Yessenia Rodríguez
Érase una vez…
Una princesa. Era menuda y muy habladora. No paraba de preguntar y a su padre hacía desatinar. Su reino era pequeño pero muy leal.
Su padre tendía a no aceptar a la gente dentro del castillo. «No se vaya a ensuciar el mármol» decía y ante la mirada de su padre se quedaba callada.
Por las noches, se escuchaban gritos fuera del balcón de la princesa. Ella se asomaba sólo un poco, si eran más de cinco, cerraba sus cortinas y si eran menos, bajaba con una cuerda una canastilla de comida que se guardaba en la falda, cuando sentía que la canasta había llegado al suelo, cortaba rápidamente la cuerda, no vaya a ser que fueran a entrar.
En la mañana aprendía a leer y a escribir y conocía la historia de su reino.
«Hace tiempo, hubo una gran hambruna en el país, la gente se arrastraba pidiendo comida y dejaban a los niños para no verlos sufrir. Un buen día, llegó un mercader al país y viendo el estado de la gente, sintió demasiada curiosidad por saber lo que sucedía ahí.
“¿Dónde está su rey?” preguntaba a quien se cruzará en frente.
“Aquí no hay ya, se fue en cuanto se terminó la comida”
El mercader no entendía esto. Por donde mirará había árboles con frutos maduros, campos enormes para que la gente plantara su cosecha pero ellos parecían ignorar todo esto.
Fue y recogió lo que pudo de estos frutos y avanzó en busca del castillo.
Cuando llegó ante él, vio a la gente deambulando por la puerta pero no entraban en él. Viendo la puerta entreabierta, se hizo paso entre la multitud y pasó.
Todo estaba vacío a excepción del trono. Había una mujer, linda, alta y de cabello muy largo. Se veía cansada y tenía un enorme bulto en el vientre. Lo miraba seria, de arriba hacia abajo cuando le preguntó qué hacía ahí.
El mercader, ya cansado, le contó que sólo iba de paso y quería un lugar donde descansar.
Ella se levantó y le hizo señas para que la siguiera. Sin darse cuenta de que la puerta del castillo se estaba cerrando.
Subieron a lo alto del castillo y le mostró una habitación. “Espero le guste el lugar”
El mercader, se sorprendió por el lujo de la habitación y la aridez del pueblo.
El hambre ganó ante cualquier reflexión que pudiera hacer y devoró lo que tomó de afuera. Al caer la noche, se quedó dormido pensando en aquella mujer.
Cuando despertó, fue a buscar a su anfitriona. Bajó y buscó, y buscó. Al llegar al salón del trono, encontró a una bebé, envuelta en sabanas llenas de sangre y ni rastro de la mujer.
La sostuvo y corrió hacia la puerta principal para encontrarla cerrada. Todo cerrado.
Miraba por las ventanas y algo no lo dejaba sacar más de su mano.
Se soltó a llorar con la niña en brazos y acudieron dos criados que no había visto cuando llegó, quienes explicaron que la salida del castillo era imposible.
Pasaron los años y el mercader se hacía cada vez más viejo. Escuchaba día y noche, como la gente tocaba la puerta desesperada y él no podía hacer nada». Siempre se contaba hasta esa parte.
Y la princesa creció.
Y un día, la princesa despertó sintiendo una protuberancia en el estómago. No sabía qué era así que fue a buscar a su padre y lo encontró en el trono, sentado.
Lo agitó para llamar su atención, ya que solía quedarse dormido ahí, pero al moverlo cayeron fragmentos de hueso y polvo.
Desesperada, se acercó a las ventanas para pedir ayuda pero su vista se nubló al ver a cientos de esqueletos apilados debajo de esta. Corrió a las cocinas por los criados pero no estaban.
Temblando por las visiones, lloró hasta que sus ojos se secaron.
Regresó pasado un tiempo al trono, donde se sentó y acarició el bulto que tenía en su vientre.
Fin