Jorge Milone
Vivo en La Matanza, entre San Justo y Ramos Mejía. Localidad por cierto muy denigrada por los medios. No toda carnicería es propia de matanceros o carniceros, claro que es alto el porcentaje de miseria, desnutrición cerebral y delincuencia.
Aunque mi barrio se caracteriza más por sus árboles y sus casas en igualdad de construcción con las encontradas en las costas argentinas. Muchos tanos hicieron sus hogares de veraneo repitiendo los planos de sus orígenes.
Por supuesto que los sonidos son universales. El enjambre de motos de delivery y chorros. Los perros que actúan como alarmas en casi todas las casas. Los vendedores ambulantes, que la Pandemia obligó a vender, lo que sea como sea. Los parlantes de los autos con una estridencia de música incomprensible. A veces, algunos disparos nocturnos. Y los camioncitos que compran de todo.
A esta altura debo disculparme con los lectores, no poseo los recursos, ni el ingenio de los escritores. Sólo soy un partícipe necesario de esta historia, la que quiero narrar o lo intento. Muchos no van a creerme, coincido que hay historias inverosímiles, aún en libros de Matemáticas. Parto de la premisa que muchos creen en algo que nunca vieron, así que sólo pido paciencia y fe.
Decía, los camiones o camionetas que vociferan desde un parlante, siempre en mal estado, que compran “cosas”. Me permito cosificar porque desde el comienzo, nunca entendí lo que pregonaban. Por ahí alguna que otra palabra «cooooprooooo», parecida a un quejido. En el medio algo así como «baerrías nueas y usads», «cociaaaas», «caeeefoooneee» y otras de dudosa interpretación. Comprendía que todos se diferenciaban, en la entonación, el alarido y hasta en los chasquidos, estáticas y crujidos de los distintos parlantes. Hasta que una tarde, mientras intentaba dormir la siesta, escuché con atención la voz cavernosa diciendo, con perfecta dicción: «Compro, señora, señor. Todo lo que tiene y no necesita. Su alma, sus malos recuerdos, sus dolores. Pago bien».
Salté de la cama, levanté la persiana de mi habitación y lo vi. Una camioneta antigua, pintada de un rojo furioso. Mi vista se detuvo en la insignia del capó: un enorme cabeza de cabra con unos grandes cuernos. El hombre al volante, hablaba con un megáfono, era más raro aun. Se le notaba un cabello largo y blanco, bajo un sombrero de ala ancha azabache. Tenía lo que parecía ser un traje oscuro y camisa del mismo tono. Creo que debe haber repetido, lo mismo que ya detallé, tres o cuatro veces. Cuando me vio, dejó de hablar, colocó el artefacto a su lado y me miró con una sonrisa de dientes amarillos y filosos.
El mundo, mi mundo, se detuvo. Quedé hipnotizado mirándolo. La camioneta estaba detenida en la puerta de mi casa. Claro que se trata de un dúplex. Lo estaba mirando desde el primer piso, pero como filmado por un mal cineasta, en un primer plano de su rostro. Después de unos segundos, que me parecieron una eternidad, me puse un pantalón, un buzo y las zapatillas a los apurones. Bajé corriendo las escaleras y abrí la puerta de calle. Estaba parado detrás de la reja. El hombre de negro era muy alto, con la piel gris y apergaminada. Sus ojos, ahora no estoy tan seguro, eran de un azul oscuro demasiado intenso para ser real. Recordé las viejas películas de vampiros: si no los invitás, no entran.
— ¿Vamos a negociar o sólo vamos a mirarnos?— Dijo, sonriendo.
No recuerdo si contesté. Aunque le abrí la reja y lo convidé a pasar. Caminó un poco, mirando los cuadros y se sentó en el sillón. Cruzó las piernas y pude observar que llevaba unas botas texanas, muy antiguas. Pensé que en cualquier momento brincaría del sillón para chuparme la sangre.
— ¿Y, qué tiene para ofrecerme?
Claro que no lo había pensado demasiado. El tipo había hecho mención de dolores. En ese momento exacto, todos los perros del barrio comenzaron a aullar lastimosamente. Mi abuela decía que sólo lloraban así, cuando alguien moría. Sentí frío y casi me meo encima. No, no llegué a tanto. No obstante, temblé de pies a cabeza. El hombre de negro chasqueó los dedos, los perros dejaron de aullar, aflojó el miedo. Me senté en la otra punta del sillón, aún en esa posición debía mirar hacia arriba. Lo recorrí con la mirada, esperaba ver las uñas largas y pintadas de negro, posiblemente un anillo del demonio. Me equivoqué, estaban bien cuidadas y recortadas. Sí tenía anillo, pero era uno de esos con filigranas, parecía un diseño celta.
Traté de aclarar mis pensamientos, sospechaba que los podía ver. Claro que tenía dolores. Un amigo en el sur, al cual le iban a extirpar un tumor. Un amigo en Uruguay cuyo padre sufría Alzheimer, ya estaba en la etapa de no recordar su nombre. No quería perder a mi hermano del sur. Más allá de un intercambio epistolar intenso, necesitaba saber que estaba ahí. Me dolía que mi amigo uruguayo dijera que no quería despedirse, sin que su padre supiera quién era él.
