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Imagen: Berenice Tapia

Santiago Clemente

Junto con los setenta, los noventa deben ser la década más abordada en la literatura argentina. No es de sorprender, dado que se trató (en Argentina y en América Latina en general) de dos momentos de una alta conflictividad política e histórica, y con continuidades entre ellas en el plano económico, ya que fue en las dictaduras de Pinochet y Videla que empezó a implementarse el experimento neoliberal en Chile y Argentina, que en los noventa se impondría sobre todo el continente. En otras palabras, se trata de momentos de crisis, los cuales necesariamente producen una cantidad a veces ingente de literatura, desde narrativa y poesía hasta ensayística.

En Argentina, si pensamos en novelas de los noventa vienen inmediatamente tres a la cabeza: Una sombra ya pronto serás de Osvaldo Soriano, Vivir afuera de Fogwill y Los sorias de Alberto Laiseca. Dejando de lado esta última por su temática, su extensión, y sobre todo, por tratarse de una obra escrita más de quince años antes, y obliterando a los autores del Grupo Shangai (Feiling, Caparrós, Pauls), por practicar una literatura deliberadamente refugiada en la parodia de modelos canonizados en décadas anteriores, podemos quedarnos con Soriano y Fogwill como dos formas de encarar los acontecimientos políticos y sociales de la década: uno, desde una nostalgia romántica por los tiempos idos, que sólo puede resignarse a sobrevivir convertido en un ser sin identidad, sin origen ni destino; el otro, como una voz que narra desde los márgenes con un tono sarcástico, violento, agresivo, no sólo contra la clase media que fue la principal protagonista del menemismo, sino también contra esos mismos marginales, que tienen incorporados los mismos prejuicios que ejercen sobre ellos.

Hay, sin embargo, una tercera obra, la única novela de un autor que ni siquiera llegó a verla publicada porque se mató dos años después de terminarla, y que utiliza los preceptos de la novela total para sumergirse en lo más profundo de las coordenadas típicas de la intelectualidad de izquierda, y su crisis frente a la caída de la Unión Soviética y el triunfo del capitalismo y el libre mercado. Una novela esquizofrénica, que probablemente sea la mejor que se escribió en Argentina sobre la década de los noventa: El traductor, de Salvador Benesdra.

El hombre

Un desprevenido que revise la biografía de Benesdra podría asociarlo fácilmente con John Kennedy Toole: autor de un único libro, que se suicida ante la imposibilidad de publicarlo, que es descubierto póstumamente y se convierte en un genio de culto. La figura de Benesdra es resultado de una conjunción de circunstancias bastante excepcionales, casi predestinado a ser un out-sider: nacido en Buenos Aires, hijo de una familia judía sefardí, no habló hasta los tres años, y cuando lo hizo sufría de tartamudeo, pero fue un políglota asombroso (hablaba español, portugués, inglés, francés, italiano, alemán y ruso, y estaba estudiando el japonés), leyó a Lenin a los doce, y a los dieciséis se afilió al Partido Obrero, un partido troskista. Después de cursar la carrera de Psicología, viajó a Berlín a hacer un posgrado, que no terminó, para después instalarse en París. Fue allí donde sufrió su primer brote psicótico, tras el cual lo internaron. En el hospital, logra organizar un motín con los internos, a partir de sus lecturas de la antipsiquiatría.

De regreso en la Argentina, decidió dedicarse al periodismo especializado en temas internacionales, boyando por diferentes medios de orientación progresista hasta recalar en Página/12. Fue entonces que empezó a escribir su novela, utilizando los ratos libres en la redacción. De su paso por el diario, sin embargo, quedan pocos registros, la mayoría de ellos asociados a sus participaciones en las asambleas, en las que se destacaba por su vehemencia y su combatividad. A ello se le sumaban sus brotes; durante uno de ellos, una madrugada, se hizo acompañar de dos amigos hasta el Obelisco, porque estaba convencido de que iba a ser robado por extraterrestres.

