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Ilustración: Caro Poe

David Crauley

La extraña pelea, en la que estaban envueltos algunos colegas míos, se había desplazado ya unos cuarenta metros a lo largo de aquella calle interminable y no tenía visos de detenerse en un momento próximo. La coreografía de patadas, puñetazos y empujones, vista desde fuera, no carecía de un refinado patetismo, como si todo hubiera sido dispuesto por un elegante sibarita que una vez leyó algo sobre peleas en las calles, mientras estiraba el dedo meñique para sorber con delicadeza una taza de té. Era un disparate, era una obra de teatro mal ensayada donde la sangre corría real y verdadera como en una pantalla de cine sin causar un efecto, pero sí la necesidad de más sangre en el espectador que mira con atención sin sentirse culpable.

Una vez más decidí girarme hacia la tía que tenía al lado que, junto a mí, contemplaba todo aquello con la mirada angustiada y el corazón palpitante de una madre que ve como su bebé se despeña por un acantilado sin poder remediarlo. Por séptima u octava vez le pregunté a qué venía todo aquello. Ya me lo había contado siete u ocho veces, pero estaba tan borracho que inmediatamente lo olvidaba por completo y nuevamente necesitaba volver a recurrir a ella como un profano tonto que no logra entender qué cojones pasó delante suya con los panes y los peces. Ella, pacientemente, una vez más me desenredó todos los giros de la trama con todas sus subtramas sin dejar de apartar la mirada de la escena en ningún momento tratando de contener su corazoncito. Me esforcé, pero de inmediato lo olvidé todo nuevamente porque, realmente, todo aquello me importaba una mierda. Lo que me inquietaba era otra cosa y, ciertamente, que no volvería a dormir una noche entera del tirón.

Volví a la comedia, permanecí en piadoso silencio, me fijé en un colega en concreto; un fulano bajito, escuálido, con una ridícula melena rubia y sin dientes que sólo hablaba de porros y motos como si fuera un comercial de Yamaha. Me volví de nuevo hacía la tía y, solemnemente le pregunté si, efectivamente, aquél era su novio. Una vez más me contestó que sí, lo era, sin abandonar su papel de virgen afligida. Una vez más la estudié de arriba abajo con la meticulosidad de un esmerado artificiero no queriendo mover nada fuera de su sitio vanamente porque la tía era perfecta, todo lo perfecta que podía ser una tía que existiese en el mundo real y no en las películas porno. Su pelo hermosa y coquetamente perfilado, el maquillaje sobrio e incitante, el rostro magistralmente dibujado, el cuerpo debidamente proporcionado: todo en ella era adorable, perfecto, armonioso y arrebatador. ¿Cómo demonios era posible que aquella piltrafa sin dientes que, para colmo, ni era capaz de asestar un puñetazo en condiciones se hubiese ligado aquella diosa? ¿Cómo demonios era posible? ¿Por qué demonios no había en mi vida tías de aquella magnitud? ¿Qué demonios tenía aquel trasgo bobalicón de mirada eternamente sorprendida y colocada que yo no tenía? ¡Si ni siquiera tenía dientes! ¡Por todos los demonios! ¡Yo leía a Nietzsche, a Dostoyevski y los Vedas! ¡Yo escuchaba a The Exploited y Wagner con la misma facilidad! ¡Yo podría ir a un concurso de la tele y hacerme rico contestando que era el Aryanem Vaejoo o nombrando todo el jodido panteón sumerio! ¡Yo reflexionaba y sabía mil cosas: sabía que todo era una gran mentira: los políticos no gobernaban, eran gobernados por otros más astutos que ganaban todas las elecciones sin presentarse a ninguna; sabía que toda la prensa mentía cuatro de cada cinco veces; sabía que los hombres buenos y virtuosos que llenaban las calles, debidamente equipados con un uniforme, un fusil y una bandera serían honorables asesinos, violadores y saqueadores sin la menor mácula en su moral; sabía que todos estábamos jodidos y atrapados en un estercolero regido por dementes dispuestos a volarlo todo; sabía que no había una sola verdad, todo era una farsa, sólo las natillas de chocolate, el porno y el primer álbum de los Sisters Of Mercy era verdad; yo sabía infinidad de cosas… y además tenía todos los putos dientes en su sitio limpios y brillantes!

El viejo cabrón en lo alto de su trono me la había jugado, estaba decidido a hacerme la puñeta, había tramado todo aquello sólo para fastidiarme: no había otra explicación. ¡Viejo cabrón! ¡Me las pagaría! Me propuse en aquel mismo instante ascender del Infierno hasta el Cielo como fuera posible para saciar mis tripas con la carne y la sangre del auténtico Cristo que, desde aquella noche, seguramente no pega ojo. Mi sangre hervía como la pez en la espalda de un niño ciego. Si me quedaba un atisbo de fe en lo profundo de mi infecto corazón, aquella noche fue alimento de los perros. Era incapaz de concebir que aquel tío y aquella diosa se revolcasen juntos, mientras yo hacía maratones de pajas frente al televisor rogando que la cinta en el VHS no se atascara de nuevo. No me entraba en la cabeza, ni salía, sino que se quedaba allí golpeándome cruelmente recordándome por qué en mi corazón sólo había necesaria y justificada ira contra todo y todos. ¡Viejo cabrón! Tardaría eones, pero ascendería al Cielo y convocaría al Gran Burlador ante mi presencia para exigir una sólida y merecida reparación y después sodomizaría a todos los ángeles por ser partícipes en la Gran Burla.

