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Ilustrado por: Berenice Tapia

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Debo confesar que no soy una persona muy dada a las segundas oportunidades en las lecturas. Por lo general, si un libro no me convence, salto al siguiente sin demasiada culpa, no sin antes hacer el esfuerzo de llegar a la página 100 del libro en cuestión. Es una norma sin mucho sentido, pero me funciona. 

Luego de esas cien páginas, si las ganas de leer no son muchas, lo mejor es cerrar el libro y devolverlo a la biblioteca. Pero si parece que la cosa mejora, entonces trato de terminarlo siguiendo la esperanza encontrada. Porque, en general, hay que leer por gusto, aunque muchas veces esto implique dejar de lado aquellas obras que a cientos de personas les han fascinado. 

Hace algunas semanas decidí permitir una de esas escasas segundas oportunidades. El libro al que me refiero es El gran Gatsby escrito por Francis Scott Fitzgerald. Considerada una de las obras maestras de la literatura del siglo XX, esta novela es una completa alegoría a la sociedad norteamericana de los años 20, cuando parecía que todo iba a empezar a salir bien después de la primera guerra mundial y la vida era muy corta como para no estar celebrando hasta el cansancio. 

La primera vez que intenté leerlo fue en 2019. En ese momento, la prosa de Fitzgerald me parecía fangosa. Los párrafos largos y las imágenes complejas no conseguían conectarme con el libro, aún así, tenía muy claro que casi todo el mundo hablaba maravillas de él. Pero yo no las hallaba. Fuera de un par de subrayados en algunas frases brillantes, la lectura se sentía densa e ininteligible. Estaba avanzando a marchas forzadas. 

Lo dejé después de las cincuenta primeras páginas, cansado y con ansias de pasar a una lectura un poco más sencilla de digerir.

Después de estos tres años, decidí volverlo a intentar. Y lo hice porque no conseguía librarme de los elogios que escritores como Rodrigo Fresán, Ernest Hemingway o T.S. Eliot le habían dado a la obra y al mismo Fitzgerald. 

Con pocas esperanzas, o más bien, con ganas de saber qué carajos le veía todo el mundo a ese libro, me sumergí en él como si se tratara de una labor de arqueología. Fue algo similar a la búsqueda de un tesoro en medio de un edificio inmenso —como la mansión de Jay Gatsby, quizá— hecho con adjetivos, frases bellísimas y, sobre todo, melancolía. 

Para no alargar mucho las cosas, el libro me dejó fascinado, al punto en que me he recriminado mi incapacidad por ver todo su esplendor en la primera lectura. Lo que en un principio parecía un sinnúmero de descripciones innecesarias, terminó convirtiéndose en un viaje amable, donde la prosa se resbalaba sin esfuerzo y me llevó a terminar la historia en menos de una semana, hechizado por el afán de avanzar más y más dentro de su historia. 

No es algo nuevo para mí. Varios libros me han sorprendido bastante cuando les he dado una segunda oportunidad, aunque, como ya dije, no es algo que suela suceder frecuentemente. 

El primer ejemplo que se me viene a la mente es el de Pedro Páramo. Cuando leí por primera vez esta novela escrita por Juan Rulfo —considerada como una de las obras fundamentales en la columna vertebral de las influencias del Boom Latinoamericano—, me pareció simplona, misteriosa, y, cargada de muy pocas cosas por decir. 

Terminé mi primera lectura del libro en 2015, y no fue sino hasta 2019 cuando le di una segunda oportunidad, para luego descubrir que ese pequeño libro contenía una estructura y una ejecución capaces de maravillarme como pocas obras lo han hecho hasta el momento. 

Siendo justo, creo que es normal que fallasen mis primeros encuentros con Fitzgerald y Rulfo. Para mí, existen obras que necesitan una preparación de parte de quien las va a leer. Estoy convencido de que hay libros que no pueden abordarse hasta después de haber masticado algunos otros previamente. Más aún, libros que no tienen el mismo sabor; por ejemplo, tanto en la adolescencia como en la adultez. 

