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Ilustrado por: Paola Rodríguez

Edis Namar

 

 

La una de la tarde, Ecatepec. Cuando había decidido tomarse las pastillas que le recetó el psiquiatra, el agua del océano, como si se tratara de un miembro gigante que se desentume y que se estira después de años, arrancó la puerta del apartamento, la cual se estrelló en el cuerpo de Héctor. La fuerza del impacto lo impulsó hacia la pared; se pegó en la nuca y quedó tendido en el suelo. La luz de la tarde entraba por la ventana. Héctor estaba atolondrado. Había una bruma que se tornaba de matices rojizos y anaranjados bajo sus párpados.

Héctor pensaba si así veían los seres humanos desde el vientre materno. El líquido templado que mojaba su espalda reforzaba la idea confortable de volver a ser un feto. Quizá durmió, se imaginó o soñó que tenía una corona de rey que resplandecía como cuando se ve el sol cayendo sobre el río Ganges desde el espacio; deliró sobre la instauración de un gobierno donde él reinaría con su corona reluciente y con una túnica mitad roja y mitad negra; impondría degollamientos contra quien se opusiera a su régimen y tendría a su orden un ejército de naipes con piernas y brazos. 

Una con dos. Héctor sintió que se elevaba su cuerpo, le pareció que por fin ese abstraerse y ser uno con la respiración aprendido del yoga había surtido efecto, que tantas horas en el club de señoras de más de 50 le habían traído la serenidad. Abrió los ojos, apenas enfocaba el techo de yeso que, de tan brillante, le provocaba que el corazón se le abriera como flor de loto. Estiró su brazo derecho y tocó el techo con el dedo índice; sentía que había derrotado la gravedad, sin embargo, al reparar en el líquido ondulando en su espalda, se despabiló agitando la cabeza, se sacudió como recién nacido que pide los brazos de su madre y, enseguida, su cuerpo se volteó como un dado cargado. Miró las profundidades de un acuario de cosas personales. 

Se lamentó por dos libros de la segunda mitad del siglo XVIII, atribuidos a un tal Aronnax de Nantes, fallecido en 1889, que le había ganado a un bibliotecario —quien se ufanaba de haberlos sustraído de la biblioteca de la Sorbona—, en un juego de conquián. Uno era un ensayo que hablaba sobre la probabilidad de una guerra contra seres de otros planetas y si la Tierra podría salir triunfante, otro era una novela de ciencia ficción en la cual los humanos viajaban a un planeta más allá de Saturno, donde habitaban hombres con alas prehistóricas pegadas a los miembros superiores y espíritus volátiles de los cuales germinaban frutas de aire.

A ambos les faltaban las portadas y empezaban después de la página en blanco y no tenían títulos. Las hojas amarillentas se disolvían y su rastro se esparcía en el cuarto por donde flotaban sillas, una mesa, enseres domésticos, un teclado de computadora, un reloj de pared que se había parado a la una con cuatro y otros libros. En la televisión que estaba en el apartado superior de un mueble, aún se oía alertar al locutor sobre el peligro que acechaba a varias poblaciones por el aumento de la dinámica de las olas. Una pequeña explosión de chispas antecedió al silencio.

El agua se asemejaba a una hoja de papel desarrugada, cada uno de sus pliegues eran vibraciones que amilanaban su sentimiento de incertidumbre, incluso, pensó que, después de que pasara todo, se tomaría un café con las señoras del yoga y que escucharía sus consejos de tirar las cosas viejas para liberar las malas energías. 

Héctor pudo haberse dormido tranquilo de no ser porque intentó respirar. El espacio libre de agua era de unos cuantos centímetros y seguía disminuyendo. Le había entrado líquido por los orificios nasales y tosió; puso su cuerpo en una vertical y vehemente pegó su frente al techo para no ahogarse hasta que el cuarto fue anegado completamente. Por la presión, la ventana se rompió y la corriente absorbió su cuerpo hacia lo que antes era la avenida principal. Una punta de vidrio le cortó el brazo derecho de codo a muñeca en paralelo a una vena que se le resaltaba; apenas la sangre coloraba el agua, el rojo se plegaba y se perdía con las ondas que avanzaban. Con la mano del mismo brazo, se asió de una varilla que sobresalía del techo del edificio.

