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Ilustración: Berenice Tapia

Luis Enrique Sánchez Amaya

Un joven, con sombrero charro café finamente adornado, fumando un puro caminaba con paso firme por las calles del barrio bajo de la ciudad. Sus botines charros repiqueteaban al ritmo de una llovizna que amenazaba con dejarse caer junto con el sol tardío del otoño. Se dirigía sin más a una de las cantinas más sórdidas del país en busca de algo más que licor barato.

Cruzó las puertas de vaivén y se sentó en la acostumbrada mesa del rincón bajo el retrato de un sonriente José Alfredo Jiménez y llamó al mesero alzando la mano y dando un chiflido corto que sobrepasó la típica música vernácula del lugar.

—Joven, nada más le aviso que cerramos en media hora…

—Lo sé, sólo vine por una cucaracha…

—Por supuesto, ¿Le puedo ofrecer alguna botana?…

—La sangre de todas las inocentes que serán asesinadas hoy.

—En un momento, joven —El mesero le guiñó el ojo al comensal, como reconociendo una clave secreta y apresuró el paso tras la barra.

El joven canturreaba una tristísima canción entre bocanadas de humo —uno de los pocos lugares donde se podía fumar, más porque las autoridades brillaban por su ausencia que por otra cosa— y jugueteaba con sus largos y azabaches bigotes. Se bebió sin contemplaciones y de refilón su trago cuando llegó, sólo estaba haciendo tiempo mientras los despistados comensales desalojaban para darle paso a los matadores y los aficionados a las masacres de cada viernes.

Al final sólo quedaba otro joven vestido completamente de charro y él, además de 3 mesas llenas de curiosos que platicaban estruendosamente entre ellos, los elegidos, matadores y espectadores que esperaban ansiosamente mientras los meseros bajaban la cortina del local para que comenzara la función.

Ambos jóvenes del jaripeo se levantaron de sus asientos y mecánicamente se dirigieron a la bodega del lugar.

—¿Listo?… —le dio una última fumada a su puro, restregó las cenizas en un cenicero metálico que estaba convenientemente situado en la esquina más lejana a la puerta y lo dejó ahí.

—Si no lo estuviera, ¿A qué vengo? —el otro muchacho lo observó decidido, con las cejas tupidas arqueadas en un gesto de despreocupación muy forzado.

—¿Vas o voy?

—Voy… ¡Faltaba más! —el joven charro se quitó la chaqueta negra adornada con finos bordados de oro y la dejó en el respaldo de una silla.

—¡Cuídate, cabrón!… —le contestó el joven que se quedaría a esperar su turno en la antesala. Lo conocía de mucho tiempo atrás y a pesar de la rivalidad de la noche, sentía genuino aprecio por él.

—¡Cuídate tú, que no voy a dejar una viva!…

El hombre cruzó un par de puertas metálicas en mangas de camisa que hacían contraste con su elegante sombrero y los pantalones ajustados e igualmente adornados. 20 intensos minutos pasaron cuando las puertas dobles se abrieron y el ruido del público no fue suficiente para ahogar una potente voz.

—¡Que pase nuestro siguiente matador!… —Gritó el anunciador de la noche.

El joven que antes disfrutaba su puro, cruzó las puertas como lo había hecho su amigo y las personas lo recibieron con la misma calidez. Un hombre corpulento y calvo se acercó a él para darle sus aditamentos.

—¡Reciban con un cálido aplauso a… Enedino Malamuerte! —Gritó el anunciador mientras el interpelado se acomodaba su indumentaria.

Enedino se acomodó la capa en el brazo izquierdo y con el derecho apretó firmemente una lanceta larga como un espadín y ligera como un florete, un arma única de punta chata que se blandía más para chicotear que para apuñalar o cortar.

—¿Listo?… —le preguntó el hombre que lo había ataviado.

Enedino frunció los ojos y asintió, aquel hombre salió por una puerta en el extremo de la habitación. Las luces se atenuaron dándole un tinte macabro a las paredes, el piso y el techo, amarillentos cochambrosos y llenos de manchas. Las personas miraban ansiosas a través de un improvisado muro de plexiglás mientras una trampilla se alzaba en el suelo: la acción había comenzado.

El matador cubrió parcialmente su rostro con la capa y se alistó para asestar el primer golpe. Una marea café de patitas ocre empapó el recinto de horror, pero Enedino no temió y se acercó para comenzar la macabra danza.

Miles de cucarachas se desplazaron hacia él. Comenzó a caminar sobre ellas con enorme agilidad y a golpear a diestra y siniestra, al fin que por sus números cada golpe garantizaba algunas bajas, algunas crujían y aquellas que podían volar se abalanzaron a su rostro. El público gritaba horrorizado.

—¡No mames, que asco! —Alcanzó a escuchar a una chica que gritaba con singular fuerza y asco.

El ejército marrón no fue rival para el joven Malamuerte, quedaron reducidas a un amasijo de cuerpos rotos y secreciones. Alas, antenas, cabezas, patas y torsos que todavía se movían estaban en todo alrededor, incluso se le vio escupir con insistencia en varias ocasiones. Las luces se encendieron y el juez checó el reloj, había exterminado el mismo volúmen de bicharrajos que su rival, pero con 5 minutos de ventaja. La experiencia había triunfado una vez más.

Llamaron a ambos competidores para la entrega del premio —muy buenos 5 mil pesitos— y ambos se abrazaron en una actitud de deportivismo y buena voluntad que le hizo retorcer el estómago a algunos miembros del público, puesto que todavía tenían restos de cadáveres no sólo en la ropa si no en el cabello, en la cara y en el vello facial.

—¡Buena esa mi Enedino, felicidades!

—¡Lo sé, mi cuadripack… a ver cuando me alcanzas!

En eso, los azules llegaron al recinto y tumbaron la puerta por donde entraron los competidores, tanto el público como los organizadores que pudieron se dieron a la fuga para evitar problemas y del Quadripack tampoco se supo nada. Tumbaron al joven Malamuerte en el piso, luego de hacerle manita de puerco, estrellándole la cara en el antihigiénico suelo.

—¡Queda arrestado por crímenes contra las blattarias, todo lo que diga será usado en su contra!

—¡Exijo a mi abogado! —repeló el vencedor vencido.

Y sin oponer resistencia, dejó que lo pusieran de pie entre dos oficiales y le esposaron los brazos a la espalda. Ni siquiera se quejó cuando le golpearon —presuntamente— por accidente, la cabeza al subirlo a la parte de atrás de la patrulla.

Luis Enrique Sánchez Amaya

Luis Enrique Sánchez Amaya

Desarrollador Web

Es un ingeniero en computación, desarrollador de software y escritor amateur. Apasionado de los cactus y de arrancarle inspiración a la nostalgia, ahora hace sus pininos en Katabasis. Descendamos a la literatura, pues.

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