Ilustrado por: Deivy
Andrés Martínez
Una de las figuras más irreverentes de las letras mexicanas fue el poeta infrarrealista Mario Santiago Papasquiaro. Torero urbano, reventador de eventos culturales y, ante todo, detective salvaje, destaca por su peculiar proceso de escritura. Cuentan aquellos que lo conocieron que Mario tenía la costumbre de escribir sus poemas en donde se le diera la gana, dando como resultado que los originales de gran parte de su obra se encontraran en servilletas, recibos, revistas de moda y, el más escandaloso de todos (al menos para algunos), libros.
Un autor que escribe su obra encima de la de otros puede parecer en principio un ególatra o un hereje. Sin embargo, a mí me parece que este es una de las cualidades más destacadas de Papasquiaro. Fiel a representar cierta contracultura, el poeta infrarrealista plantea en su proceso de escritura la cuestión de la desacralización del libro. Al final de cuentas, hay que recordar que gran parte de la formación que recibe el mexicano en la escuela lo ha llevado a ver al libro —o al menos a ciertos libros— como un objeto sagrado, algo que debe mantenerse en la medida de lo posible impoluto, similar a las estampas de los santos católicos. Esta última comparación no es gratuita, basta con sumergirse un poco en el mundillo de las letras para darse cuenta que gran parte de los comulgantes tienen muchas similitudes con sus pares que van a misa los domingos; o al menos en el sentido en que, en ambos grupos —el de los religiosos y el de los lectores—, hay una devoción divina hacía algo que es simplemente mundano.
No hay nada más ordinario (y por ende desechable) que un libro, con lo cual no quiero decir que Don Quijote de la Mancha o La metamorfosis no valgan ni un duro. No, no se me malinterprete: aquello que carece de valor no es la desventurada historia del noble hidalgo o la tragedia del hombre vuelto insecto; más bien, aquello que es prescindible es el objeto donde residen dichas historias. O, en otras palabras, lo que importa es la literatura no el libro como objeto. Y sí, es cierto que hay unas ediciones tan hermosas en el mercado que incluso merece la pena tenerles algo de consideración; pero, en última instancia —y tal como pasa con los humanos—, el desgaste es señal de vivencia. No creo que exista alguna persona que, al llegar al final de sus días, se sienta orgullosa de tener una biblioteca rebosante de ejemplares con el plástico aun puesto.
El libro si no se abre, carece de sentido. Me parece que la historia que mejor ejemplifica lo anteriormente dicho es la cómica historia sucedida entre el soberano incaico Atahualpa, Francisco Pizarro y el fray Vicente de Valverde. Datan los hechos de que un 16 de noviembre de 1532 se dio lugar una reunión entre Atahualpa y el conquistador Pizarro, en medio del encuentro el sacerdote Valverde exhortó al inca a que renunciase a su fe «pagana»; extendiéndole a su vez una biblia, donde según dijo el padre, se encontraba la voz de su señor.
El rey inca tomó entonces el libro entre sus manos y lo colocó junto a sus oídos en espera de escuchar la voz de Dios; mas al conservarse todo en silencio, Atahualpa, indignado, arrojó el libro sagrado al suelo, ocasionando con ello el asesinato de sus acompañantes y su propio aprisionamiento. Dudo mucho que este relato hubiese terminado de otra forma de Atahualpa haber abierto la biblia —al final de cuentas, entre el latín y el incaico hay un océano de diferencia—; sin embargo, lo que es de destacar es el hecho de que aun hoy en día podemos encontrar a cientos (puede que miles) de «Atahualpas» decepcionados por no oír a la voz divina, sin antes si quiera haber abierto el libro. Y aun así, me parece que la acción de «abrir» es insuficiente. El acto de leer va más allá de accionar la caja de pandora. La lectura requiere de un lector activo, de alguien que no solamente escuche —o en este caso que vea— sino que dialogue con lo escrito.
Regresando a Papasquiaro, me parece que con lo expuesto hasta el momento, su práctica de escribir sobre libros de otros autores ya no luce tan irracional como lo hacía a primera vista. Es más, puede tomarse dicha acción como requisito necesario para cualquier lector; aunque claro, siempre guardando la distancia frente al poeta infrarrealista.
Puede que no se llegue al extremo de plasmar los inéditos de la obra propia sobre un libro de ensayos de Pound, pero debe haber algo de esa expresión en cada uno de los libros que conforman nuestra biblioteca privada: algún rayón, un dibujo, una nota, lo que sea que indique que esas hojas alguna vez fueron propiedad del humano y no del polvo de las estanterías. Tómese pues esto, no como un llamado a la destrucción sinsentido de los libros que el lector pueda tener a su alcance, sino más bien como una invitación a ampliar la experiencia de lectura; lector, siéntase libre y a gusto de dejar su propio registro mental en la página de sus libros.
Lo que acabo de decir puede ser tomado como un sacrilegio, o al menos por aquellos sectores que pugnan por un cuidado excesivo de los libros; poniendo como excusa que, ante un desastre, estos podrían ser la primera piedra de la restauración del orden social. Frente a dicho pensamiento no tengo más que responder que: atesorar un libro con la ciega esperanza de que, en caso de un apocalipsis, este pueda servir para la reconstrucción de la cultura humana, es un acto más de vanidad que de altruismo.
La experiencia nos dice que la conservación de obras es meramente azarosa, por más cuidado que uno tenga con sus materiales de lectura, siempre está la latente posibilidad de que el desastre de Alejandría encuentre su réplica en nuestro presente. Mas ello no me preocupa, aun cuando por alguna razón nuestra civilización pereciera sin dejar rastro de existencia, me parece que con el pasar de los siglos, las nuevas culturas volverían a escribir (sin darse cuenta) El cantar del Mio Cid o Viaje al oeste: Las aventuras del rey mono. Las grandes historias, la verdadera literatura, sobrevive a sus medios; ni los papiros ni los grabados han podido privarnos de disfrutar el Popol Vuh o las tragedias de Esquilo. Pienso que lo mismo pasará con nuestra literatura contemporánea, el libro dejará de existir, pero Cien años de soledad vivirá de boca en boca entre los habitantes del futuro. Así pues, no vale la pena preocuparse demasiado por el estado de algo tan simple y mundano como un libro.
Andrés Martínez
Autor
Nacido en Ecatepec de Morelos, Estado de México año 2000. Actualmente tesista del Colegio de Estudios Latinoamericanos (FFyL: UNAM). Ha publicado artículos y poemas en El tecolote, Revista Horizontes, Katabasis, La Memoria Errante y Saca la lengua fanzine. Está próximo a ser publicado en la antología Nido de Poesía. Cuarta Generación.
Deivy
Ilustrador
Me llamo Deivy Castellano. Pintor aficionado, intento que mi trabajo hable por mí mismo. Trabajo para ser un polímata, en mi tiempo libre soy un misántropo auto exiliado en Marte.