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Imagen: Sofía Olago

Jennifer Puello Acendra

A mamá Patro

Mis recuerdos de la infancia son nublados, la mayoría de las veces me cuesta acceder a ellos, como si estuvieran encajonados con cerraduras especiales y sus llaves, las únicas que existen para este fin, se hubieran oxidado. De hecho, estos recuerdos se unen con otros que jamás viví, pero que llegaron a mí a través de mi abuela y sus historias, entre mágicas y reales, de la vida cotidiana, de su pueblo de infancia, de personas que conoció y de narraciones anteriores a ella, de siglos tan pasados que cada vez andan más lentas con temor a ser olvidadas.

La espiritualidad antes del cristianismo

El pueblo parece que nació católico, el solo pensar en alguien ateo entre sus hijos sería extraño; pero su espiritualidad, como la de otros pueblos de nuestro continente, manifiesta el sincretismo de lo indígena y lo afro, tan fuerte, que un católico devoto no creerá que no salieron de la misma sede papal.

Se les reza a Dios y a los antepasados, a la vez que se les implora a los seres naturales que no hagan desmanes, al sol que brille, al viento que aleje las nubes, a la lluvia que venga o se vaya.

Una de las historias que recuerdo es de las mujeres poniendo espejos que mirarían directo al sol, para enojarlo y que se hiciera tan fuerte que las nubes no se atrevieran a asomarse. Muchos, al tiempo, para mayor efectividad, hacen rezos que desconozco, porque no tuve el valor de preguntar o porque no estuve lista para aprender. En mi caso, el espejo solo debía servir, siempre que se lavaba la ropa, para asegurar el “buen tiempo”. Algunas tías iban más allá, esparcían cenizas (que deben ser de una casa distinta a la tuya) en forma de cruz.

Sé que suena extraño, que dirán que ninguno de estos rituales es efectivo, que no tienen un sustento teórico y que todas las veces que funcionó se debió a la casualidad, pero jamás llovió un día que las cruces de ceniza estuvieron en el suelo.

Los santos y sus mandas

El santoral católico tiene una amplia gama de facilitadores, que pueden acudir en el auxilio del desesperado, pero las personas solemos querer más y añadimos a muertos no canonizados que suplen las necesidades. Mi abuela contaba que no se podía llegar con las manos vacías, se necesitaba una promesa.

Las promesas deben pensarse detenidamente, no son palabras al aire que uno lanza sin nada más; de no cumplirse, nos contaba ella, el castigo sería tan grande, que el ser divino se volvería nuestro peor enemigo. Sobre ello hay varias historias que recuerdo, de boca de mi abuela, de mis tías y de conocidos cercanos. Recuerdo, en particular dos historias.

Una mujer tenía un problema en su brazo izquierdo, le dolía y se le imposibilitaba moverlo, decidió acudir con un exsacerdote que, decían, curaba cualquier mal. No lo hacía él directamente, se rezaba a un santo, se daba una promesa y el problema era resuelto desde el mismísimo cielo; ella fue sanada, llegó al pueblo moviendo el brazo, pero algo hizo mal (eso dirían en el pueblo), porque justo un bus de la nada apareció a toda velocidad y amputó el brazo curado. Solo el brazo, ese brazo.

La otra historia que recuerdo es de una mujer ciega: en este caso tenía un problema menor de visión que iba empeorando con el tiempo, prometió llevar unas cuentas de oro a la santa de su preferencia para ver con total nitidez, contaban en la familia que nunca lo hizo, un inconveniente, otro, una imposibilidad de viajar, algún asunto que atender… Murió ciega, con los ojos blancos. Mirarla era terrorífico, al punto que me recordó a los malvados ciegos de Sobre héroes y tumbas, que justo leía para ese entonces.

Señales

Marzo siempre me ha parecido un mes extraño, tal vez nació del relato de mi abuela, o es porque no me agrada mucho el número tres, quizá sea el calor insoportable que parece estar debajo de la piel. Ella estaba sentada, uno de mis tíos, campesino de profesión, pasó por la casa como cada mañana antes de irse a su sembradío, nos contó que habían empezado las quemas y se fue.

Las quemas de marzo son vitales para preparar la tierra a la semilla nueva, mi abuela nos contó que era una práctica necesaria, pero, como en todo, hay una regla, que en su momento fue inquebrantable: no debes quemar en el día de San José. Pregunté la razón, ella habló de un hombre de épocas pasadas que no siguió la simple instrucción, que se creyó mayor a los designios proferidos por el santo y murió como consecuencia.

El hombre empezó la quema en solitario, sus trabajadores no habían llegado aún. Era experto en el tema, años siendo campesino, pero el incendio se salió de control. Encontraron su cuerpo hecho carbón, aunque el incendio no se tomó más que el pequeño lugar donde él estuvo, ni siquiera afectó al cabello que estuvo amarrado a pocos metros de él.

Mi abuela casi solemne dijo “el día de San José no se quema, porque las llamas te quemarán a ti, pero los hombres son tercos, como si por un solo día se fueran a morir”.

Pueblo lejano

Hubo muchas otras historias: mujeres a las que, al bañarse, el agua se les convertía en sangre o que, al planchar, la sábana se les teñía con letras de advertencia; hombres que enfermaban de repente, niños que enloquecían sin motivo alguno después de comer o beber algo dado por un enemigo; herencias que se hacían agua, literalmente; maldiciones que se proferían y, como reloj que nunca falla, se cumplían; mujeres que se transformaban en diversos animales, que enamoraban incautos y se robaban bebés o que, en un ataque de celos, no te dejaban dormir con sus incesantes ruidos; rezos para cada necesidad, rezos para desear el mal, rezos que solo podían aprenderse en dos fechas particulares, una de ellas, casualmente en mi cumpleaños.

Ese pueblo era lejano en los años, pues, a medida que las personas morían, las historias se iban perdiendo y los jóvenes dejábamos de temer, por tanto, de creer. Lo mágico se muere sin una creencia, se desvanece, muere, por eso intento recordar, dar a conocer y replicar; si otros cuentan estas historias ellas seguirán vivas y el agua volverá a convertirse en sangre, los rezos tendrán efecto y las mujeres volverán a convertirse en animales que seducen, atemorizan y se multiplican.

Jennifer Puello Acendra

Jennifer Puello Acendra

Redactora

Lic. en educación y lengua castellana de la USCO, maestrando en Lingüística de la UAQ. Ha participado en varios concursos de escritura en diversas instituciones.  Amante de las mariposas, los cuervos y los gatos. Amada por las hormigas. Enemistada con los sapos.

Sofía Olago

Sofía Olago

Ilustradora

Mi nombre es Diana Sofía Olago Vera, para abreviar prefiero ser llamada Sofía Olago. Tengo 19 años y nací en Lebrija, un pequeño municipio del autoproclamado país del Sagrado Corazón de Jesús: Colombia. Sin embargo, desde pequeña he vivido dentro del área metropolitana de Bucaramanga, capital del departamento de las hormigas culonas.

Soy una aficionada del diseño que nutre su estilo y conocimientos a base de tutoriales y cacharrear softwares de edición. Actualmente, soy estudiante de Comunicación Organizacional, carrera que me dio la mano para mejorar mi autoconfianza y mis habilidades comunicativas.

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