La incisión le había cortado algunos tendones y solo podía ejercer presión con el pulgar y el índice. Los otros dedos muy pronto tomaron un color mortecino, se habían crispado como patas de araña muerta. Héctor pensó que moriría de un infarto; al poco tiempo, asumió que sus huesos podrían ser triturados por la presión del agua o que podría sufrir hipotermia si bajaba la temperatura. 

Y, en verdad, de no notar que los cuatro pisos donde vivía habían sido sumergidos por el océano y que decenas de cadáveres flotaban entre una fauna marina variopinta, omitiendo los quejidos de sobrevivientes, el sol templaba el agua y los músculos se relajaban por la fuerza centrípeta serenada, como si fuera un fin de semana cualquiera en alguna isla del Mediterráneo en la ciudad, como si las bienaventuranzas de Dios hubieran caído a torrentes. Sin embargo, Héctor no podía ocultar la sensación aciaga de vivir en Ecatepec, lugar cuyo castigo propicio era que se secase en el olvido después de que la humanidad se extinguiera de la faz de la Tierra. 

Esa ampulosidad del fin del mundo, esa humedad confortable, era un don tan inmerecido como que la palabra Ecatepec formara parte de las andanzas de la civilización después de la civilización. El agua purificadora se unía al miasma que emanaba de las calles, para convertirse en la fosa marina que conducía a la boca del horror.

Héctor había vivido tanto tiempo ahí que no podía experimentar la vida más que entre colmillos que podrían cerrarse sin previo aviso para triturarlo; concertaba en su mente los peores escenarios; así, cerró los ojos y conjeturó siete maneras en las que moriría; la más extravagante era la de ser devorado por un megalodonte, la más simple: desangrarse. En la primera, tomaría un arpón y se enfrentaría al monstruo, sabría que no lo vencería, se conformaba con hacerle una herida, cuya hondura le haría digno del nombre troyano. Si se desangraba, su cadáver se iría al fondo, su piel y órganos serían alimento de cangrejos y langostas; los grandes depredadores despreciarían el bocado por su enjutez; en menos de treinta días, quedaría una osamenta cuyo cráneo serviría de casa para pequeños peces.

Cuando abrió los ojos, trató de reconstruir las otras cinco muertes. Los detalles eran confusos e inconexos. Recordó que se había quedado dormido por unos minutos y que más que ser creaciones meticulosas de su mente, estaba soñando. Todos sus sueños se combinaron en uno: un cangrejo gigante tenía apresado con la tenaza derecha el tronco de Héctor; mientras la golpeaba para escapar, sus puños se descarnaban hasta dejar al descubierto los huesos. El color de estos en su imaginación le hizo enfocarse en la lividez de su mano aferrada a la varilla. ¿Cómo es que seguían ejerciendo fuerza ese par de dedos como si se hubieran soldado en una falange? 

Aunque se había levantado de buen humor, no entendía el espíritu de sobrevivencia que le rememoró la estirpe de su nombre, suponía que su madre lo llamó así por ocurrencia, que al ir al registro civil no había pensado en las particularidades de su físico o en las potencias que conjuraría al pronunciarlo. Tampoco confiaba en las narraciones de sus abuelos sobre ancestros que lucharon cuerpo a cuerpo contra los españoles en la guerra de independencia. No se escuchaba el ritmo del blandir de espadas o el fragor de hombres peleando en la guerra al decir Héctor. Era él, más bien, un ser orgulloso de la acumulación de datos de trivia, obtenidos de los libros  y de su posición justa ante los acontecimientos de moda, pero le incomodaba el bullicio y la confrontación, así que esperaría sentado su destino ante la invasión de un país enemigo, antes de tomar las armas para defenderse o huir, no olvidando que los giros del destino le pudieran favorecer y tocar el corazón de los soldados para que desistieran hostilidades, o bien, que la Fortuna pudiera convertirlos en estatuas de arcilla o mandar un rayo para fulminarlos.

