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Ilustración: Arturo Cervantes

Luis Mario Alfonso Silva Gurrola

― Maestra, tengo la autobiografía que pidió.

― Pasa a leerlo frente al grupo.

― No lo sé, es muy complicado hablar tanto sobre uno mismo; al menos, a mí se me figura.

― No lo es, anímate.

― Léalo usted primero.

Ilustración: Florencia Luna

 

Existí en el tiempo indefinido, al enterarme de mi propia existencia, ya era tarde para rechazarla o al menor pedir un rembolso, así que tuve que conformarme. Hay un jardín: los adultos dicen que es maravilloso, tan lleno de vida, pero a mí me parece simplón; en los libros viene lugares muchísimo más hermosos que éste.

Me rescato del pozo de la memoria, pero de mí no quedan más que fragmentos, ni siquiera hay una esencia digna para que se me considere persona, aún así, todos se empeñan en hacer como si de verdad vivir fuera una acción importante.

No me conozco: soy lo que otros dicen sobre mí. No sé si soy delgado o gordo, si soy alto o bajo; nunca creí en esas categorías y, sin embargo, con el paso del tiempo, se me fueron adjudicando tantos adjetivos que ahora, cuando quisiera ser alguien más, no puedo separarme de la imagen que se labró en mi enseñanza.

Siempre se me dijo que era inteligente, quizás lo creí tanto, que ahora, cuando me preguntan cuál es mi valor como persona, atino a creer que es aquello lo único que me distingue; a pesar de tal ínfula, cuando descubrí que había personas más sapientes que yo. Me sentí defraudado, sí el entendimiento no era lo que me diferenciaba, entonces, ¿qué podría ser?

Estoy en una cocina, es pequeña y pestilente; el olor de la comida mientras se prepara me marea y quita el apetito, pero estoy forzado a permanecer como estatua, inmóvil y en silencio, mientras las figuras sentimentales parecen encadenar una conversación sobre mi persona, ¿qué no se han enterado que yo estoy ahí?

No me gusta estar con las personas, porque luego me dicen algo que resulta otra cosa, por eso, prefiero recluirme, aunque después la educación automatizada me haga melancólico y me pida compañía.

Quisiera vivir solo, existir en la indiferencia, tener la habilidad de prenotar las cosas, pero, con frecuencia, busco los afectos, ávido de la compresión que me es vedada. Quizás tengo un problema, o tal vez no, pero, ¿no viven así todos?, ¿no juzgan con severidad a quiénes son capaces de admitir sus urgencias?

Hay un beso, una caricia que recorre las espaldas, que transforma a mis manos en enredaderas; mi boca es corriente viva que al mezclarse con tu lengua crea pececillos de agua dulce, vagamos los caminos que otros no se han atrevido, pero te rindes, me abandonas y tengo que continuar como un cadáver moribundo.

Te busqué en los lugares donde sabía que podría hallarte, pero no estabas. Vagué desesperado por obtener algún reconocimiento, quizás, porque las figuras sentimentales se olvidaron de decírmelo o hacérmelo sentir.

Un día te encontré, cuando la esperanza se había desgranado de mis manos y yo era otro queriendo ser una persona; cuando nos vimos no supe qué decirte: el tiempo había negado la palabra, y yo, aguerrido por conservar lo banal, sólo atiné a seguirte. Creí, en el marco de lo erróneo, que podríamos compensarnos, pero el pasado era una bestia que había devorado todo rastro de lo nuestro.

Ahí me sospeché de nuevo, con la idea de la innecesaria vida, justo como cuando solía vivir con mi familia. Me agobié de tantas emociones, así que hui, regresé al comienzo, a donde había escapado en un principio, quizás turbado, y no medite con sabiduría, porque era tanta mi ansia de consuelo que creí en las personas una vez más.

Estoy en el tiempo de la espera, quisiera ser el aire que se escapa y siempre cambia, que viaja hasta las nubes y al mezclarse con los otros se vuelve agua; quisiera ser la lluvia que cae por los techos, que escurre en la ventana y moja a un transeúnte, en una especie de bautizo pagano para redimirme de mis pecados.

Por ser algo, por tener aspiraciones, me anulo a mí mismo; soy, entonces, la condena de una mirada punitiva, un rechazo por lo que la naturaleza misma me ha otorgado. A ratos, me soborno con la idea de la normalidad, pero esa concepción infecunda me es aborrecible y quisiera abandonarme por sí quiera haber pensado en tal idea.

No, no hay escapatoria, sólo un punto de partida al que regreso siempre, porque intento ser distinto, olvidarme de las creencias milenarias, ser cenzontle para apropiarme del canto de otras aves; pero aquí seguiré eternamente, sin importar el lugar o las personas, la educación que somete me impide ser más que una cosa.

Quise enamorarme para alzar mi instancia, mi emotividad, pero encontré el mismo destino del rechazo. Luego encontré amistades, pero todas fueron el silencio del momento, una quietud que sólo se interrumpe cuando existe la necesidad o el peligro.

Me hice de templanza, imité mis venas al acero, pero a paso de los días, al ver el sol o la luna, me entero de mi error para la vida, tengo la cobardía o la fuerza de ensancharme, para continuarla, pero a ratos me pregunto si sigo en ella por algo mío o por la simpleza de una doctrina.

― Dígame, maestra, ¿le ha gustado? Yo siento que me puse muy dramático.

Florencia Luna

Florencia Luna

Autora

Luis Mario Alfonso Silva Gurrola

Luis Mario Alfonso Silva Gurrola

Autor

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustrador

Una oscura noche de verano, el abismo abrió su boca infernal, dejando escapar un ser etéreo y terrible, que devoraría todo a su paso con su furia. Eternamente manchado de acuarelas y las almas de los incautos que obtienen lo que desean, se mueve por el mundo deslizándose por entre las cerraduras. También me gustan los gatitos y el té.

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