Y no es así por capricho, o porque la literatura sea un campo segregante donde nadie puede tomar un libro y simplemente leerlo. Hay tanto por leer que no tendría sentido buscar siempre el momento adecuado para cada obra. Es más, cada quien es libre de leer lo que considere oportuno, y esa es una de las características más valiosas del campo literario, la libertad que otorga un espacio para el criterio de sus lectores. 

Lo que ocurre, al menos en mi forma de ver las cosas, es que hay obras que pueden pasar desapercibidas para un ojo no muy entrenado, para una vida que espera luces diferentes de las que esa lectura específica puede darle. 

Estos libros no siempre son amigables con quienes los leen, y muchas veces una mala primera impresión los condena a no ser leídos. Muy a pesar de sus méritos, no consiguen convencer a la persona que trata de adentrarse en ellos, y, por eso, pasan a formar parte del acervo de sus lecturas abandonadas. O puede que lleguen a ser completados, lo cual es peor, pues no consiguen florecer todas sus virtudes en medio de una lectura con aires de sinsentido.

En ocasiones —con obras como las de Virgina Woolf, Hertha Müller, William Faulkner o António Lobo Antunes—, una confusión inicial en el estilo de la prosa evita un ingreso fácil en ella, y quien lee decide que frente a sí tiene un matorral de espinas, donde lo mejor es no correr el riesgo de ser rasguñado. 

También puede ocurrir que las tramas pidan paciencia —como es el caso de Tolstoi, Cervantes o Jhonatan Franzen— y los centenares de páginas pendientes sugieran que puede haber una recompensa, pero que el camino a ella es más largo de lo que el lector pueda estar dispuesto a aventurar. 

Y bueno, en realidad se puede vivir sin haber leído este tipo de obras; cualquier obra, de hecho. Hay quienes jamás han repasado una sola página del Ulises de James Joyce o del Cumbres borrascosas de Emily Brönte, y viven bien, al mismo tiempo que disfrutan de cientos de otras historias diferentes. Sin embargo, creo que quizá una segunda oportunidad; una relectura pausada y nutrida por el tiempo; las experiencias; la vida en sí misma, junto con las demás lecturas que haya de por medio, puede abrirlas y contarle a quien lee que tal vez ahí había mucho más de lo que se vio en su primera impresión. 

Siento una felicidad delicada y especial por lo asombrado que me dejó El gran Gatsby. Fue, para resumir, como si después de una mala primera cita, Francis Scott Fitzgerald me hubiese abierto las puertas de su casa, invitándome a pasar a su sala mientras servía un whiskey con algo de hielo, para luego dedicarnos a charlar sobre la vida, en medio de una noche con horas insuficientes para una conversación tan maravillosa. 

Respecto a las segundas oportunidades —literarias, claro—, por ahora sólo me queda decir que su encanto le da una luz especial a la biblioteca de mi casa. Y ahora, mientras la veo con cierta curiosidad, enumerando algunos de los libros que he abandonado, me pregunto si detrás de sus páginas me aguarda un nuevo amigo, una historia que toque mi vida y la colme de este maravilloso asombro del que les hablo. 

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Paulo Augusto Cañón Clavijo

Redactor

Colombiano, periodista y lector de tiempo completo. Escribo para encontrarme. Apasionado del fútbol, la música, los elefantes, las mandarinas y los asados.

Berenice Tapia

Berenice Tapia

Ilustradora

Demasiado perezosa para pensar en algo decente. Me gusta dormir y mi sueño más grande es poder vivir de hacer monitos. Las dos cosas más importantes que me ha enseñado la vida, son:
1) Estudiar arquitectura no vuelve rica a la gente.
2) El mundo no se detiene nunca, ni aunque estés llorando hecha bolita porque borraste accidentalmente un capítulo de tu tesis.

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