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Ilustración: Berenice

Paulo Augusto Cañón Clavijo

“My god is better than yours.
(…) My gun is bigger than yours.”

«People live here» - Rise Against.

Si el coronel Quaritch de Avatar (James Cameron, 2009) hubiese ganado la guerra, si sus mechas hubiesen sido más poderosos que el ejército Na’vi y el final de la película fuese una toma de él, de pie sobre algún cadáver azul, gritando “soy el rey del mundo”, ¿Avatar seguiría gustándonos tanto? Lo más seguro es que no. Sin embargo, de ese modo, la película sería una metáfora redonda y popocha de la colonización en América o África.

Seamos sinceros. El mayor talento de los seres humanos no es la literatura, la música, el deporte o las matemáticas. Nuestro más trabajado “don” —si es que así puede llamársele— es la capacidad para entrar en casa ajena. Hemos refinado hasta niveles ridículos la habilidad de invadir lo que no es nuestro, de abrirnos lugar en los demás e implantar allí, de una forma u otra, nuestras semillas o, en otros casos, de sacar las semillas ajenas para plantarlas en nuestra huerta.

Quaritch y los demás participantes en la misión de Pandora esencialmente no hicieron nada diferente a eso: estaban allí en busca de un mineral, el unobtainium. Con la misma idea, los ingleses entraron a países como Zimbabwe siguiendo la pista del oro, el estaño, el cromo o los diamantes. Si acaso, la única diferencia radica en el fracaso de la misión de Quaritch detenida por la unión de los nativos, quienes lograron equiparar sus lanzas y sus flechas con las balas y las sierras de los invasores, obligándolos a marcharse. En Zimbabwe, donde la fuerza de la milicia británica fue superior, los nativos fueron doblegados.

Dios es mi pastor, nada me faltará

“Y Jehová tu Dios echará a estas naciones de delante de ti poco a poco; no podrás acabar con ellas en seguida, para que las fieras del campo no se aumenten contra ti.”
Deuteronomio 7:22.

“(…) Pero ya se estaban empezando a difundir rumores de que el hombre blanco no sólo había traído una religión, sino también un gobierno.”
Todo se desmorona – Chinua Achebe.

Achebe nos enseña —y lo hace magistralmente, siguiendo líneas fanonianas— que en África, por donde quiera que se haya colonizado, hubo sistemas de gobierno, mercados, habitantes, pueblos sabios y vidas que existían previamente al dominio del colonizador. Parece absurdo decirlo, pero aquellos pueblos no eran, ni por asomo, los salvajes que la historia occidental nos ha planteado.

Basta con ver Todo se desmorona (Debolsillo, 2012), la obra maestra de Achebe, para entender el pensamiento y las costumbres de quienes fueron colonizados. Okonkwo, el infame protagonista de la novela, es una metáfora del africano guerrero y vigoroso que vio, paulatinamente, la manera en la que su cultura, su cosmogonía y su idiosincrasia se iban desmoronando bajo las manos blancas, agazapadas y cubiertas de rosarios.

La novela se supone que se desarrolla en Nigeria, aunque podrían elegirse países como México, Perú, Colombia, Sudáfrica, Palestina o India, y el resultado no diferirá mucho. En todos ellos, la intromisión del catolicismo y la sociedad occidental —o más bien europea— golpea directamente en la mandíbula con un crucifijo, apuntando a destruir a cualquier dios que no sea su Dios, e implantar sus formas de pensamiento, so pena de abolir las ya existentes.

Aunque también está la otra cara de la moneda, donde las sociedades lograron detener a sus invasores. Un digno ejemplo de esto es Silence (Scorsese, 2016), una película en la que unos misioneros cristianos de origen portugués son enviados a Japón, durante el período Edo —siglo XVII, más o menos—, había un país en el que su máximo gobernante, el Shōgun Tokugawa decide comenzar una persecución en contra de los cristianos, acompañada por torturas constantes a los pocos jesuitas que habitaban sus territorios, con la finalidad de expulsar al catolicismo de su país. En el filme vemos a los misioneros como víctimas completas, pero pensemos nuevamente en Avatar, así sabremos quién invadía a quién.

La Galia existe porque resiste

“¡Están locos estos romanos!…”
Obelix – Astérix el galo.

Le debo muchas risas a Goscinny y a los Uderzo. Astérix y Obélix, dos galos de pura cepa, acostumbrados a la cerveza, los jabalíes y a golpear romanos son, además de personajes, una serie de cómics, películas y juegos, un ejemplo diferente de la intromisión de la que venimos hablando. Quaritch, nuevamente Quaritch.

