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Ilustrado por: Arturo Cervantes

María Alejandra Luna

 

«Tiempo al tiempo, tengo que esperar» dice una fabulosa y popular canción. «Es la idea y suele condenar», continúa. Traigo esas palabras a cuento porque seguramente resuenen en nuestras cabezas tan nutridas de cultura y porque el tiempo atraviesa la peor de sus crisis. Esa crisis, además, es nuestra culpa. Me hago cargo y espero que ustedes también se identifiquen en ese rol.

¿Por qué? Una de las últimas y mejor recibidas actualizaciones de WhatsApp es la que permite reproducir las notas de voz a mayor velocidad. Un archivo de audio que dure cinco minutos podemos escucharlo en tres o en dos y medio.

En el sistema que conformamos, el tiempo está devaluado y, de hecho, su valor es designado directamente por nosotres. Tenemos en nuestros dedos la decisión de presionar o no el «acelerador». Seamos honestes: ¿quién no lo hace o ha hecho?

Mi fuerte no son las fórmulas matemáticas ni la física que contornea la percepción del tiempo y por eso quiero enfocarme mucho en esta relación de los segundos o minutos con los oídos, con el sentido de la escucha. Sabemos que los significantes son, en parte, cadenas de sonidos o de fonemas. La metáfora de la cadena es apropiada porque justamente grafica un eslabón que se posiciona delante o detrás de otro, enlazándose con él y sin superponerse nunca.

Entender por qué esos sonidos no se superponen es fácil. ¿Qué escucharíamos si cada letra se pronunciara al mismo tiempo que la anterior? Ni siquiera habría anteriores y posteriores, solo una masa deforme de fonemas saturados. No habría forma de distinguir las palabras. La comunicación como la conocemos hoy carecería de sentido. Lo único que podríamos rescatar es una visión artística del estado de los significantes en aquel hipotético caso.

Pienso que sería tremendo por varios motivos. Uno de ellos es que la palabra, en cuanto elemento material sensible, nos permite medir el tiempo. Nadie puede imaginarse bien cuánto dura un segundo hasta que les dicen que equivale a la pronunciación de «elefante». Es genial que podamos acudir a decir algo para establecer la longitud, el ancho o la duración de un segundo.

¿Qué pasaría, entonces, si «elefante» dejase de corresponderse con un segundo? Intuyo que habría que actualizar nuestras referencias para seguir comprendiendo lo conocido. Es decir, habría que reestructurar el modo como pensamos, nos relacionamos y nos hablamos. Si «elefante» comenzara a decirse en una fracción de su tiempo original, dejaría incluso de sonar como «elefante».

En el poema «El amenazado» de Jorge Luis Borges, uno de los versos dice: Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo. Dejemos la cursilería aparte y juguemos a que la frase es más literal de lo que leemos. El verso diría que la medida de mi tiempo es esta oración que formulo más larga de lo que podría, ya sea por intenciones estéticas o por la fuerte convicción de que una estructura sintáctica es la mejor cinta métrica que hemos creado y la vejez me obliga a proposiciones con más partes.

Otra cuestión que me preocupa es el necesario y forzoso vínculo entre significado y significante. Las décimas de segundos que ahorramos les quitan sonidos enteros a las palabras. «Elefante» pasaría a ser, con suerte, algo como «elfte». ¿A dónde iría a parar, en esas aparentemente inverosímiles circunstancias, el significado «elefante»? ¿Cuánto tiempo, valga la redundancia, tardaría cada pieza lingüística en volverse idéntica a las otras?

Mi conclusión apresurada es que estas exigencias utilitarias que nos gobiernan nos llevarán a idiomas más parecidos al indoeuropeo, tal vez. En el mejor de los escenarios, no, esa costumbre de acelerar las notas de voz no se traspasaría a los ámbitos de la conversación y la escritura y mis preocupaciones descansarían en paz junto a Saussure.

Lo más esperanzador es que no investigué esta idea, sino que me dejé llevar por mis ansiosas y catastróficas fantasías sobre los inventos humanos y cómo se afectan y/o entorpecen unos a otros. Lo que sí me animo a aseverar es que llevaría muchos menos siglos regresar a la teórica génesis de los idiomas que haber desarrollado cada uno. Después de todo, «condensar» es un verbo que conocemos más pretérito y «expandir» es un verbo que conocemos presente y continuo.

María Alejandra Luna

María Alejandra Luna

Autora

Arturo Cervantes

Arturo Cervantes

Ilustradore

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