, es como un cementerio, no hay nadie afuera en las banquetas o los patios, no se oye a los niños jugar, correr, como es natural en ellos, ella es la única que va deambulando, como vagabunda. A lo mejor todo este tiempo ha sido ella la perdida buscando el camino de regreso a casa.
Además, recuerda, ya son las cuatro de la tarde y el calor que no baja, el aire es irrespirable, se siente como polvo que se atora en la garganta. Eva se pone de pie y sale del parque, escucha el sonido del vendedor de helados, pero ni dinero trae, además hay que seguir buscando a Caín, lo sabe aunque sería mejor olvidarlo, es lo que cualquier madre haría; camina bajo el sol inerte, ese carbón encendido que calienta el piso, viendo las casas cerradas; piensa en cómo arrimarse a una para pedir lo que sea, que alguien le hable y le confirme que aquí no están todos muertos, más bien ha de ser que no les gusta el calor. Ella empezaría pidiendo un vaso de agua, eso no se le niega a nadie, para luego decir, oiga, será que no ha visto a un niño que se parece a mí, porque Abel se parecía más a Adán, es que es mi hijo y anda perdido; aunque eso es una verdad a medias, ni modo, tendría que tragarse las otras palabras porque no está lista para decir que desapareció, que no sabe si se fue por voluntad propia o si se lo llevaron, allá cerca del Oeste, de donde son, o a donde fueron a parar, y aunque suene lejos pues hasta acá anda buscándolo. Así que no, mejor no pregunta y sigue sobre la banqueta, ya sabe lo que le dirán: nadie vio nada, nadie oyó nada, es que en esta tierra todos somos ciegos y sordos, aprendimos a andar con las manos y si las cosas no nos tocan es como si no pasaran, ni modo, hay que seguir.
Le dijeron que el último autobús sale a las cuatro treinta, tiene que darse prisa si quiere alcanzarlo, no puede imaginar quedarse aquí por la noche, ya de por sí las mujeres sufren mucho como para que se expongan así; se sentirá mejor cuando suba al autobús y se siente detrás del chófer, un hombre huraño y velludo como oso, cuando el aire entre por la ventanilla y le pegue en el rostro seco, manchado de tierra y agua; maldice, se le olvidó el velo para el sol en la casa, con las prisas de salirse rápido, ya bien conoce a Adán y ese por nada del mundo mueve una mano, ni modo, fue el que le tocó, así quiso Dios; mientras anda imagina que ya va de regreso a Nod, a donde la policía para decirles que no, que acá no estaba Caín, que por favor no se rindan, hay que seguir buscando, preguntarle al viento, a las rocas, a los pocos hombres que hay hasta que le avisen que lo vieron apenas en las montañas, en los campos, camino al mar, hasta en el Edén, y ella deseará partirse en miles de Evas para así encontrarlo más rápido, pobrecito de Caín, debe estar tan espantado, no quiere ni imaginarse por lo que ha pasado, quién sabe con quién andará y por qué se fue; se niega a pensar que se lo llevaron, pero no se sabe, los tiempos han estado tan violentos, mira al pobre de Samm, unos hombres altísimos vinieron por él y ya nadie sabe dónde quedó, la pobre de Asá lo busca ya con resignación, como quien sabe que espera en vano. Eva ahoga las lágrimas, se traga la piedra de la garganta, aprieta los puños y balbuceando oraciones llega al fin a la estación de autobús, que es nada más una banca a la orilla de la calle, sin techo ni nada que la proteja del sol, y ya hay ahí dos hombres gordos esperando que la miran con carnívoro interés, además de una mujercita como ella, menuda, envuelta en suéteres a pesar del calor, con un bebito en brazos, tan lindo, así como Caíncito cuando era un recién nacido, todo caritas y pucheros, quién sabe cómo le hizo para crecer tan rápido, que alguien le diga cómo funciona el tiempo y por qué es tan caprichoso.
