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Imagen: Deivy

Gabriela Alfred

En los últimos años se hizo una gran labor de promoción de la lectura de autoras: leer libros escritos por mujeres se convirtió en un acto político de reivindicación tras siglos de supremacía masculina en el mundo de las letras (y de las artes, en general). Como mujeres hemos aprendido a mirar el mundo a través de los ojos masculinos por la simple razón de que la mayoría de los productos culturales han venido de la mano de ellos y, aunque no es el propósito de este texto negar la genialidad de muchos autores y artistas, es indiscutible que hay un demérito tremendo del talento femenino en las letras.

Y no, no es que haya un complot universal para “invisibilizar” el trabajo artístico de las mujeres; simplemente se llama patriarcado y es una realidad, como el racismo, o el clasismo. Al menos, ahora lo identificamos y poco a poco lo vamos desnaturalizando. Lo importante es salir de esa inercia, la inercia de aceptar que la mayoría de la currícula académica que se enseña a les niñes en los colegios incluye un porcentaje bajísimo de autoras, que en la mayoría de las antologías poéticas las mujeres aparecen para darle un toque de color a las mismas o que el porcentaje de mujeres galardonadas con premios de la crítica literaria sea infinitamente menor que el de los hombres, algo que no se soluciona con una pizca de corrección política.

Es más: me animo a decir que la corrección política es un lastre para nosotras. En el documental «Se dice poeta» de Sofía Castañón se habla del término poetisa, una interesante concesión inútil de la RAE, institución que se jacta de enaltecer el neutro del español, evidentemente a conveniencia. “Poeta” sería un término suficientemente abarcativo. Sin embargo, de repente hubo esta necesidad de diferenciar a las poetas mujeres de los poetas hombres y, como todo lo que hacen las mujeres tiene que hacerse en oposición a los hombres (el masculino es el canon), las que debieron adecuarse a otro nombre fuimos nosotras. Pero el canon se lo cambia con lecturas: en palabras de Laura Villar Gómez, es hora de descubrir y redescubrir a las autoras y, sobre todo, darles el lugar que merecen.

En Bolivia, la situación no es muy diferente. En el colegio, además de empeñarse en poner en la currícula académica los libros menos adecuados para la estimulación lectora, toda la literatura nacional se concentra en hombres. El descubrimiento que tuve de las autoras bolivianas fue completamente personal y de voluntad propia. El primer libro que leí de una autora boliviana que me pareció fantástico fue la antología de poemas de Blanca Wietüchter La Piedra que labra otra piedra, pero con ese libro comenzaron también mis preocupaciones respecto a por qué no había conocido antes a tan tremenda poeta y solo después de acceder a un pequeño círculo académico pude tener noticia de ella.

Y es que las mujeres, además de ser “invisibilizadas”, cuando se atreven a escribir o revolucionar algún aspecto de la literatura, son doble o triplemente juzgadas por la sociedad, claro, pero también por sus pares masculinos escritores. Y aquí puedo hablar de dos casos particulares en Bolivia: Hilda Mundy y María Virginia Estenssoro.

Carlos Medinacelli fue el autor de uno de los libros más citados de la literatura nacional «La Chaskañawi». Era buen escritor, pero portador de una lógica misógina muy fuerte, como se refleja en un artículo que escribió, llamado «Homenaje a Miss Tarija», donde hace una de las críticas más ácidas a una sociedad adormecida que de lo único que se jactaba era de la “belleza de sus mujeres”. Si bien la crítica tiene varios e importantes puntos, destila un machismo atroz. Sin embargo, Medinacelli ha sido y sigue siendo una eminencia en la literatura boliviana, lectura obligada en el colegio. Mientras tanto Hilda Mundy, pseudónimo de la periodista y escritora vanguardista, rebelde y feminista Laura Villanueva Rocabado, que fue una de las pocas escritoras de vanguardias de América Latina, junto con Magda Portal (Perú) y María Luisa Bombal (Chile), fue víctima, además de la correspondiente invisibilización de una de las obras más creativas de la literatura boliviana (como es «Pirotecnia, ensayo miedoso de literatura ultraísta»), de la crítica injusta de Medinacelli. Este autor desdeñó esta obra por tratarse de una “obra burguesa”. Para Medinaceli, el hecho de que una obra de vanguardia como «Pirotecnia…» no reflejara el campo, el mundo indígena o la problemática de la nación era un indicador de sensibilidad burguesa. Emma Villazón, en su libro Hilda Mundy y Carlos Medinaceli: dos escritores en conflicto. A propósito de ‘vanguardia’ y ‘nación’ en Bolivia señala que Medinaceli no fue capaz de ver en «Pirotecnia…» la crítica al patriarcado, pilar fundamental de la burguesía.