—Ahí está. La base de una transacción, usted tiene algo que le produce dolor y quiere estar en paz.
—Espere, un momento. Todavía no dije nada.
—Lo pensó: lo desea. En cierta forma, podemos cerrar trato.
Otra vez volvió el temblor. Podía leerme como a un libro abierto. Claro que no entendía qué estaba ofreciendo a cambio de qué.
—Es muy sencillo. Tiene que elegir.
— ¿Elegir? No entiendo.
—Vamos, vamos. No se haga el distraído. Sólo tiene que decir: Acuerdo. Una sola palabra y listo, me voy por dónde vine.
Sorpresivamente los perros comenzaron a ladrar de manera furiosa. Él hizo un gesto de desagrado y volvió a chasquear los dedos. Fue como pulsar un interruptor, se callaron al mismo tiempo. Podía escuchar el silencio. Olía al tipo, no a azufre sino sudor y perfume barato. Creo que el olor más agrio era el de mi propia traspiración fría.
Mi boca se abrió y se cerró varias veces.
Vuelvo a reiterarme: no soy escritor. Tengo la urgencia y la necesidad de escribir lo sucedido, antes que sea demasiado tarde.
Escuché una voz que no era la mía, pero me pertenecía. Cerré los ojos.
—ACUERDO.
Los perros me despertaron. La persiana de mi habitación estaba levantada. Ya no había sol, hacía frío. Estaba en mi cama, pero me encontraba vestido. Pantalón, buzo, zapatillas. Me asomé por la ventana. Los perros encerrados ladraban a una mujer que había sacado a pasear a su propia mascota canina. Quién sabe si por envidia o por evitar la colonización de un espacio que creían les pertenecía, más allá de sus encierros.
Bajé la persiana y cuando me disponía a descender, la computadora emitió el sonido de un mensaje. Moví el mouse y leí, mientras un sudor frío me corría por la espalda.
Querido amigo Quijote, lamento esta noticia, pero debo anunciar lo peor. Mi viejito va a terminar su partido chivo en el cielo. Tus abrazos de gol y sanadores han surtido efecto, aunque no lo creas. He podido despedirme como corresponde y supo quién era yo. Sólo a vos puedo contárselo, estoy en paz.
Te quiero, cuídate.
Julio.
Le escribí algunas palabras, de esas que corresponden a la ocasión, pero mi mente estaba en conflicto. Me sentía mareado, asqueado. Al otro día, mi amigo del sur me dijo que lo suyo estaba bien. Lloré y al mismo tiempo sonreía. Pasados unos minutos ya no recordaba el por qué.
Por eso este apuro por dejar escrito lo que, supongo, sucedió. Estoy perdiendo la memoria, en forma rápida y letal. Y me duele y arde al orinar.
Siempre cavilé que eran malos los escritores que terminaban un cuento con el manido recurso del sueño. Claro que no soy más que un escribiente, alguien que pasa a la palabra escrita lo que presume, puede ser realidad. Algunos me creerán loco, otros un simple inventor de historias. La verdad es que releo este texto y me parece pura demencia. No puedo decir si pasó y tampoco puedo decir lo contrario. Hay cierto método en este desvarío de vivir, como diría un irrefutable inglés. Ya no sé el nombre de mi amigo del sur, no entiendo cómo encender la computadora. El dolor es insoportable. Quizá por eso el apuro y la utilización de esta máquina de escribir portátil.
Me vienen a la mente nombres, lugares que no conozco. Suipacha y Lavalle, San Telmo, Bernal, Quilmes, Sarmiento, Playa Unión, el Teatro de Verano en Montevideo, la plaza Cagancha. Imágenes que no comprendo: el payaso de It con corbata, avanza en un sillón con rueditas con una botella de whisky Jack Daniels en una mano, en la otra un globo rojo y blanco; una yegua, llamada Marisa trotando por un valle de margaritas; un cartero vestido de negro entregando cartas sin dirección; tres ratones ciegos tocando un piano sin teclas.
Hoy me vi en el espejo del placar y estoy muy flaco. Piel y huesos, diría mi abuela. La piel de un feo color de pergamino antiguo, el cabello largo y blanco. Ya no puedo bajar las escaleras. Me cuesta cada vez más, levantarme de la cama.
No recuerdo mi nombre.
¿Jorge Milone?
Jorge Milone
Autor
Sofía Olago
Ilustradora
Mi nombre es Diana Sofía Olago Vera, para abreviar prefiero ser llamada Sofía Olago. Tengo 19 años y nací en Lebrija, un pequeño municipio del autoproclamado país del Sagrado Corazón de Jesús: Colombia. Sin embargo, desde pequeña he vivido dentro del área metropolitana de Bucaramanga, capital del departamento de las hormigas culonas.
Soy una aficionada del diseño que nutre su estilo y conocimientos a base de tutoriales y cacharrear softwares de edición. Actualmente, soy estudiante de Comunicación Organizacional, carrera que me dio la mano para mejorar mi autoconfianza y mis habilidades comunicativas.