La Galia, ese territorio habitado por guerreros gordinflones, bardos y druidas, se nos muestra como el último bastión de una tierra que resiste, una y otra vez, los infructuosos embates del imperio Romano a cargo de un Julio César que busca anexar nuevos territorios a su dominios.

Las estrategias romanas para conquistar a las tribus galas —particularmente la de Astérix— recorren una amplia gama de acciones, y van desde la invasión directa, por medio de la fuerza, hasta el sabotaje de la comunidad por parte de otros galos leales al César. Una de esas estrategias, relacionada parcialmente a las prácticas cristianas en Todo se desmorona, fue la que se practicó en la XVII edición de Astérix el galo, La residencia de los dioses (Salvat, 2010). En este cómic, los romanos deciden invadir la Galia de manera indirecta, construyendo en el área limítrofe de la aldea, una insulae «un edificio similar a una torre de apartamentos» en la que comienzan a alojarse ciudadanos romanos.

Una vez instalada, La residencia de los dioses —como se termina llamando la insulae— se convierte en un catalizador que permite que las costumbres romanas, junto con sus formas de mercado y su cosmogonía, comiencen a permear de manera disimulada en la cotidianeidad de la aldea de Astérix, al punto de hacer que algunos de los habitantes de la aldea gala consideren adaptarse al estilo de vida que promulgan quienes habitan el nuevo edificio.

Todo se resume en un diálogo entre Panorámix, el druida de la aldea, Edadepiédrix, uno de los galos más viejos, y Madame Edadepiédrix, la esposa del anciano en cuestión.

Panorámix: Tú eres el decano del pueblo, Edadepiédrix. ¿Qué opinas de la presencia de los romanos en nuestro bosque?

Edadepiédrix: Pues, la verdad…

Madame Edadepiédrix: ¡Opina que está muy bien que hayan venido!¡Nos ayudarán a salir de la barbarie! (p.33).

Ay Quaritch, pobre y terco Quaritch; quizá hubiera sido mucho más fácil invadir Pandora montando unos apartamentos…

Afortunadamente todo sale bien para los galos. Al final consiguen que su bardo, el insoportable Asurancetúrix, se mude a las residencias, provocando un conflicto intenso entre los habitantes, quienes lo expulsan de la insulae. La ofensa provoca la ira de los aldeanos y estos terminan enfrascados en una batalla contra los legionarios. El seriado finaliza con la victoria gala, la expulsión de los pocos invasores que quedan y un banquete de jabalíes, mientras que Astérix se pregunta cuánto tiempo más podrán aguantar a los romanos.

Coetzee, Marías, Daniel Day-Lewis y otras formas de invasión

“ Padre Vallon: La mano que quiera sacarnos de esta bella tierra será rebanada de un tajo.
Bill Poole, el carnicero: Solo pido que el Dios cristiano guíe mi cuchillo contra tu papismo romano.
Padre Vallon: Prepárate para recibir al verdadero Dios.”

Pandillas de Nueva York – Martin Scorsese.

Una de las primeras escenas de la película saca el aire. Un enfrentamiento brutal y descarnado entre dos pandillas, separadas únicamente por una porción de asfalto cubierta de nieve, en el que Los conejos muertos lucharán contra Los nativos. Claramente hablo de Pandillas de New York (Scorsese, 2002).

Daniel Day-Lewis, quizá uno de los mejores actores que hemos tenido la oportunidad de ver, interpreta el rol de Bill Poole, el carnicero, líder de Los nativos, la banda que sale victoriosa en el primer enfrentamiento de la película y, por lo tanto, obtiene el dominio de una zona conocida como Five Points. Lo interesante de esto, a parte de toda la crítica al juego político, es el papel de esta pandilla. Poniendo de lado todas sus acciones violentas, profundamente xenofóbicas y caóticas, ellos representan a los habitantes nativos —de familia británica, pero nacidos en territorio estadounidense—, que defienden el control de su territorio atacado por las pandillas aliadas a los inmigrantes irlandeses católicos, dirigidos por el presbítero Vallon (Liam Neeson). Nuevamente, ¿quién invade a quién?

Por otro lado tenemos al Premio Nobel de Literatura, J. M. Coetzee, con su novela Desgracia (Debolsillo, 2016). En este libro se narra la historia del sudafricano David Lurie, un hombre blanco que roza los 50 años, profesor de literatura que, después de ser sindicado de tener relaciones sexuales con una de sus estudiantes, decide abandonar su hogar y su trabajo en Ciudad del Cabo, e ir a vivir al campo junto a su hija Lucy.

