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Ilustración: VonPeps

Luis Torres

Para mi abuela Marielena, la del grande corazón

Soy María Bouchan Vélez. Nacida en Puebla de los Ángeles hace muchos años para contarlos, de padres poblanos y casada en primeras nupcias con Arturo Méndez, oriundo también de Puebla, quien a la postre me dejo con dos hijas pequeñas: María Cristina y María Reina. Años después conocí al doctor Agustín Torres Cravioto y tuvimos amores, de esa unión nació María Elena en 1915. De esa fecha estoy segura: fue el 18 de agosto. Para entonces, María Reina y María Cristina tenían dos y tres años de edad. Somos una familia de maestros.

Yo soy maestra. Mis hijas fueron maestras también. Algunas de sus hijas también. Fueron años de muchas carencias y mis tres hijas y yo recorrimos Puebla, desde el Altillo hasta Xonaca y de la 45 poniente al viejo centro, de cuarto en cuarto y de vecindad en vecindad. Mi sueldo de maestra no daba más que para pagar un cuartito por allí y los gastos mínimos de comida y transporte. Nunca ha faltado buena gente que me apoye. Desde entonces alguien tocaba a mi puerta en la vecindad de Xonaca y me decía: Maestra, traje elotes de Teziutlan, ¡quédese usted una caja, por favor! Y yo la recibía con fiestas de agradecimiento, imaginando las muchas maneras en que prepararíamos tan suculentas mazorcas: pan de elote, tamales de elote tierno, sopas, elotes con calabacitas, esquites y caldos. ¡Ah! y chileatole si encuentro masa y buen tomatillo… Otro día pasaban maestras de la sierra y me dejaban un costal de papa. Otra semana aparecía un pariente de los de Analco y me decía: María, traje guayabas, ¿quieres una caja? Así de poquito a poquito crie a mis tres hijas. Solo Dios sabe si tuvimos que comer algún día frijoles rellenos de gorgojos… No todo eran penurias en esos días. Los maestros fuimos un grupo muy solidario. Cuando pudimos nos ayudamos a salir adelante. Los de la ciudad y los de la sierra. Los de la capital y los del interior. Los días que recuerdo con más nostalgia son las fiestas de la Virgen y las Navidades. En esos días hasta el que no tenía un quinto, sacaba de no sé dónde para arreglarse y celebrar.

En la vecindad hacíamos las dieciséis posadas como Dios manda. Se preparaba toda clase de antojitos y de bebidas. Cada quien lo que sabía y lo que podía preparar. Pero lo mejor de todo era la pastorela. Se hacía la representación completa del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Cuando mis hijas estaban apenas chicas, me tocó representar al Arcángel San Miguel. Las vecinas me ayudaron a coserme mi capa de satín azul cielo y a hacer mis alitas de cartón con plumas blancas y livianas. Alguien me prestó un sable de verdad, de esos que se guardan tras la puerta para defender el hogar. En la escena del nacimiento, ahí estaba yo custodiando a María y a José, que miraban con dulzura al niño Dios, ¡qué lindo quedó todo! Pasaron los años y no faltaba quien recordara: Hubieran visto a María Bouchan de arcángel San Miguel, con sus alas y espada y su patita alzada ancina.

Tuve mucha familia en Puebla, pero a mucha le dejé de ver. Hubo tías y primas que me quitaron el habla por tener una pequeña fuera de matrimonio. Desde aquí maldigo a Judith y a Rebeca que siempre vieron mal a mi María Elena, sin culpa alguna. ¡Las maldigo! Esas dos ladinas se quedaron solteronas, medio ricas y medio locas. Pero no estamos para hablar de ellas, ni solamente de mí, sino de mis lindas hijas. María Cristina, la mayor heredó mucho de mi perfil y de mi carácter. Ella fue bendecida con el don de la habilidad manual. Siempre fue amiga de los bordados y los tejidos. Del trabajo de deshilado y la confección de ropa. Años, muchos años más tarde fue una maestra en las artes de la joyería, haciendo primores con metales y piedras semipreciosas. María Reina, la segunda, recibió el don de la belleza. Fue desde siempre agraciada y de fácil palabra. Risueña y coqueta. Estudió para maestra, pero poco ejerció y cuando lo hizo aprovechaba cada oportunidad que tenía para pedir permisos y comisiones sindicales para no estar al frente de grupo. María Elena, mi pequeñita, recibió del Señor la inteligencia y la sensibilidad. Mi María Elena fue muy tímida y hasta se creía falta de belleza. Fue una maestra ejemplar que vivió para el magisterio. Mis tres hijas fueron chulas y rechulas. No quiero decir que María Cristina no fuera inteligente o María Reina no fuera hábil con las manos, ni María Elena fea. Pero cada una tenía su don, su sino.