Desconcertado y hundido en la miseria más absoluta no pude reprimir girarme de nuevo hacia aquella tía para preguntarle con voz entrecortada y lastimera por qué ella y yo no estábamos en la cama en aquel instante. Me miró con evidente repugnancia, torció diabólicamente su fabulosa silueta hacia atrás y, a continuación, se alejó apresuradamente de mi lado como si pudiera dejarla estéril con el mero tacto de mi mano. Aquello me hundió todavía más como una estaca clavada en el corazón justo a medianoche.

Me fui de allí pensando por qué yo solo atraía a locas: locas de remate, locas de manual, locas de todos los tamaños y formas con toda clase de taras en sus cabezas conspirando contra mí. No podía evitarlo, al final terminaba liado con alguna loca como si tuviera un don para invocar su presencia ante mí. Sólo atraía a locas y ellas eran las únicas mujeres dispuestas a compartir su corazón conmigo. Las amaba a todas como Cristo amó sus llagas, una a una, no podía hacer otra cosa: inexplicablemente su locura equilibraba la mía, me dotaba de lucidez, sensatez y cierta paz interior, me volvía un mejor ser humano, pero eso no era motivo para que alguna vez no recibiese las atenciones de una mujer como aquella.

Ya había purgado mis pecados con todas aquellas lunáticas, complejas y delicadas como un exquisito reloj suizo que nunca sabía qué hora estaba marcando exactamente. O iban más rápido o iban más despacio que yo, no había término medio, en un momento todo se alteraba dramáticamente; pasaban de la mansedumbre más coqueta a los insultos y los llantos más arrebatados. Cualquier leve insinuación podía desencadenar una terrible tempestad de lloros y vejaciones tan imaginativas como crueles. Decirles que me gustaba su culo, era poner en peligro el correcto devenir de las esferas en el continúo espacio-tiempo. Estaban tan irremediablemente acomplejadas con sus culos, sus tetas, sus narices y sus orejas que juzgaban indignadas que solo lo decía por vana condescendencia, como un acto de falsa y beata santurronería hacia una pobre tullida y ellas no necesitaban eso, querían que fuese sincero, honesto, sensible y toda esa mierda.

Lo cierto es que me gustaban sus culos, sus tetas, sus narices, sus orejas y hasta los pelos de sus piernas cuando llevaban días sin depilarse, pero no había forma de metérselo en sus cabezas, de hecho, nada entraba en sus cabezas, allí dentro todo chocaba contra los límites de sus cráneos.

A la mayoría les encantaba meterme en problemas. El alcohol y las drogas eran muy malas consejeras, desataban sus ansias de violencia y confrontación como si necesitaran dejar bien claro al mundo que le escupían a la cara y le pisaban las pelotas; creo que eso les provocaba un exquisito estremecimiento en sus vaginas. No había límites, de improviso hacían cosas como arrebatar y machacar con el pie los porros de los tíos para provocarlos, se encaraban con ellos como vulgares navajeras, rompían sus botellines de cerveza deliberadamente, les insultaban y, en una ocasión, una de ellas estampó en la cara de un tío una compresa usada. Estaba convencido que, en el fondo, todo aquello no era más que una excusa para meterme en problemas porque los tíos, primero, las miraban a ellas con sorpresa y rencor, después, las ignoraban y ponían sus ojos en mí, fruncían el ceño y se abalanzaban con todos sus colegas sobre mí como cuervos rabiosos dispuestos a sacarme los ojos a picotazos. De repente giraba y giraba en un torbellino de golpes y patadas venidas de todas direcciones. He recibido tantas patadas en la cara de botas militares que, a día de hoy, todavía puedo reconocer la talla de cualquier de ellas sólo por el olor.

Cuando al fin todo acababa, aturdido, tumbado en el suelo, tanteando la dentadura con la lengua para asegurarme que todo seguía en su sitio, sangrante y machacado pensaba que el jodido Buda nos había engañada a todos: no había, siquiera, una mínima posibilidad de evitar la puta rueda. Me sentía como un maldito macho alce obligado a darse cornadas con otros machos alces bajo el atento escrutinio de la hembra que, a un lado, valoraba mi sacrificio. No tenía sentido, era el humillado macho épsilon y eso, creo, las ponía todavía más cachondas, no había otra explicación.

Entonces se volvían tiernas, beatíficas, amorosas como las mariposas y los nenúfares bajo la dorada luz del atardecer. Todo era un ciclo interminable de largos y lascivos besos con abundante saliva, sonrisas cargadas de erotismo y ternura, suspiros obscenos en el oído, reconfortantes caricias y eterna dicha bajo la atenta mirada de la primavera. Esas noches el sexo era genial, incluso me consentían gozar de sus anos casi inmaculados, aunque no disfrutaran mucho con el asunto, era su forma de decirme: «Te quiero maldito, épsilon». Pero al día siguiente todo volvía a su cauce, la confrontación era permanente, no había paz ni cordura, el mundo se sacudía bajo mis pies; era hostil y caprichoso, estaba loco de remate y yo amaba toda su locura… pero necesitaba una tregua, una diosa, tal vez.

David Crauley

David Crauley

Autor

Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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