Entonces Lurie resulta extraño, extranjero en una zona sudafricana donde el resentimiento de los aborígenes por los movimientos del apartheid son súmamente recientes y sus perspectivas chocan con el pensamiento citadino y absurdamente pragmático del protagonista. Así es, lo ven como un invasor. Para no alargarnos, el roce de fuerzas y el odio oprimido culminan en un episodio violento que afecta severamente a Lurie y a su familia. Tal como en Silence, Avatar o Astérix el galo, los nativos se defienden del invasor que altera su cotidianeidad.

Viendo las cosas de otro modo, más personal y mucho menos violento, Javier Marías en Corazón tan blanco (Alfaguara, 2010) muestra cómo el amor nos impele a invadir a otras personas. Analiza como un médico, separando capas con un escalpelo, las costumbres y actitudes que tomamos al momento de amar, de cómo nos convertimos en extranjeros que poco a poco van permeando en la realidad del otro, hasta convertirnos en simples extensiones de lo común, de la cotidianeidad y sus tentáculos. Tal como él lo afirma:

“’La gente quiere en buena medida porque se la obliga a querer(…) Cualquier relación entre las personas es siempre un cúmulo de problemas, de forcejeos, también de ofensas y humillaciones… Todo el mundo obliga a todo el mundo, no tanto a hacer lo que no quiere, sino más bien lo que no sabe si quiere, porque casi nadie sabe lo que no quiere, y menos aún lo que quiere, no hay forma de saber esto último. Si nadie fuera nunca obligado a nada el mundo se detendría, todo permanecería flotando en una vacilación global y continua, indefinidamente.” (p.82-87).

¿Acaso somos el Quaritch que busca entrar en el Pandora de los demás?

Por si a alguien le interesa: no, el coronel no descansará en este texto. No lo merece.

Para acabar con los números redondos

Usualmente no somos conscientes del papel de invasores que ejercemos. Cualquier acción, por mínima, podría ser incluso una expresión de lo mísmo. Tal como diría Saramago: el trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”. Recomendar un libro, la sugerencia de una canción o película que nos gusta, ¿acaso no son maneras de intentar plantar semillas en el país de los demás? Habitamos una continua colonización y nos fascina replicar aquello que nos agrada, queremos vivir por extendido en la vida de otros. Si soy sincero, quizá también es una de las razones por las que escribo, para extender mis ideas en otros terrenos por miedo al olvido.

Nos rodeamos de nuevas maneras de ser Quaritch, de entrar en casa ajena. Bien podría decirse que la religión y la política son manifestaciones de ello. Preocupa un poco llegar a pensar que estamos haciendo oídos sordos a nuestra historia e incubamos al que podría ser el siguiente Quaritch, quizá no para invadir algún planeta lejano, sino para inmiscuirse en un país desvalido del tercer mundo.

Para terminar, y relajando un poco el asunto, mi pregunta radica en si esta persuasión disimulada que ejercemos continuamente, y que es casi una micro-herencia de todos los movimientos coloniales desarrollados en la historia, como los que enuncian Achebe, Joseph Conrad o Fanon, es realmente algo fructífero. A mi parecer, la vida sin compartir lo que nos gusta, sería algo aburridísimo, una suerte de mundo repleto de autodidactas y de autómatas absurdos con temor a permear en los demás. Por eso vale la pena micro-invadir, sembrarnos en los demás; al final todo va tan rápido que lo hacemos sin darnos cuenta. No podríamos existir si viviéramos aislados por el miedo a compartir pues, como diría Donne: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo”.

Referencias bibliográficas

Achebe, C., López Rodríguez, M., & Alvarez Flórez, J. (2017). Todo se desmorona. [Barcelona]: Debolsillo.

Cameron, J. (2009). Avatar. 20th Century Fox.

Goscinny, R., & Uderzo, A. (2010). La Residencia de los dioses (p. 33). [Barcelona]: Salvat.

Marías, J. (2010). Corazón tan blanco (pp. 82,87). [Madrid]: Alfaguara.

Scorsese, M. (2002). Pandillas de Nueva York. Miramax Films.

Scorsese, M. (2016). Silencio. Paramount Pictures.

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Redactor

Colombiano, periodista y lector de tiempo completo. Escribo para encontrarme. Apasionado del fútbol, la música, los elefantes, las mandarinas y los asados.

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