Años después, nos mudamos para la ciudad de México. No fue una decisión fácil, pero nos aventuramos a viajar a la ciudad. Ahí mis tres hijas entraron a la vieja Escuela Normal de Maestros, para entonces vivíamos en el centro en un cuartito de vecindad. Yo trabajaba y mis hijas estudiaban afanosas la carrera que las habría de sacar de esa vieja vecindad. Cuando María Elena salió de sexto año, ya inició a dar clases en una escuela nocturna para obreros. Todo trabajo digno es un derecho y una bendición, pero la escuela estaba en el antiguo Barrio de la Merced y siempre me preocupaba que mi María Elena saliera tan tarde y sola, y emprendiera el viaje a casa muchas veces caminando. Ella siempre fue fuerte y de un gran corazón. A pesar de ser la más pequeña, fue la primera en llevar dinero a la casa. Fue una estudiante modelo. Siempre decidida a sobresalir por sus méritos, siempre ofreciéndose a hacer las tareas que otros esquivaban, solidaria con sus compañeros. Fue en esos años que conoció a Luis Torres Ordóñez, hijo de Eustaquio Torres y Melesia Ordóñez, oriundos de Casas Grandes, Chihuahua. A Luis lo mandaron a México, a estudiar los últimos años de la carrera, y becado debido a su alto desempeño estudiantil en Chihuahua. Como ambos eran los estudiantes más destacados del grupo y los más comprometidos con las causas populares, pronto se encontraron caminando por las calles discutiendo sobre educación y política, de la mano.

Mi María Elena y Luis se casaron en 1935, antes de acabar la carrera y se titularon con honores en 1936. Durante el gobierno del magnánimo General Cárdenas. María Reina y María Cristina se casaron años después con Carlos Dorantes y Manuel Hernández, respectivamente. María Reina tuvo dos hijos. René y Carlos. René fue un hombre particularmente hermoso, pero tuvo un trágico accidente y murió muy joven. Nunca tuvo hijos. María Cristina tuvo dos hijas: Cristina y Eleonora. Mis tres hijas se quisieron mucho, desde pequeñas y vieron por sus hermanas. Se mantuvieron juntas en vida. Todas vieron por su madre, pero mi María Elena siempre fue mi apoyo y mí paño de lágrimas. Dios sabe que desde pequeña fue la más cercana a mí, pues tenía esa gran capacidad de querer y de ser solidaria.

Un año después de titulados, se fueron juntos a Chihuahua, pues Luis tenía el firme propósito de corresponder a los esfuerzos que su gente hizo para enviarlo a estudiar a la Ciudad de México. Para entonces ya había nacido Luisito, su primer hijo. Se fueron a vivir un tiempo a Chihuahua, pues el gobierno decidió que sería más lo que podría hacer en el ámbito rural pasaron muchas penurias. Con ellos iba Luisito, pequeño y débil. Pocos meses duraron allá, pues los comisionaron a Morelia y emprendieron el viaje con el hijo pequeño y sus pocas pertenencias. Allá trabajaron un tiempo en una escuela para hijos de refugiados españoles. Corría el 37, año de preguerra. Tenían gran cariño por su escuela, que no era más que dos cuartos mal acondicionados y sus niños. Hacían lo que estuviera en sus manos por sacarlos adelante, para transmitirles conocimientos e ideales. Los problemas de la pequeña comunidad eran muchos y solo Dios sabe que tuvieron que sufrir mil injusticias y atropellos, cuando sacaron la cara por defender a compañeros educadores, cocineras o peones. Después de una innumerable cantidad de incidentes, decidieron comisionarlos al Distrito Federal, pero no en zona céntrica, sino en San Martín de las Pirámides. Yo suspiré aliviada al conocer de ese movimiento, pues aunque significaba un gran sacrifico para ellos, al menos los tendría en la ciudad, cerca de nosotros.