Y tal vez no fuera capaz de verlo porque él mismo, pese a su sensibilidad estética que rechazaba el colonialismo, estuvo atravesado toda su vida por la lógica patriarcal del señorito: su opinión de las mujeres fue siempre despectiva, como en el caso del artículo de «Homenaje a Miss Tarija» y cuando se relacionó con mujeres del pueblo fue de manera utilitaria, para que lo sirvieran, pero sin reconocer ni hacerse cargo económicamente de los hijos que engendró. Y, a pesar de su sentencia lapidaria de Hilda Mundy, de “mujer burguesa”, no tomó en cuenta que esta escritora fue exiliada en 1934 por el gobierno de facto del Dr. Tejada Sorzano, a raíz de un artículo que criticaba a los militares bolivianos por la derrota en la Guerra del Chaco. Todas las publicaciones de Hilda Mundy eran sobre todo críticas a su medio, al poder económico de la época, a la guerra y al militarismo. Pero todo esto sobra a la hora de analizar el talento de una mujer. Al menos, así lo vio, o más bien, lo quiso ver Carlos Medinacelli y, con él, todo el medio cultural de la época. No olvidemos que «Pirotecnia…» fue olvidado hasta que se rescató en el año 2004 en una edición boliviana, un libro compuesto de pequeños fragmentos que “…tratan de atrapar el ruido de la urbe en el nuevo siglo, producto de transformaciones tecnológicas, y los cambios de sensibilidad y de conducta de una modernidad incipiente en algunas ciudades en el occidente del país, entre los que se cuentan un rechazo al contrato matrimonial y los nuevos roles a los que aspira la mujer…”, en palabras de Edmundo Paz Soldán.

Y el otro caso es el de María Virgina Estenssoro, cuando ella publicó en 1937 su libro El Occiso. El libro se agotó casi de inmediato, pero no por razones literarias, sino por el escándalo que causó. El Occiso es un volumen de tres relatos dedicado a la memoria de Enrique Ruiz Barragán, su compañero que acababa de morir de manera trágica. Los temas específicos que aborda el libro son la muerte, las relaciones amorosas fuera del matrimonio y el aborto voluntario de la narradora y se leyó como si se tratara del testimonio autobiográfico de María Virginia Estenssoro. El volumen comienza con la frase “Este libro es una crucifixión y un INRI”, como si María hubiera vaticinado lo que causaría. Luego de esa publicación, María Virginia no volvió a publicar otro libro en su vida y El Occiso solo fue reeditado 30 años después, cuando sus hijos publicaron la segunda edición y se la dedicaron a “los mojigatos, a los tontos, a los moralistas inquisitoriales, a los frailes ignorantes de 1937, a las beatas bondadosas, ingenuas y limitadas que permitieron la venta inmediata y total de la primera edición”.

Pasaron muchos años para que a María fuera reconocida por la crítica como una de las pocas voces del vanguardismo literario boliviano, junto a Hilda Mundy y Yolanda Bedregal. Y es que «El Occiso», el relato como tal, que es el primero del libro, es algo que nunca se había hecho antes en la literatura boliviana. Es un canto surrealista a la descomposición y al devenir en la nada, que es el todo. Dirán que Baudelaire ya había descubierto cómo dotar de belleza la descripción de un cadáver en descomposición, pero para mí María Virginia no solo dota a este proceso de una belleza increíble, sino de una metafísica magistral. Todo eso, contado a través de párrafos brevísimos similares a versículos bíblicos y con una cadencia que lo acerca a la poesía o, por lo menos, a la prosa poética. Después de este crudo y bello relato, pasa a un cuento que nos ubica ya en el plano de lo real: «El Cascote», donde se narra el proceso de duelo solitario de una mujer por la pérdida de su amante, una relación condenada por la sociedad. Concluye la obra con «El hijo que nunca fue», donde la narradora decide abortar al bebé producto de una relación, también extramatrimonial, luego de que su amante muere.

Los que conocían a María Virginia Estenssoro la describían como “un volcán en erupción”, una mujer de voz profunda y varonil a la que le gustaba desafiar a la sociedad conservadora de su época, que fumaba en público cuando pocas mujeres se atrevían a hacerlo y que usaba un maquillaje muy pronunciado. María Virginia Estenssoro, que también fue contemporánea de Medinaceli, se hacía cargo de los hijos de sus dos matrimonios fallidos… Todo eso lo terminó pagando con la “cancelación”. Sin embargo, ahora se está volviendo a reeditar su obra, a través de la editorial Dum Dum de Bolivia, al igual que la de Hilda Mundy -por la Biblioteca del Bicentenario-, de quien también se pueden encontrar sus obras en PDF. Lo mejor que podemos hacer para honrar la literatura boliviana y latinoamericana es leer autoras y descubrir el 50% de la historia que nos falta.

Gabriela Alfred

Gabriela Alfred

Directora de Redacción

Soy de Bolivia, nací rodeada de montañas y agua dulce. Me licencié en Filosofía y Letras por purito placer y hasta el día de hoy sigo buscando profesionalizarme en saberes inútiles. Escribo porque me hace feliz, leo porque no puedo vivir siempre en mi propia mente. Me gusta tejer, las historias ñoñas de amor, la fiesta y las conversaciones en la madrugada.

Deivy

Deivy

Ilustrador

Me llamo Deivy Castellano. Pintor aficionado, intento que mi trabajo hable por mí mismo. Trabajo para ser un polímata, en mi tiempo libre soy un misántropo auto exiliado en Marte.

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