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Ilustrado por: Berenice Tapia

Paulo Augusto Cañón Clavijo

 

Mi padre y yo hablamos con atardeceres. Es nuestra mejor forma de comunicarnos y, bien que mal, basta para decirnos casi todo lo importante que ocurre entre nosotros dos.

La costumbre empezó cuando me fui de casa. Nunca hemos sido hombres de intercambiar muchas palabras. Él y yo, a nuestro modo, cargamos un silencio hondo y pesado a la hora de conversar sobre lo que es complejo para ambos. Casi nunca tenemos charlas profundas. Por lo general, si nos vemos, en medio de un café sin azúcar —él— y de un mocaccino —yo—, nos dedicamos a hablar de historias: las de él, que llevan décadas acumulándose, y las mías, que hasta ahora empiezo a tejer.

De momento, creo que no sería capaz de decir exactamente cuándo comenzó nuestra costumbre. Y sin embargo, existe y es algo fundamental para mí en este momento.

Fue papá quien lo hizo primero: enviarme una foto del atardecer o de la luna en medio de la noche, tomada desde afuera de su casa. Lo que sigue a esto es un texto corto y que no dice mucho, algo como: «Precioso atardecer en Chía, hoy». Casi como si en lugar de enviarme la imagen estuviese usando mi chat para almacenarlas e ir etiquetando los pequeños momentos de fascinación que siente al ver el cielo.

En un principio me enojé. Hacía poco que me había independizado, y —aunque ahora la situación no es muy distinta— estaba lleno de preguntas y sentimientos encontrados. No quería fotografías, sino mensajes, párrafos enteros explicando qué sentía él, si me extrañaba, si me quería o si su proceso de no tenerme en casa era igual de difícil que para mí. Rogaba por casi cualquier emoción: por la furia, el desconsuelo, por una tristeza pegachenta o incluso por la alegría de ver que estaba creciendo.

Quería las respuestas que ni el mundo ni mi vida podían darme inmediatamente. Era como un niño, de nuevo, esperando que todo lo ininteligible fuese catalizado por el ojo paterno para darle un sentido más simple y fácil de llevar.

Supongo que en esas primeras semanas, lo que deseaba era tener explicaciones, que el vacío por extrañarlos a él y a mi mamá se llenase con palabras, con una traducción torpe de lo que, para mí, eran sentimientos complejos y tercos.

Sin embargo, lo único que me llegó fueron las fotos. No hubo respuestas, sermones, consuelos ni charlas profundas. Y lo mismo ocurría cuando nos encontrábamos: parecía que lo doloroso, lo difícil y trascendental estaba vedado por una red invisible que nos cubría a los dos.

Al abrazarnos tengo la sospecha de que papá y yo terminábamos con lágrimas que jamás caían, que morían al borde del ojo antes de salir de él. Y que las palabras que seguro ambos pensábamos, parecían demasiado costosas, insoportables para dos hombres acostumbrados a un hermetismo sin mucha sinceridad.

 Poco a poco, la insistencia de papá con las fotos empezó a ganarme la batalla. Entendí —o eso creo— que no todas las personas son capaces de acudir a las palabras para lo que les habita. Quizá una fotografía casual podía ser el equivalente a decirme que me extrañaba, que se preocupaba por mí, por ver que empecé a entender mi adultez, y, sobre todo, a asumir el hecho de tener que velar por un hogar nuevo, uno completamente mío y elegido.

Era como si cada cielo de naranja furioso o de púrpuras apastelados contuviesen esbozos de ideas en medio de ellos. Papá compartiéndome un trozo de vida, un momento de su mirada que esperaba que llegase a la mía como una forma de conectar entre los dos, como una manera de decir lo que ni él ni yo podemos decir y no sabemos por qué.

Las fotos de la luna, de las formas de algunas nubes o del sol huidizo han llegado a mi teléfono casi a diario desde hace más de año y medio. Ahora las aprecio, quizá porque vi que era imposible obligar a mi padre a ser de una manera distinta a la que tiene, a su silencio moroso, pero al mismo tiempo compasivo y cálido.

Siempre que lo veo, me pregunto de qué forma la vida lo ha ido moldeando de esta manera, tan frugal y noble, austera de lenguajes.

Su generación fue otra. Aquellos años de hombres duros, recios como metal templado, aún se reflejan en su mirada, en la manera torpe que tiene para decirme que me quiere, y, sobre todo, en la costumbre de callar ante todo lo difícil. Su mundo interior es indescifrable para todos los que lo conocemos. Y quizá es mejor que sea así.

 Empecé a enviar fotos luego de unos meses. Viendo que era una lucha perdida, decidí jugar bajo sus reglas, e intentar que cada imagen fuese al mismo tiempo una fracción de mi día y un mensaje cifrado entre nubes y estrellas. A fin de cuentas, me dije, puede que los sentimientos sean como el agua, y que sepan amoldarse al lenguaje que se les conceda.

No siempre es posible decirlo todo. A veces no hay palabras suficientes y, de hecho, tampoco tendría por qué haberlas. Una de las características básicas de la humanidad es la posibilidad de lo indecible, de aquello que se escapa, aunque estiremos los brazos para alcanzarlo, y halla sus propias formas de explicar nuestras vidas.

Al hablar con mi padre en este tiempo, me he hallado a mí mismo intentando ajustarlo a unas medidas estrechas. Las convenciones que marcan las expectativas son diferentes de aquellas en las que la realidad consigue operar.

Escribo este artículo como si tomara una foto nueva, como si cada párrafo fuese una porción de cielo, la sombra de unos árboles, algún transeúnte que va por el camino, a la distancia, para  que en cada parte de él papá pueda encontrar otro atardecer, uno nuestro y único, para que sepa que lo amo, que amo su silencio de palabras, pero su cháchara de fotos y videos. Uso mi lenguaje para explicar el suyo y para que así, al vernos de nuevo, cuando nos despidamos en medio de un abrazo que quisiera extender indefinidamente, sepa que al igual que él, todo lo que digo y lo que callo, toman una mejor forma cuando busco hablar con atardeceres.

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Autor

Berenice Tapia

Berenice Tapia

Ilustradora

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