¡Con qué alegría iban a trabajar!… No fue un grupo fácil, pues se trataba de niños «subnormales», como se les decía entonces, o sea con problemas de aprendizaje varios. Para esos años se sabía mucho menos de cómo educar y orientar a esos pequeños que hoy en día. Lograron muchos avances con los niños, a pesar de sus limitaciones y se vieron retribuidos con las grandes satisfacciones que les retribuyeron. Pero no habían de permanecer mucho tiempo allí mi María Elena nunca pudo olvidar el día que los montaron en dos burros para trasladados, seguidos por la chiquillería que los despedía con tristes rostros de incontables bendiciones. Nuevas disposiciones los hicieron despedirse de San Martín, para trasladarse a Santiago Tezoyuca. El pueblito era un lugar hermoso, como lo es nuestro extenso interior, pero dejado de toda ayuda y de la mano de Dios. Sin agua, sin luz, ni las mínimas condiciones de higiene, sufrían toda clase de privaciones, pero la más difícil y penosa era la falta de una letrina o sanitario. La milpa los protegió en sus penosas caminatas… Cuando se cosecho la milpa, fue mucho peor. Si algo los mantuvo fuertes fue su gran convicción de educadores y su amor y respeto mutuos, pero no fue fácil ese tiempo… ¡Solo Dios sabe que no!… Nunca me olvidaré del día que un animal de ponzoña picó a mi Luisito y hubo que traerlo de emergencia a la ciudad. Llega mi María Elena en el camión de las ocho a buscar un hospital donde pudieran atender su hinchadísimo ojito. Después de unos días en casa, se repuso completamente. Qué decir de las condiciones en las que tenían que desarrollar su trabajo. Grupos de 80 niños, falta de materiales e instalaciones, riñas entre los pobladores por mil razones… Todo eso les tocó vivir. Siempre nos escribimos mucho. Cuando ellos estaban en Chihuahua, Morelia o Tezoyuca, no faltaron las cartas en las que mi niña se desahogaba de lo difícil que era su diaria jornada.

Yo para entonces vivía con María Reina, y estaba muy cerca de María Cristina. Ellas no tuvieron tantos apuros económicos, si bien la vida tampoco era fácil para ellas. ¿Para quién lo es? Dios es grande y sabe porque son las cosas… Después de Luisito, casi dos años después nació Leonora. Ella fue una gran educadora y tuvo facilidad para el arte del baile. Se casó con un ingeniero mecánico del Poli, Héctor González, y tuvieron a Héctor, Vladi y Leonorita. Luisito se casó en primeras nupcias con Rosa Ma. Bustillos, también de padre chihuahuenses, y procrearon a René y a Luisito tercero. Varios de mis bisnietos fueron maestros universitarios, otros artistas. Yo desde aquí feliz los veo vivir y crecer, sufrir y aprender, reír y amar. Y no tengo más que agradecerle a Dios y a la vida esta gran prole que me ha concedido tener y amar.

Autor

Luis Torres

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Ilustrador

VonPeps

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Soy Alejandro, 24 años, colesterol bajo, estudiante de psicología y fotógrafo habitual, guionista cuando hay leche y galletas. Me gusta bailar solo, decir groserías y escuchar a Iggy Pop. A veces, creo que sería más feliz viviendo en el campo con un buen poemario, luego me llega una notificación a mi smartphone y me olvido de todo. Soy un pésimo pintor, por eso me hice fotógrafo.

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