Daniela Perlín Vega
Pasó en medio del andador un perro alaska de fríos ojos azules, los cuales contrastaban con el clima infernal de 40°C que se encendía aquella tarde de viernes. Era un animal de lomo oscuro con el hocico y pecho blancos, pelaje bien cepillado y con ároma a shampoo primaveral. No traía cadena, aunque sí un collar de cuero en el que se podía leer su nombre escrito en inglés.
El perro, que de por sí llamaba la atención debido a su enorme tamaño, raza y aspecto que recordaba a un lobo de zoológico, hizo ademan de sentarse a medias al no dejar que su trasero tocara el suelo y en el acto, comenzó a defecar. Fue un excremento de consistencia dudosa que hacía reconsiderar la buena salud que había aparentado su sedoso pelo hacía solo unos instantes.
Cuando el animal hubo terminado la evacuación, un hombre alto con ojos del mismo color y frialdad que los del perro gritó a éste último por el nombre que se leía en el collar. El alaska, llamado «Steven», corrió a alcanzar a aquel tipo rubio enseguida. Una vez saliendo de escena, tanto el dueño como el perro, los trabajadores de los distintos locales en el andador concentraron sus miradas en una sola cosa: aquella grandísima excreción.
Martha, la encargada de la dulcería, estaba dejando caer una que otra gomita azucarada en el proceso de llenar bolsas de papel para la venta del fin de semana, distrayéndose con la «popó», palabra que repetía su hija incansablemente mientras indicaba a distancia con sus deditos hacia el punto manchado en el suelo. La pequeña de cuatro años de edad acompañaba a su madre en el trabajo, como todos los días después del kínder, al no haber otra persona en casa que pudiera cuidarla.
Los ojos burlones del anfitrion y el capitán de meseros del restaurante tampoco se separaban de la suciedad. Así, Felipe y Javier cuchicheaban entre sí, apostando si sería este o aquel transeúnte quien terminaría pisando el excremento. Ninguno atinaba, pero, en lugar de desanimarse reían entre dientes y volvían a la carga, señalando sin suficiente cautela a las personas que caminaban cerca de aquella zona.
El joven que atendía la joyería, Ernesto, quien por lo regular permanecía sentado detrás de las vitrinas con collares de oro y plata, esclavas y arracadas, se levantó al ver desde lejos al alaska y fue a pararse en la entrada de la tienda con los brazos cruzados contemplando cómo echaba a correr aquel hermoso animal para luego mirar hacia el desecho. Las pobladas, pero atractivas cejas del muchacho se arqueaban cada que alguien parecía estar a punto de caer en la trampa. Solo falsas alarmas, en el último momento las posibles víctimas lograban darse cuenta y saltar, tambaleándose. Las cejas del joyero volvían entonces a su lugar acostumbrado e inexpresivo, mientras que sus ojos negros apenas parpadeaban.
Ernesto había tenido un pésimo día luego de que un cliente le exigiera la devolución de su dinero sin presentar ticket. Ver que algún idiota terminaría lleno de suciedad le haría, al menos, el final de la jornada un poco menos horrible y, mejor aún, si tal idiota resultara ser justamente aquel estúpido tipo, el cual había amenazado con volver a la joyería a reclamar de nuevo, luego de que Ernesto se negara rotundamente a entregarle un peso.
—Ojalá cumpliera su promesa y regresara para acá —dijo el joven en voz queda.
La hija del dueño de la tienda de ropa, Tamara, vendedora en el local sin recibir paga alguna «porque somos familia y además de las ganancias, comes», le decía su padre, miraba las heces desde el banquito donde se sentaba a diario y que le provocaba dolor de espalda mientras se abanicaba con un folleto de viajes que le había dado una señora en la mañana. Una parte de Tamara quería echar algo de tierra de las macetas que adornaban su tienda sobre lo que había dejado el perro evitando de este modo una desgracia, pero la otra parte de su mente también deseaba reírse por lo menos un momento, salirse un rato de la rutina, aunque fuera de un modo que ella misma consideraba, hasta cierto punto, maligno.
La última ocasión en que Tamara había presenciado una situación más o menos interesante en el andador había sido cuando los meseros del restaurante pelearon entre sí hasta llegar a los golpes porque al parecer alguien había tomado una abundante propina en monedas que no le correspondía. El conflicto fue tan escandaloso que el capitán decidió despedir a todos los camareros. Tiempo después, Felipe, el anfitrión y novio de Tamara, le confesó a la muchacha que él había tomado prestado ese dinero porque necesitaba algo de cambio, que había pensado en reponerlo, pero al ver la bronca que se armó, prefirió callar. «Total, meseros siempre se contratan en cualquier lado», le había dicho Felipe a Tamara.
Otro observador del excremento era el hombre que vendía morrales y pulseras tejidas en su carrito ambulante, José quien rondaba los cuarenta años y poseía un perro sin raza definida llamado Pachuco, el cual era su compañía todo el tiempo. A José se le adivinaba en los ojos la desaprobación, pues él, a diferencia del dueño del alaska, siempre recogía el excremento de su perro. «Ojalá aquel tipo volviera con su lobito y él, no el perro, él, se fuera de cara contra esa asquerosidad», pensaba José, mientras acariciaba a su mascota y esperaba a que se acercara algún comprador.
Leticia, la joven vendedora en el local de las tazas grabadas, posó sus grandes ojos delineados de negro sobre las heces. A excepción de cuando llegaban los clientes, Leticia pasaba las horas de pie en la entrada de la tienda. No es que así se lo pidiera la dueña, en realidad, había una silla detrás del mostrador para que la empleada se sentara; sin embargo, Leticia no soportaba quedarse en el fondo del local, temiendo que la mayor parte de su vida transcurriera encerrada y rodeada de tazas.