Terminaron despidiéndolo junto con otros ochenta trabajadores en 1995, y con la liquidación pensaba pagar la publicación de su novela, un ladrillo de algo más de setecientas páginas que había escrito en los ratos libres en el trabajo. Un año antes la había presentado al Premio Planeta y volvió a presentarla ese año, quedando entre los finalistas. Se contactó con varias editoriales y todas le daban la misma respuesta: la novela es de una calidad indiscutible, pero los costos de edición son demasiado altos y no se vendería fácilmente. Obsesionado con la idea de ganar dinero para poder dedicarse a la literatura, escribió rápidamente un libro de “autoayuda”, El camino total, en donde combinaba sus conocimientos de psicología y de filosofía zen para proponer una forma de superar el dolor: abrazándolo, aferrándose a él todo lo posible. El resultado fue el mismo: el libro era demasiado intelectual, demasiado complejo para el lector promedio de ese tipo de literatura, que prefiere el budismo masticado de Osho o las novelas de Paulo Coelho.

Ya resignado a no ser publicado, Benesdra pasó los últimos meses de ese año en una casita en la costa uruguaya, donde empieza a planear una segunda novela, Puntería, en la que pensaba abordar el problema del desempleo y la violencia social. Lamentablemente, el proyecto quedó en unos pocos borradores: Benesdra regresa a Buenos Aires, y el 2 de enero de 1996 se arroja por el balcón de su departamento, en un décimo piso. Acababa de cumplir 43 años.

La novela

Más que su extensión, lo primero que sobresale en El traductor es su carácter de obra intempestiva, la inadecuación entre su vocación totalizante y el momento en que apareció: su ambición, su desmesura, el desborde que en no pocos momentos afecta al texto, la vuelven una obra condenada de antemano a no ser leída en el momento en que fue escrita. Una novela de los años setenta escrita en los noventa.

El argumento de la obra puede resumirse en pocas líneas: el periplo laboral y afectivo de Ricardo Zevi, traductor en la editorial progresista Turba, y emparejado con Romina, una adventista salteña, con cuyo primer encuentro empieza la novela. En la editorial, el último trabajo que le encargan es la traducción de Ludwig Brockner, un pensador alemán de ultraderecha, defensor de las jerarquías sociales como parte del orden natural, un preludio de los vientos de la flexibilización laboral que empiezan a colarse en Turba, con el despido de un compañero. Al mismo tiempo, Ricardo descubre que su novia es anorgásmica, y es este descubrimiento el que, a partir de la lectura del libro de Brockner, y guiado por su obsesión de hacerla acabar, lo lleva a una espiral descendiente que desembocará en la locura.

Hay que decir, con todo, que no se trata de una rareza de museo o la única en su especie. Siete años atrás había aparecido La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez, una vastísima obra de mil cien páginas que recupera toda la tradición novelística latinoamericana y aun decimonónica. Pero si la novela de Gutiérrez es la historia de un linaje y de una nación, la de Benesdra es la de la desintegración de la identidad de un sujeto histórico, la vivencia personal del fin de una forma de ver, entender, pensar y actuar en el mundo. El traductor da cuenta no sólo de una serie de interrogantes que muchos se hicieron en ese momento (¿cómo queda la izquierda en un mundo globalizado, dominado por el capitalismo y donde la revolución dejó de ser un horizonte posible, o al menos un referente concreto, para pasar a ser una instancia histórica pasada y fallida?), sino también de las implicaciones intelectuales, éticas y morales que conlleva el cambio de paradigma (¿cómo ser y estar en un mundo que cada vez pondera más la meritocracia, el elitismo y el individualismo, que se entrega en cuerpo y alma al mercado?). Es esa misma desintegración la que impulsa la compulsión discursiva de Ricardo Zevi, impresionante en su diversidad, expresada en una escritura espesa, poderosa, por momentos poética y por momentos torrencial. Es difícil encontrar, en la literatura argentina, algún otro autor que sature el texto de esa manera, página por página, párrafo a párrafo. Casi no hay tema que deje afuera, ni autor que quede sin citar, siquiera de paso: la tradición literaria argentina (Cambaceres, Arlt), los pensadores que delinearon el pensamiento del siglo pasado (Hegel, Nietzsche, Hitler, Freud, Lacan, Sartre, Chomsky), la discusión con el marxismo (Lenin, Trotski, Stalin, Mao), el judaísmo sefardí (Canetti), la antipsiquiatría (Laing, Cooper) y hasta los descubrimientos científicos recientes de entonces, como la teoría del caos.

Pero también, en la zona más oscura de la novela, hay un ajuste de cuentas con el pasado contemporáneo, que había recibido un cachetazo brutal con los indultos de Menem a los condenados por los juicios a las Juntas. La recuperación de una línea arltiana entroncándola con las torturas de la última dictadura y el paulatino descenso moral y mental que experimenta Zevi, con un recurso tan original como desdoblar la voz narrativa del personaje en las escenas más truculentas, es sin duda una uno de los aspectos más extraordinarios y al mismo tiempo más escalofriantes de la novela. Sobre él podrán hacerse las más diversas interpretaciones, pero ninguna puede excluir o negar la potencia literaria que contienen esas páginas.

