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Imagen: Caro Poe

Santiago Clemente

Nuestro tiempo ha tenido el privilegio de atestiguar el más extraño caso de canonización de un autor, que pasó de ser un perfecto desconocido a convertirse en el maestro de toda una generación y el parteaguas de la literatura latinoamericana en apenas unos meses, Roberto Bolaño.

Se sabe, después de pasar casi toda su vida creativa como un escritor minoritario, casi secreto, Los detectives salvajes gana el Premio Herralde y Bolaño se vuelve una especie de Kurt Cobain, un rockstar adorado por la crítica que hasta entonces lo había ignorado, y nada más descubrirlo, lo pone a la altura de Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa. El hombre —nacido en Chile, crecido en México, y vivido en España desde hace veinte años— no se mosquea, se pelea con el establishment literario de su país natal, publica tres o cuatro novelas más, un libro de cuentos, y anuncia una obra bestial de más de mil páginas, que no llega a terminar pero deja prácticamente concluida. La novela en cuestión, 2666, se edita póstuma, y, desde antes de su publicación ya es considerada una obra maestra que abre las grandes alamedas de la literatura del siglo XXI.

Como personaje, Bolaño tiene un atractivo evidente, una vocación de poeta romántico, una visión iconoclasta, un amplio conocimiento de poesía, un periplo vital —estuvo detenido una semana por el régimen de Pinochet e integró un grupo literario en México que irrumpía en los actos de los poetas oficiales—, que lo acreditaba como sobreviviente de una generación que había sido diezmada, con su aspecto austero, desarreglado, su semblante delgado y demacrado, con una barba de días y un cigarrillo en la mano.

Con semejante currículum, uno espera encontrar en la obra de Bolaño una escritura vital, irreverente, insidiosa, ácida, que proclame, como su admirado Rimbaud, el desarreglo de los sentidos como máxima de la vida y la literatura, una heredera de Henry Miller o de Louis-Ferdinand Céline. Uno abre cualquiera de sus libros y empieza a leer, ansioso, esperando el deslumbramiento, el momento de la magia; sin embargo, pasan las páginas y nada sucede, los personajes son un grupo de poetas o aspirantes a poetas que se reúnen a leerse, o a hablar de literatura, o a decir que publicaron en alguna efímera revista, o en una antología desconocida, pero poco más. Conforme avance la trama, algún personaje se irá a otro país, o simplemente desaparecerá, y los demás no volverán a saber de él. Agarramos otra novela u otro cuento y descubrimos que los temas, las tramas e incluso el narrador son los mismos, un grupo de jóvenes —o un joven— que escriben, la pasan mal y no tienen ninguna posibilidad ni expectativa de salir de esa situación, más que la resignación o la muerte. Al cabo de cierto tiempo, si somos capaces de hacer el esfuerzo de leer las páginas suficientes como para hacer tal diagnóstico, comprendemos que Bolaño es el mejor invento de la crítica literaria en español desde el Boom.

Hay una distancia o una contradicción irreductible entre el mito Bolaño y el escritor. El primero es un erudito exquisito y marginal, un iconoclasta revolucionario que sepultó las comodidades burguesas de la novela latinoamericana de las últimas décadas. El otro es apenas un poeta fracasado, cuya prosa no pasa de ser un ejercicio masturbatorio, cuya poética consiste en un romanticismo tardío que celebra la sordidez de la bohemia literaria y, considera que escribir se escribe en un cuarto lleno de ropa sucia y colillas de cigarro y no ser publicado —o ser publicado en alguna revistita ignota— como el summum de la literatura. Es un escritor para escritores en el sentido más demagógico del término. Una obra que abusa de lo autorreferencial, que se ampara en la —mala— influencia de Borges para regodearse en la exhibición gratuita de la propia erudición, —faltan dedos para contar la cantidad de autores que Bolaño es capaz de citar en una página, con el consiguiente sentimiento de inferioridad de parte del lector por no conocer a la mayoría de ellos— y la autocontemplación, a tal punto que la diversidad de escenarios de sus novelas no llega ni siquiera a ser un telón de fondo para las mismas. Da igual que la acción transcurra en Santiago, en México, en Sonora, en Blanes, en Israel, en África, en Marte o en la luna, los personajes hacen exactamente lo mismo, ni el lugar ni la distancia los interpelan. A ello se le suma una escritura pobre, desprolija, que incurre en feismos como lugares comunes —el narrador de Sensini dice que era “pobre como una rata”—, repeticiones —el capítulo 4 de Amuleto, de no más de dos páginas, repite cuarenta veces el pronombre “yo”—, o abuso de las subordinadas, un malabarismo verbal que, a menos que se sea Proust o Faulkner, suele dar resultados catastróficos.