Procuraba mantenerse asomada al andador, la única parte del mundo que le era posible contemplar seis días de la semana, de nueve de la mañana a ocho de la noche. No es que ocurriera mucho en ese tramo de ciudad, nunca un desfile, jamás un espectáculo artístico. Tales cosas se hacían en la plaza, y el andador era solo de paso, ocupado por transeúntes apurados o turistas momentáneos camino a visitar algún sitio en verdad famoso.
El día menos pesado para Lety era, si acaso, cada viernes, cuando el restaurante de enfrente programaba por una o dos horas a una persona para que cantara y amenizara el ambiente, debido a lo cual la chica de las tazas se colocaba en la orilla del escalón que daba hacia afuera de la tienda buscando estar más cerca del sonido. No obstante, ese viernes el cantante habitual no se había presentado, probablemente indignado ante la pelea de los meseros en la cual también se vio involucrado, acusado de haber tomado quién sabe qué monedas. La tarde se pasó en silencio como cualquier otro día. Leticia, quien en vano estuvo esperando la música en vivo, y de cuya frente escurrían gotitas de sudor a causa de los rayos del sol que le caían en la cara, estuvo a punto de irse a sentar a la silla, tan odiada por ella como si se tratara de una eléctrica cuando de pronto, apareció trotando el alaska e hizo lo que hizo en el suelo del andador.
—No debería estar deseando esto, pero ojalá… —dijo Leticia para sí misma, interrumpida por un señor que usaba unos lentes de cristales amarillos.
En la tienda habían tazas con gran variedad de imágenes en ellas: caricaturas, celebridades de moda, paisajes naturales, monumentos, animales, etcétera. Sin embargo, aquel cliente quería una taza amarilla, sin nada más que el color amarillo cubriéndola. Leticia le explicó una y otra vez que toda su mercancía tenía siempre algún grabado. Aun así, el hombre que se había quitado las gafas para ver mejor, se empeñaba en buscar lo que él quería entre los cientos de tazas que allí estaban, como si con la insistencia de sus ojos pudiera pintar uno de aquellos recipientes de amarillo.
—¡Cuidado! —escuchó Lety desde adentro.
La chica creyó reconocer en aquel grito comunitario las voces de Martha y su hija, Felipe, Javier, Ernesto, Tamara y José, trabajadores que al fin y al cabo tenían conciencia y un cierto aprecio por el prójimo. El cliente obsesionado con el amarillo parecía reacio a irse y enseguida del «cuidado», se escuchó un aguacero de risotadas. Las carcajadas del anfitrión y el capitán de meseros; una risita apenada de Tamara; la risueña alegría de la niña; la burla ronca de su madre Martha, una carcajada que José trató de disimular con tos y el estallido agudo que salió de la sonrisa de Ernesto pero el amante del amarillo le obstruía la vista a Leticia.
La vendedora de las tazas grabadas terminó de hacer su cuenta del día veinte minutos más tarde de lo normal a causa del hombre de los lentes, quien acabó por comprarse una taza con una fotografía de girasoles después de pasar un largo tiempo paseándose dentro de la tienda. Apenas cerró, se soltó un chubasco, esta vez de agua y no de burlas, totalmente inesperado tomando en cuenta el calor insoportable de la tarde.
Leticia contó el tiempo que le quedaba para llegar a su segundo trabajo, en el bar, donde la rodearían copas y botellas, como todas las noches, preparar cocteles y evadir coqueteos impertinentes con olor a alcohol hasta las 3:00 a.m tampoco la entusiasmaba. Si corría a la parada del camión, quizá tardaría unos diez minutos, si el camión llegaba sin contratiempos, justo para que ella abordara, si el tráfico no empeoraba debido a la lluvia…
Leticia estaba a punto de suspirar un «ojalá» cuando dio el paso… recordó entonces las heces. A pesar de que hacía un largo rato alguien más ya había pisado la porquería, ocasionando la diversión de varias personas, aun había quedado suficiente cantidad de excremento en el suelo para que el zapato blanco y chato de Leticia quedara arruinado.
La muchacha miró a su alrededor, avergonzada, pero Felipe y Javier ya hacía media hora habían terminado su turno; Ernesto se entretenía adentro de la joyería acomodando cadenitas en la vitrina; la dulcera arrullaba en una carriola a su hija dándole la espalda al exterior; el hombre del carrito se había ido con Pachuco apenas había comenzado a tronar el cielo, sin haber vendido nada más que una pulsera y Tamara discutía con su padre sin prestar atención a otra cosa, usando todos sus argumentos para que la dejara salir temprano al otro día e irse de juerga con el anfitrión.
—Qué viernes de mierda —dijo Leticia, haciendo una mueca que casi sonó a risita irónica pero que se quedó frustrada entre sus cuerdas vocales.
La joven de las tazas y el bar siguió corriendo de todos modos, mientras que el torrente de lluvia lavaba tras de sí, poco a poco, la mierda que aún quedaba en el andador.
Daniela Perlín Vega
Autora
Sofía Olago
Ilustradora
Mi nombre es Diana Sofía Olago Vera, para abreviar prefiero ser llamada Sofía Olago. Tengo 19 años y nací en Lebrija, un pequeño municipio del autoproclamado país del Sagrado Corazón de Jesús: Colombia. Sin embargo, desde pequeña he vivido dentro del área metropolitana de Bucaramanga, capital del departamento de las hormigas culonas.
Soy una aficionada del diseño que nutre su estilo y conocimientos a base de tutoriales y cacharrear softwares de edición. Actualmente, soy estudiante de Comunicación Organizacional, carrera que me dio la mano para mejorar mi autoconfianza y mis habilidades comunicativas.