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Ilustrado por: Flor Luna

Jennifer Puello Acendra

Los nombres sirven para identificarnos entre las otras personas con quienes compartimos la existencia, suelen estar vinculados a nuestra lengua materna, incluso en los casos en que sean nombres de origen extranjero, pues la forma en la que los pronunciamos da cuenta de ello,[1] detrás de cada nombre suelen haber historias interesantes, que se cuentan en la familia, que se van repitiendo a aquellos que llegan nuevos a nuestras vidas.

Nombrarnos nos individualiza y muestra nuestra esencia ¿quién no ha leído el significado de su nombre y ha encontrado, al menos una, cualidad relacionada como propia? Es más, contrario al apellido que está determinado por la herencia, el nombre es de libre elección.

Cuando nuestro nombre propio no nos convence lo suficiente, o no nos sentimos relacionados con él, decidimos cambiarlo: nos renombramos y con ello nos volvemos a identificar. Y es que esta señal ha estado en la humanidad desde sus inicios, todos los dioses, una vez nos crearon, nos nombraron: Adán y Eva, en las tres religiones monoteísta; Manu para los hinduistas; Balam-Quitzé para el pueblo k’iche’; Ask y Embla para los nórdicos.

Los mismos dioses son nombrados, cada uno de sus nombres demuestra características importantes que nos hacen temerlos, adorarlos y amarlos. Algunos, incluso, como Ra, tenían un nombre secreto que no quiere revelar, porque de él depende su poder como divinidad. En el caso del dios solar egipcio este solo reveló su nombre a Isis para librarse del dolor que le provocaba la mordedura de una serpiente, aunque hubo una condición: que ese nombre secreto no se lo revelara a nadie más.

El Dios cristiano en el Antiguo Testamento era nombrado solo como Dios o Señor y, aún en la actualidad, muchos grupos judíos no le pronuncian su nombre por considerar que esto sería blasfemo. Los cristianos retomaron las consonantes YHWH, que sale de la frase «Yo Soy el que Soy», dicho por la misma divinidad a Moisés a través de la zarza ardiente; y le añadieron vocales para pronunciar dicho nombre, las dos formas más conocidas son Yahveh y Jehová.

Las dos formas aún está en discusión entre los eruditos, quienes proponen otras formas, siendo más aceptada la primera que la segunda para el español; pero no es el único nombre o expresión que trae confusiones, en parte, porque en el hebreo antiguo no se escribían las vocales y decidir cuál vocal debería ir entre las consonantes es complejo. Así que, incluso al nombrar a Dios hay discusiones y la escogencia, en la actualidad, depende más de la rama cristiana a la que se le pregunte: nombramos a Dios de acuerdo a nuestra costumbre y creencia.

El poder del nombre puede ser considerado divino, pero en realidad hay aspectos psicológicos relacionados con escuchar nuestro nombre, una sensación de calidez y bienestar, de estar entre cercanos, de sentirse amado. Es como si en un lugar lejano nos hablaran en nuestra lengua materna, o como si en un país diferente al nuestro escucháramos expresiones propias al nuestro.

Por supuesto, que no estamos condenados a nuestro nombre propio, si este no nos gusta, renombrarnos es una opción. El mismo Dios renombró a personas escogidas por él, pues consideró que el nuevo nombre los identificaba mejor, Sarai fue llamada Sara, que significa «madre de naciones»; Abram pasó a ser Abraham, que significa «padre de multitudes»; Jacob fue nombrado Israel, que además fue el nombre con el que se llamarían, en adelante, a todo el pueblo escogido; Simón fue llamado Pedro o piedra.

Este cambio también puede darse desde nosotros mismos, Saulo de Tarso decidió cambiar su nombre a Pablo, el primero era el perseguidor de los cristianos, el segundo fue uno de los apóstolos que hasta recibió persecución por sus creencias.