La novela no concluye con este descenso literal y metafórico a los infiernos de la mente y la historia. Hacia el final sucede algo extraño, una cierta sensación de irrealidad, como una ruptura con el tono y la línea de lo sucedido hasta entonces. El personaje de Zevi parece claudicar, vencido por los vientos de la historia, y el idílico final casi de novela rosa deja un extraño sabor de boca. Sin embargo, esa irrupción de un elemento “novelesco” también puede leerse como una respuesta a la estética revolucionaria que primó en muchas novelas de los setenta. Si en El beso de la mujer araña, Puig (un autor que de hecho no se caracterizó por una militancia izquierdista) hace que un personaje que viene del mundo del cine y la fantasía se termine involucrando en una causa política, Benesdra hace el camino inverso, y le da un portazo a la exigencia ética y estética del revolucionario que debe dar su vida por la causa en la que cree. Después de 1976, la vida pasó a ser algo más preciado y menos canjeable por una bandera, asi sea la de la liberación nacional y popular.

La película

En 2019 se estrenó Entre gatos universalmente pardos, el primer documental dedicado a la vida de Benesdra. Está dirigida por Damián Finvarb y Ariel Borenstein, y toma el título del comienzo de la novela. Teniendo en cuenta el poco acervo que existe sobre él en internet (el artículo de Wikipedia fue creado por el autor de esta nota), la película resulta una producción excelente para conocer más en detalle su vida. A través de un montaje que alterna material gráfico (fotos, carnets, notas que escribió para Página/12) con entrevistas a amigos, conocidos, colegas y ex parejas, además de fragmentos de un video casero que grabó en 1992, cuando recién empezaba a escribir la novela, se conforma un retrato de un hombre tan inteligente como intenso, atormentado por una psique que iba demasiado rápido. Su militancia en el troskismo en su adolesencia, su poliglotismo, sus brotes, sus internaciones, su diversidad de pasatiempos (ping pong, salsa, nado), los relatos de sus intervenciones en las asambleas, son una muestra de eso; sin embargo, nada parecía colmar su idea de hacer algo trascendente, algo realmente importante. La escritura de la novela fue su mayor intento por lograrlo, y tal vez ahí radique la causa de la densidad del texto.

Una cuestión que se aborda en el documental es la de leer El traductor como una novela autobiográfica, algo que se ha hecho con bastante frecuencia. Así, Zevi sería un alter-ego de Benesdra, Turba sería Página/12, y por extensión, la adventista correspondería a su pareja de entonces, de la que Benesdra se terminó separando, y a la que le dedicó la novela. El problema de estas lecturas es que reducen los niveles de lectura de la novela a un mero juego de correspondencias con la realidad, quitándole todo interés más allá de eso. Al respecto también es pertinente mencionar la existencia de una película basada en la novela, que nunca se estrenó porque el director le cambió el nombre al protagonista de Ricardo a Salvador, provocando el veto de la familia. Una película secreta para un libro secreto.

La sensación que queda al terminar la novela o ver el documental es la pena de pensar en cómo hubiera sido esa obra que quedó en unos apuntes, en toda la obra futura que Benesdra abortó con su suicidio, cansado de lidiar con sus brotes y la imposibilidad de ser leído, de ser, finalmente, reconocido. Era consciente de su inteligencia, pero también era dolorosamente consciente de que iba en contramano del clima de época. La preguntasque se hace la novela siguen vigentes. Las respuestas que encuentra Zevi tal vez puedan ser demasiado conformistas, pero siguen siendo preferibles a la incertidumbre de quedarse sin nada. A Benesdra, lamentablemente, no le fueron suficientes.

Santiago Clemente

Santiago Clemente

Redactor

Berenice Tapia

Berenice Tapia

Ilustradora

Demasiado perezosa para pensar en algo decente. Me gusta dormir y mi sueño más grande es poder vivir de hacer monitos. Las dos cosas más importantes que me ha enseñado la vida, son:
1) Estudiar arquitectura no vuelve rica a la gente.
2) El mundo no se detiene nunca, ni aunque estés llorando hecha bolita porque borraste accidentalmente un capítulo de tu tesis.

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