Decir que Bolaño es el mejor novelista chileno es insultarlo, decir que está entre los mejores novelistas de lengua española de este siglo es una exageración, se lo mire como se lo mire. Cuesta entender por qué o cómo tantos escritores y críticos han sido capaces de erigir una prosa tan plana, gris, aburrida y pobre como lo mejor que se ha escrito en Latinoamérica desde los años sesenta. Más aún, que hayan convertido a Bolaño en lo que criticó toda su vida: una institución, una estatua, una capilla. Es posible, no obstante, aventurar algunas conjeturas para explicar el fenómeno, por un lado, el homenaje nostálgico a su generación y la reivindicación de la novela latinoamericana de los sesenta —gesto que los mexicanos de la Generación del Crack intentaron con menor fortuna— le permitieron ser leído como el necesario clausurador del Boom que pese a los años transcurridos, seguía siendo el modelo hegemónico —a ojos de cierta crítica—, más de lectura que de escritura; por otro, su vocación de francotirador solitario y su literatura autorreferencial lo volvieron el ídolo de escritores perezosos y ególatras, practicantes entusiastas de esa “literatura solipsista” que él mismo criticó, y de la que terminó siendo un ¿involuntario? impulsor.

Se dirá que las acusaciones contra Bolaño son injustas, que muchos otros escritores utilizan recursos similares, Kafka escribía con una prosa oficinesca, casi matemática; Saer tiene dos novelas que repiten una misma frase una y otra vez; Onetti lleva a extremos claustrofóbicos el uso de subordinadas, por medio de una adjetivación barroquísima y una ruptura de la sintaxis que dificulta la fluidez de la lectura; Borges menciona a no menos de cinco autores en textos de tres páginas —y dos de ellos son inventados—. La diferencia es que, en todos esos casos, hay un trabajo con la escritura que funcionaliza esos recursos dentro de la misma, son parte de la poética de esos autores, lo que les confiere un estilo reconocible. En Bolaño, lo anodino de su prosa los vuelve meros artificios retóricos de un principiante o un facilista. Se dirá también que la vindicación del fracaso es en realidad una refutación de la bohemia poética, la evocación desencantada de las ilusiones perdidas, del dolor de ya no ser, lo cual tampoco convierte a Bolaño en un vanguardista, Flaubert y Puig lo hicieron antes y mejor. Su obra, en el fondo, representa un retroceso, aunque la postulen como revolucionaria. Al final, lo único que queda de la lectura de cualquiera de sus libros —excepto tal vez 2666— es eso que Borges llamó, con esa ironía british que lo hizo el escritor que es, el prestigio del tedio.

Autor

Santiago Clemente

Santiago Clemente

Redactor

Ilustradora

Caro Poe

Caro Poe

Directora de Diseño

Diseñadora gráfica.

Soy encargada del departamento de Diseño e Ilustración de este hermoso proyecto. Estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Como no soy escritora, encuentro de gran complejidad describirme en un simple párrafo, pero si me dieras una hoja, un bolígrafo y 5 minutos, podría garabatearlo.

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