Renombrarnos puede ir desde la simple escogencia de un apodo que, en ocasiones, es más identificable que nuestro nombre propio, hasta la decisión de hacer un cambio legal. Cualquiera de los casos es significativo y a quienes deciden que esa nueva forma será su nombre en adelante, sienten los beneficios antes mencionados cuando escuchan que los otros los llaman por este nuevo nombre.

Sobre cómo nos llamamos a nosotros mismos, sobre nuestros nombres, empecé a reflexionar hace poco, cuando empecé a leer Todos los nombres de José Saramago. El autor nos lleva de la mano sobre lo que la vida de un hombre, don José, que trabaja para la Conservaduría General de Registro Civil como escribiente. Su vida es monótona, entre archivos antiguos y nuevos; los nombres y las fechas de quienes van naciendo o muriendo pasan por delante de sus ojos, mientras se acumulan en cajas que son absorbidas por el olvido.

En medio de ese caos, toma la decisión de coleccionar nombres de personas famosas, pero, a fin de añadir más datos a esas biografías que va coleccionando, les suma datos que toma del Registro Civil. Si bien su actividad no es totalmente delictiva, pues cualquiera podría pedir esos datos, él se vale de infracciones para que nadie sepa de su colección. Lo que inicia como pequeños atentados al código de su trabajo, se convierte en verdaderos delitos ante la justicia, que lo podrían llevar a la cárcel.

¿Qué lleva a don José a escalar? Un nombre, el nombre de una mujer común que encuentra, por el que se obsesiona. Decide hacer la búsqueda de esa persona, a pesar no solo de las transgresiones a la ley sino también del decremento en su trabajo. Llega a ser hasta aterrador que alguien se interesa tanto en mí, sin importar las consecuencias que eso le llega a traer, pero al mismo tiempo es fascinante.

Además, me hizo pensar en los nombres que escogemos, las formas en que decidimos ser llamados, los caminos que esos nombres nos abren y nos cierran. Pensé en las veces que fui llamada por mi nombre, pero más en las veces que usaron otros nombres propios, muchos que me fueron asignando en el camino y otros que yo misma escogí. Dependiendo qué nombre usaran podía identificar de dónde me conocían, qué tan cercanos eran, qué tanto sabían de mí.

Creo que en gran parte somos nuestros nombres (en plural, porque este puede cambiar mucho a lo largo de la vida) y el camino que él mismo va marcando, como un mapa que nos ubica a lo largo de la existencia.

Sigamos nombrándonos, a nosotros, a los otros, a todos.

Referencias

Gómez Melenchón, Isabel (2011, 23 de diciembre) La importancia de nuestro nombre. Recuperado de: https://www.lavanguardia.com/estilos-de-vida/20111223/54242299430/la-importancia-de-nuestro-nombre.html

Herrero Fidalgo, Ana (s.f.) El significado de llamar a las personas por su nombre. Recuperado de: https://residenciamontecarmelo.es/llamar-por-el-nombre/

Reina de, Casiodoro y Valera, Cipriano (1960) La Santa Biblia. Bogotá: Sociedades Bíblicas en América Latina.

Saramago, José (1998) Todos los nombres [Trad. Pilar del Río]. México: Alfaguara.

Vargas Valdez, Carlos (s.f.) ¿Por qué los nombres son importantes en la Biblia? Recuperado de: https://www.devocionalescristianos.org/2014/12/por-que-los-nombres-son-importantes-en-la-biblia.html

[1] Cada lengua tiene una forma particular de pronunciar tanto las vocales como las consonantes, por eso, incluso si alguien tiene un nombre de otra lengua, lo más común es que la pronunciemos lo más cercano a nuestro idioma (o el que hablemos), en nuestro caso, el español.

Jennifer Puello Acendra

Jennifer Puello Acendra

Redactora

Lic. en educación y lengua castellana de la USCO, maestrando en Lingüística de la UAQ. Ha participado en varios concursos de escritura en diversas instituciones.  Amante de las mariposas, los cuervos y los gatos. Amada por las hormigas. Enemistada con los sapos.

Florencia Luna

Florencia Luna

Ilustradora

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