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Imagen: Sofía Olago

Adrián Fuentes

La vida de un lector consiste en una ininterrumpida serie de decisiones. Ya sea al sumergirse en un autor y participar de su obra o abandonar a algún otro por variopintas motivaciones; llegar hasta la última página de un libro, cautivo por sus hipnóticos recursos literarios, por encima del sufrimiento que sea capaz de causarnos, en una suerte de síndrome de Estocolmo, o al contrario, dejarlo a un lado, apenas iniciadas las primeras páginas, sucumbiendo a los propios hábitos lectores; o bien, adentrarse en un género literario desconocido por nosotros hasta ese momento y alejarnos de aquellos que, a nuestro parecer, ya nos habían aportado todo lo que eran capaces, pero, a final de cuentas, volver a ellos, decepcionados de las frivolidades que encontramos en nuestra valiente aventura; o incluso adquirir gustos culposos, seducidos por las emociones prometidas de un bestseller, o terminar arrojándolos por la ventana, bajo la promesa de no volver a cometer tales actos.

Saltar de una decisión a otra es tan natural para el lector como hacerlo de un libro a otro o de una a otra página. A un lector le es tan trascendental y cotidiano tomar decisiones que incluso fue eso, una decisión, lo que lo convirtió en lector: ¿leer o no leer? Y, en esta lógica de razonamiento, pareciera que el universo de la lectura es una utopía perfecta, el único lugar en toda la existencia donde al fin uno puede entrar en contacto con la verdadera libertad. Pero, por desgracia, no hay nada que esté más lejos de ser cierto.

Introducirse en el mundo de la lectura muchas veces nos somete a un juicio inexpugnable donde, casi de inmediato y sin darnos cuenta, asumimos toda una carga de aseveraciones que terminan invariablemente por delimitar y condicionar nuestro andar lector. Muy pronto descubrimos, no motu proprio, sino por una superioridad externa, que la inagotable diversidad literaria padece de limitaciones y protocolos a los cuales terminamos por vernos obligados a obedecer, si queremos reconocernos como verdaderos lectores y no como “inexpertos aficionados”, como si tal figura existiera realmente. ¿No somos acaso todos los lectores uno aficionados inexpertos?

No es mi deseo, estimado lector, que este texto le dé la impresión de estar dedicado a promover una controversia entre la lectura exclusiva de textos canónicos y el libertinaje lector irreflexivo, ni mucho menos. Por el contrario, considero que, si bien existe un muy respetable acervo literario de histórica calidad y al que nunca hará daño recurrir de vez en cuando, también creo que la variedad en la calidad literaria es tan amplia, que cualquier persona, sea quien fuese, es capaz encontrar una buena cantidad de textos a través de los cuales disfrutaría de grandes obras, incluso si no recurriera a un solo título canónico.

El asunto a tratar aquí corresponde a un tenor alterno, a una escala de grises que algunas veces pasa desapercibida al dar por hecho afirmaciones peculiares.

Desde que existe el arte literario, hay quien habla de él; ¿qué es esto que estamos realizando, sino esa precisa labor? Y, desde que se habla de literatura, se emprende la tarea de calificar, de categorizar en una escala cualitativa a los autores y sus obras, esfuerzo que ha obtenido como resultado un índex, un canon, una guía de -incluso he escuchado decir- los mil y un libros que debes leer antes de morir.

¿Quién define los parámetros de este exclusivo grupo de obras? Es difícil saberlo, pero, con seguridad, gran parte del trabajo ha correspondido a las academias. Debo aclarar que no es tampoco mi intención dudar de los resultados y los métodos observados por el estudio literario y mucho menos de sus criterios de calidad, sino de la inflexibilidad de todos aquellos que enarbolan este listado como si se tratara de un código supremo bajo cuya obediencia debiera ceñirse todo aquel que emprenda el gozoso camino de la lectura.

La sacralización de este venerable índice excluye la libertad de aquellos que aún no sienten atracción por dichas obras o que, estando en todo su derecho, nunca la sentirán; y mutila a niveles discriminatorios la dignidad y su libre decisión.

No podemos negarlo, más de una vez habremos escuchado o también dicho: “No puedes llamarte lector si no has leído tal o cual obra”. ¿Dónde queda, en estos casos, nuestra utopía perfecta?

Cada lector apela a la dignificación de su libertad, a su camino propio y a sus gustos peculiares en un albedrío de decisión, comprendiendo que no todo el top literario está hecho para todos los tipos de lectores, que no todos encuentran en el mismo momento de sus vidas lectoras esos títulos y que, ni por mucho, todas las obras maestras más grandes de la humanidad pertenecen a él ni, con seguridad, pertenecerán jamás.

En mi caso particular, siempre preferiré Dublineses antes que Ulises; Aura, por encima de La región más transparente; Historias de cronopios y de famas antes que Rayuela; La gallina degollada, a diferencia de El almohadón de plumas; o El cumpleaños de una infanta primero que El principe feliz o El ruiseñor y la rosa; por mucho que los segundos formen parte del canon y no así los primeros, no porque desestime la desbordada calidad literaria de estas obras, sino porque al lector que mi experiencia de vida y lectora ha hecho le hablan de manera más directa las primeras que las segundas.

Autor

Adrián Fuentes

Adrián Fuentes

Redactor

Iztapalapa 1991. Lic. Creación Literaria UACM.
Poeta, promotor de la literatura y coordinador de talleres literarios. Ha formado parte de diversos proyectos relacionados con la literatura y ha sido publicado en antologías poéticas y sitios web dedicados a las artes literarias. Actualmente coordina un taller de creación literaria con estudiantes de bachillerato y realiza diferentes actividades entorno a la promoción de la literatura; al tiempo que escribe ensayos y artículos relacionados con la lectura, la escritura y la labor literaria.

Ilustradora

Sofía Olago

Sofía Olago

Ilustradora

Mi nombre es Diana Sofía Olago Vera, para abreviar prefiero ser llamada Sofía Olago. Tengo 19 años y nací en Lebrija, un pequeño municipio del autoproclamado país del Sagrado Corazón de Jesús: Colombia. Sin embargo, desde pequeña he vivido dentro del área metropolitana de Bucaramanga, capital del departamento de las hormigas culonas.

Soy una aficionada del diseño que nutre su estilo y conocimientos a base de tutoriales y cacharrear softwares de edición. Actualmente, soy estudiante de Comunicación Organizacional, carrera que me dio la mano para mejorar mi autoconfianza y mis habilidades comunicativas.

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