Como ya está la banca ocupada, Eva busca refugio bajo la cortina de una tienda y allí se sienta, se acomoda lo mejor que puede, recarga la cabeza y hace saliva por la sed; apenas son las cuatro quince, qué odiosa es la vida, nada más esperar y esperar, y con este apeste que se siente en el aire, por Dios. ¿Por qué? ¿Por qué le pasaba esto a ellos, que habían pecado pero poquito? Además, los malos habían sido Adán y ella, no Caín, ¿por qué ensañarse con él? ¿Qué tiene que Caín sea diferente? Eso no es razón para que le hicieran el feo de aquella manera, tan grosera, que fuera entre los demás como un apestado, un indeseable, seguro todo eso provocó que al final decidiera irse ya para no volver, así tan de repente, sin decir adiós, él que es tan sentimental, tan apegado a la familia. A Eva ya le molestan los pies, le punzan como si se los hubiera espinado, va a cerrar los ojos nada más tantito, para ya no ver el sol, para descansar del vacío, del hastío, del dolor; piensa en Caín, dónde andará, ¿ya comió, ya dejó de llorar, descansó la noche anterior, y anteayer, y el día antes de ese? Ya pasó mucho tiempo sin oír su voz y el feo sentimiento, aquí en el pecho, de que ya no volverá a oírla. ¿Piensa en ella, en Abel, en Adán? Y por lo que ella sabe, tan poco como los demás, todo por cosa de nada: esto es normal, dijeron los policías, eso pasa por andar donde no debía, por ver quién sabe qué cosa que Dios no quería que se viera, lo más probable es que aparezca pero no como se fue, ya ve cómo son las cosas, uno se va pero no regresa igual, y ella se hartó de decir que Caín andaba donde siempre, en los campos; seguro algo malo andaba haciendo, dijeron, pero no, señor oficial, él no es de esos, mire, somos pobres pero honrados, no damos esos ejemplos, aunque a nadie convenció; dijeron, vaya y haga una denuncia, pero de una vez le decimos que no va a pasar, nosotros no vamos a buscarlo, así son los jóvenes, se escapan y luego vuelven a los dos días, y Eva inconsolable, por qué son así, dígannos qué hacer, y los policías respondieron, búsquenlo ustedes.
Despierta por el ruido de un motor: era el autobús, que ya había llegado. Bosteza, se estira y cuando abre los ojos, ve a la mujercita subirse como puede, con el niño berreando como si lo llevaran al matadero; Eva se pone en pie, camina medio adolorida, pero entonces se cierran las puertas y el autobús arranca. De pura perplejidad no sabe qué hacer, luego grita, ¡suben! y corre tras él, pero qué rápido es, a cada paso la máquina avanza diez y bien pronto ya está muy por delante; Eva no deja de gritar, ¡suben, suben!, entonces el chófer como que la oye y disminuye la velocidad, sólo para que ella alcance a tocar con los dedos la parte trasera del autobús y entonces ¡zas!, acelera otra vez como alma que lleva el diablo. Que la canción, allí va Eva corriendo, con los pies hechos como de tierra, sin forma, quebradizos, le arden horriblemente, ya sólo quiere sentarse otra vez, se hubiera quedado en el parque, allí esperar a que Caín fuera a aparecer; piensa en Adán, si no llega hoy a Nod, qué va a comer, seguía tan afectado por lo de Abel, y quién irá a lavar la ropa, los trastes, mañana Adán trabaja, habrá que prepararle el uniforme, limpiar sus botas, abrirle la reja. Mira el autobús, juguetón, no puede perderlo; corre con más ganas, se va a hacer de noche y Adán se molestará, qué diría Dios. Eva ya no puede, perdónala Caín, por todo el sentimiento en los ojos, por querer quedarse en el camino y echarse a llorar, a la sombra de estos árboles secos, morirse de calor porque esto debe ser el infierno. Qué extraña esta situación, no puede alcanzar el autobús pero tampoco termina de irse, se siente atrapada y por un momento se olvida de su hijo, sí, perdónala Caín.
Luego, lo ve en la esquina. Desde lejos sabe que es él por el modo en que está de pie, como encorvado, avergonzado, esperando castigo; ¡Caín!, quiere gritar, aunque le sale un graznido de cuervo. Agradece a Dios y lo mira ahí solito, se ve que la necesita. Finalmente, la calle allá lejos termina, ahí viene la última casa, el autobús frena definitivamente y a su lado, la esquina de Caín, él recargado tristemente en un teléfono público y mirando la calle como quien no sabe dónde está ni qué está pasando, casi ignora que acá una mujer corre porque la vida se le va en ello, porque quedarse a esperar es como dejar morir. Eva sabe, lo siente dentro de sí, qué retorcido juego este llamado vida, que si va tras Caín, hijo, al fin, dónde andabas, por qué nos hiciste esto, el autobús terminará de irse. Grita ¡suben! por mera costumbre, por pura rebeldía, pero corre hacia su hijo, las lágrimas afloran a sus ojos: ya no siente dolor, ni sed, ni cansancio, ni la angustia del no saber, allí está, al alcance de la mano, tan muerto como todos los demás en el pueblo, sin voz, sin suspiros, al fin están juntos, sólo que ahora, ella también se ha quedado en la fosa.