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Imagen: Caro Poe

Gabriela Alfred Arnold

Hay una manera de hablar con respecto a la lectura, que incluso yo he utilizado en algún momento, aunque cada vez me incomoda más cuando la escucho: «adquirir el hábito de la lectura». Fuera de cualquier misticismo, la lectura para mí nunca fue un hábito, más bien fue un hábitat, una «habitación propia» portátil. Quizás porque mi acercamiento a la lectura fue «nativo», en el sentido de que los libros forman parte de mi vida desde antes de que tenga conciencia cabal de mis recuerdos. La pregunta del por qué leer reviste cierta dificultad para mí justamente por eso, es decir, porque carezco de una distancia visible entre yo-lectora y la lectura en sí misma. Una no suele preguntarse frecuentemente, a veces nunca, por qué tengo esta personalidad y no otra y evidentemente habrá una colisión entre preguntarse ¿por qué leo yo? Y preguntarse ¿por qué leer? en términos generales.

Para efectos de este escrito, me concentraré en la segunda pregunta, con la debida aclaración de que la respuesta se entremezclará consciente o inconscientemente con mis propios procesos de lectura subjetivos.

Partamos de que es una pregunta grande, que abarca una dimensión semiótica, cultural, histórica, antropológica, etc., pero, siguiendo la famosa premisa de que «la filosofía es la madre de todas las ciencias», será mejor responder la pregunta a través de ella. Borges decía, en una entrevista, que la lectura era para él una forma de felicidad, pero una felicidad en cuanto búsqueda consciente de ella, en el momento de la coacción esto termina. Para muchas personas, leer no es un placer, al contrario, resulta agobiante, y esto se debe en gran parte de los casos a que han vivido este proceso como una imposición. Y ahí sí, nos encontramos con personas que han tenido un acercamiento traumático a los libros a las cuales nos resultará difícil convencer de que hay un porqué que justifica la lectura, y sobre todo de que la lectura es una «forma de felicidad».

Ahora, por el otro lado, hay algunos equívocos en torno a la lectura que convienen señalar mínimamente porque a veces no se puede abordar una pregunta sin descartar primero las respuestas (a mi parecer) erradas. Hay toda un aura en torno a la lectura que esconde varios mitos generalizadores: que la lectura te hace más inteligente, más interesante o mejor persona. Y a esto hay que añadirle algunos «mandatos culturales» del mundo occidental que te imponen un estatus proporcional al tamaño de tu biblioteca. Si yo debo responder para mí misma una pregunta como «¿por qué leer?», lo primero que hago es escapar de estas respuestas que, por provenir de construcciones sociales, me impiden realizar un acercamiento emocional a los libros.

Porque es desde esa perspectiva desde la cual yo encuentro cierta respuesta a esta pregunta. Seguramente el leer nos aporte un capital cultural importante para vivir en sociedad, pero ¿qué nos aporta para el espíritu con el que cargamos a donde sea que vayamos, del cual no nos podemos esconder nunca, como sí podemos escondernos de los demás? Como seres humanos, cargamos con angustias atávicas, que parten sobre todo de la conciencia de nosotros mismos, de nuestra efímera posición en el universo y de nuestra soledad. Buscamos desesperadamente vínculos que nos ayuden a superar el tránsito de la existencia. Creo que no es exagerado afirmar que todos hemos pensado en algún momento que la distancia que nos separa del «otro» es infinita (teóricamente lo es). No es que el ser humano sea por naturaleza un «animal social», es que creamos sociedades, en un acto profundamente cultural y artificial, para superar la angustia del yo que nos oprime. Hay cosas que se han vuelto parte de nuestra «esencia» en cuanto las hemos utilizado para sobrevivir, como las sociedades o el trabajo, al final son simplemente actos que bien pueden ser explicados a partir de la teoría evolutiva.

Entonces, ¿cuál es el rol de la lectura en este proceso? Es justamente un mecanismo más de supervivencia. Compartir ficciones nos posibilita a pensar y a sentir (sobre todo esto último) que hay un plano más allá de la física en el que de hecho sí, podemos confluir con los demás. Un plano que además trasciende tiempo y espacio. Hablaba de hábitat a un principio, porque justamente un libro es, a veces, una casa construida mediante las palabras de alguien más donde entramos a descansar de la realidad mezquina; otras veces es una carpa de circo donde podemos travestirnos en personajes de las más diversas formas y sentirnos parte de una gran aventura que, a diferencia de nuestra vida, nos da la seguridad del círculo que se cierra y del que podemos entrar y salir cuando queramos. El lenguaje simbólico es el común denominador humano, el oficio del ser humano, tejedor de palabras.

Vivimos rodeados de mitos comunes, los mismos que han construido nuestra historia, y lo más interesante es que somos capaces de hablar y pensar en cosas que, de hecho, no existen. Pero muchos de estos mitos son impuestos, ya nacemos dentro de un orden que, aunque imaginado, ayuda a crear una sociedad de seres cooperantes. Ahí es cuando, siguiendo a Vargas Llosa, debemos diferenciar la verdad de las mentiras y las mentiras de la verdad. La lectura nos permite entablar una relación «sana» con la ficción (a diferencia de la «realidad» en la que no sabemos hasta qué punto llega el artificio) en algunos libros y, en otros, con el conocimiento simplemente. Con sana, me refiero a una cierta autonomía, un poder de elección que ejercemos al momento de tomar un libro específico, sin que medie la coacción, con la libertad que nos da el saber que nos sumergimos de manera voluntaria en una ficción compartida.

Porque finalmente la lectura es también una herramienta de pensamiento crítico: si podemos reconocer una ficción, una verdad dentro de una mentira, ¿no podemos hacer más fácilmente lo opuesto?

Entonces volvemos, nuevamente, a la pregunta, para cerrar el círculo. ¿Por qué leer? Porque nos ayuda a sobrellevar nuestras carencias, porque da sosiego a nuestro espíritu, porque nos permite ser un poco más libres, porque nos permite entendernos un poco más con nuestros otros, trascendiendo el tiempo y espacio, porque es una herramienta para defendernos del peso de los mitos comunes cuando quieren presentarse como verdades supra humanas y, claro porque nos da la satisfacción de viajar sentados, nos libra, como dice Vargas Llosa, de «la atroz dicotomía de tener una sola vida y los apetitos y fantasías de desear mil».

Aquí debería terminar, pero siempre me quedará esa pequeña rebeldía de decir que, finalmente, no necesitamos una razón para leer un libro. Sucumbamos al hedonismo del aquí y el ahora, llenemos ese corto tiempo entre el nacimiento y la muerte como buenamente podamos y aprendamos de este breve relato de Cioran: «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. “¿De qué te va a servir?”, le preguntaron. “Para saberla antes de morir”».

Autora

Gabriela Alfred

Gabriela Alfred

Directora de Redacción

Soy de Bolivia, nací rodeada de montañas y agua dulce. Me licencié en Filosofía y Letras por purito placer y hasta el día de hoy sigo buscando profesionalizarme en saberes inútiles. Escribo porque me hace feliz, leo porque no puedo vivir siempre en mi propia mente. Me gusta tejer, las historias ñoñas de amor, la fiesta y las conversaciones en la madrugada.

Ilustradora

Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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