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Imagen: Florencia Luna

David Peralta

Es increíble el espectro de colores que alguien puede apreciar durante un atardecer. Como si el movimiento que reuniera todos esos cuerpos celestes (el Sol, las estrellas, nuestra Tierra, la Luna, las nubes) no se cansara nunca de pintar las mejores obras de arte. Pareciera que el cansancio sólo existe para los seres mortales. Nos acostamos derrotados por los embistes de nuestros cuerpos contra lo infinito, cual bate de béisbol después de haber sido golpeado contra un roble una y otra y otra vez por un dios colérico. ¿No es increíble que podamos vivir a pesar de la presencia siempre acechante de lo infinito?

Las distracciones no son sino la clara evidencia de que los pensamientos se asemejan a proyecciones cinematográficas sobre el claro del campo visual. Nuestras imágenes se generan por duplicado. No siempre empatan. A veces se desfasan. Por instantes nos apasiona más la imagen en nuestra mente, como cuando pensamos en nuestros amados en su ausencia. En otras ocasiones lo hace más la imagen en nuestros ojos, ¿recuerdas cuando tirabas huevos podridos en el jardín del vecino y en tu consciencia no aparecían sino los rostros reprobatorios de tus padres? En una parte de nuestra visión pueden haber nubes iridiscentes, con rayos divinos atravesándolas; mientras que en la otra hay un camino llano que de pronto se convierte en escalones descendentes.

De un momento a otro las ruedas de mi bicicleta dejaron de rodar y el que dio vueltas debajo de las escaleras fue mi cuerpo, golpeándose contra el acero del marco, contra una piedra cuadrangular. Así por varios metros hasta que me desmayé.

Lo bueno de pasear por el cerro en bicicleta un Martes durante una pandemia es que no hay nadie más en el camino. La soledad nos acerca imaginativamente a un momento distópico, donde la humanidad se ha acabado, donde las plantas, los vientos son la única y apacible compañía. Lo malo de pasear por el cerro en bicicleta un Martes durante una pandemia, es que si te golpeas brutalmente el cuerpo, la soledad te excluye del auxilio humano. Las plantas no se moverán sino por acción del viento, sólo para mecerse. Sólo la Luna en lo alto iluminaba este momento tan sombrío. Tal vez por eso le aúllan los lobos, en agradecimiento por su luz entre la oscuridad. Desperté magullada y en la negrura.

Volteé al cielo y ya no aprecié rayos perforando nubes, sino lluvia cayendo de ellas. No hubiera tenido ningún problema en permanecer bajo la lluvia, de disfrutar la humedad y el fresco olor a petricor, el primer beso entre el agua y la tierra, de no haber sido por las heridas de mis codos y mis piernas, las contusiones en mi cabeza que, lejos de anular la división entre mis pensamientos y mi experiencia, la agudizaba. Deseaba la integridad no valorada de los momentos anteriores. Juego traicionero de mi imaginación. Las escaleras que habían sido dispuestas por algún constructor para beneficio de los paseantes del cerro se volvieron artífices de mis dolores. Dolor por los moretones de mi cuerpo. Por las ruedas pandeadas y desvieladas de mi bicicleta. Quería gritar desesperada. ¿Acaso una mujer al caer hace ruido si no hay nadie que la escuche?

Escampó en un lapso de varios minutos, como si Dios sólo hubiera salido unos segundos a regar sus plantas y luego hubiera regresado al interior de su choza, a fumarse una pipa sobre su sillón, por eso de la bruma que se hizo en el cerro después de llover.

Lo mejor hubiera sido quedarme acostada unos momentos a sopesar mis pocas fuerzas, pero los mosquitos comenzaron a arremolinarse como una nubecilla demoníaca alrededor de mí, ahora que las gotas de lluvia ya no los ahuyentaban. Me rasqué las picaduras que no estaban cerca de mis heridas, pero el placer de hacerlo fue opacado por las múltiples lesiones.

Cargaba con una mochila a la espalda. La abrí para inspeccionar su interior: mi traducción de Moby Dick estaba toda mojada, con la tinta chorreada como el rímel en los pómulos de una mujer sollozante. Si había una ballena blanca ahí, debía estar toda ennegrecida por la tinta, no precisamente la de un calamar gigante. Lo mismo con mis cuadernos de la escuela, aunque eso no me desanimó tanto. Las imágenes en mi cabeza de lo estudiado seguían ahí bien firmes. Dicen que lo que bien se aprende…

El sándwich estaba hecho puré, pero sus elementos estaban íntegros dentro de una bolsa de plástico. Lo saqué como si hubiera encontrado el antídoto de mis dolores, como agua de un oasis. Su energía iba a darme las fuerzas para llegar a mi casa, sólo unos metros hasta el pie del cerro. Le di una mordida. Me supo a total gloria. Como divagante empedernida comencé a glorificar en la soledad a la vitamina del aguacate, a la proteína del frijol, la grasa de la mayonesa, el gluten del pan. Por un instante parecía que la imagen en mi cabeza y la de mis ojos encajaban como un rompecabezas. Tanta fue la pasión que alcé el sándwich, ofreciéndolo a los dioses lunares. Debieron hacerme caso: una lechuza pasó volando rápidamente sobre mí y se llevó mi sándwich. Ese ser cósmico me arrebató mi único alimento. Dicen que ver lechuzas es un augurio de buena suerte.

Durante algunos minutos me quedé meditando en lo extraño del suceso, hasta que caí en la cuenta que siendo de noche mis padres debían estar ya muy preocupados por mí. Dentro de todo no estaba tan mal al punto de no moverme. Digo, no tenía huesos rotos. Eso sí que duele insoportablemente. Me decidí a tomar fuerzas y bajar. Tuve que sujetar el manubrio como quien sujeta el volante de un carro endemoniado, haciendo giros para mantener el eje hacia el frente. Las ruedas dobladas hacían unas curvas de lo más graciosas mientras bajaba por las escaleras.

Llegando al mero pie del cerro escuché unos ruidos que me alarmaron. Unas hojas crujían y se escuchaba cómo sus haces rozaban el suelo de concreto del llano de la escalera. Creí que eran los pasos de alguien sobre ellas lo que las animaban. Esta imagen en mi cabeza me hizo voltear sin temor. Estaca decidida a lanzarme como chacal para atacar a mi perseguidor. Pero para mi sorpresa no había nadie: era sólo un remolino de aire lo que mecía a las hojas sobre el suelo.

David Peralta

David Peralta

Autor

Es un estudiante mexicano de Humanidades, freelance ocasional (porque sólo así se puede ser freelance), y creador de diseños y estampas. Desde los 15 años su mayor deseo es escribir literatura. Puedes darle un vistazo a sus creaciones en su página de Instagram @alekzyakrylik_96.

Florencia Luna

Florencia Luna

Ilustradora

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