¿Por qué esa avidez por sostenerse en la varilla? Estaba cansado, le dolía la cabeza y de cualquier cosa que observaba o cavilaba se desplegaban otras ideas, lo que más que paroxismo, le provocaba desesperación. Que si por no haber tomado las pastillas alucinaba, que si el sol secaría en un año toda el agua que inundaba la avenida, que si las señoras del yoga sabrían nadar, que si se diseminaría su cuerpo de tan mojado, que cuáles serían las posibilidades de que le brotaran alas, las de la purificación de Ecatepec, las de, en realidad, amar a esa tierra gris e indómita, las de una epifanía reconfortante, las de caminar sobre los mares. Se detenía en un pensamiento y ya se le aparecía otro, solo contemplaba rastros de colores de lo que las aseveraciones significaban. 

En un último esfuerzo por ordenar su mente, Héctor se concentró en la corriente que aumentaba su velocidad y en el entumecimiento de sus piernas; miró a dos hombres que nadaban como si compitieran por una medalla olímpica. ¿Serán hijos de Neptuno? ¿Podrán respirar bajo el agua? Si es que son de un reino acuático, ¿dónde están sus tridentes? ¿Tendría Héctor en su árbol genealógico algún parentesco con el dios de los océanos? Quiso gritarles, pero no supo qué preguntarles y apenas podía abrir la boca para balbucear. ¿Y si así era ser un recién nacido y no poder pronunciar nada? ¿Y si el llanto cuando uno nace no es más que la desesperación de un alma adulta recién fallecida que reencarnó en un cuerpo nuevo?

Volteó hacia el lado contrario del trayecto de los nadadores. Un tsunami, como si el miembro de un gigante primigenio se estirara después de millones de años, lanzaría el último zarpazo que iniciaría la nueva edad de la Tierra. Héctor admiraba la inmensa columna de agua, que, de pronto, le pareció un tentáculo; cerró los ojos.  Entre matices anaranjados y rojizos, se explicó que sus dedos no respondían a un instinto natural, sino que se habían ablandado por efecto de estar sumergido en el agua, que cuando se juntaron el pulgar y el índice se fundieron y se solidificaron al calor del sol; así también explicaba que no sintiera las formas de su cuerpo; supuso que ya eran una plasta a la cual moldeaba el océano. Con esas conclusiones, respiró. Los matices debajo de sus párpados se tornaron azules y morados, como el cielo de Saturno, en el cual ya volaba con alas pegadas a sus brazos.

Epílogo

Algún momento después de la hora cero, volvió a respirar y abrió los ojos. Héctor estaba rodeado de un cardumen; trató de asustar a los peces, apenas salidos de la hueva, moviendo los brazos. No obstante, en lugar de la compleja estructura de articulaciones, huesos, cartílagos y músculos, advirtió algo semejante a sendos muñones, aunque sin volumen, a sus costados. Aterrorizado, intentó ver sus extremidades y notó que su campo visual se había estrechado y que tenía que dar medio giro con todo el cuerpo para cubrir lo que antes observaba con quedarse fijo en un punto. Al pretender gritar y descubrir que carecía de cuerdas vocales, los peces empezaron a huir. Detrás de estos, un ojo de reptil ocupaba todo el horizonte acuático, como una luna del inframundo. Cuando volteó y lo vio, ya no pudo cerrar los ojos.

Edis Namar

Edis Namar

Autor

Nací el 25 de junio de 1980, en Distrito Federal, México; he publicado principalmente en la página de periodismo cultural Primera Página cuentos y poesía, así como crítica de cine en el sitio Cine3.com. Actualmente, doy clases de español en una preparatoria de Ecatepec, Estado de México, donde actualmente radico.

Paola Rodríguez

Paola Rodríguez

Autora

Estudiante de psicología, 37 años de edad, resido en la ciudad de Montevideo,
autora del poemario letras del destino, y la novela Lara Glasgow el comienzo.
Empece a escribir a los diez años pequeños relatos, pero en la adolescencia descubrí a poetas como Julio Herrera y Reissig, Delmira Agustini e Idea Vilariño, y me enamore de la poesía, empezando mis primeros poemas a los dieciséis años.

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